21.

Richard Kenyon se quitó las gafas y dejó su lapicero encima de la hoja de cerámica.

“¿Qué quiere decir?”.Kenyon no entendía la pregunta de Gonzalerría.

“Con el lápiz, en la tablilla, ¿qué dibujaba?”.

“No dibujaba nada. Utilizaba la Mente Global”, contestó Kenyon con toda naturalidad, como si estuviese hablando a un niño obtuso.

Había oído hablar de ese sistema que utilizaba la tecnología informática y de comunicaciones, junto con los avances alcanzados en microbiología, pero nunca lo había visto en funcionamiento. El comportamiento de Kenyon tampoco me había dado demasiadas pistas sobre su manejo. No quería hacer evidente mi ignorancia, a pesar de la curiosidad que me suscitaba, y dejé que Gonzalerría continuase con sus preguntas.

“¿La Mente Global? ¿Qué es eso?”.

“Es la versión avanzada de la Global Red de Microsoft”, respondió Kenyon, como si aquella explicación fuese suficiente para Gonzalerría, o para mí mismo. Al ver la cara de incomprensión de éste, Kenyon decidió ampliar sus explicaciones.

“Se me olvidaba que en vuestras regiones no tenéis acceso a ella”, le faltó añadir “bárbaros desgraciados”, para preguntarnos: “¿Qué conocimientos informáticos tenéis?”.

Yo había sido un niño de internet, había crecido con un ordenador en casa, y había descargado música y películas ilegalmente, hasta que las Marcas Globales pusieron fin a esos pequeños delitos. También había visto pornografía, y buscado información en la red para mis estudios, más tarde la habíamos utilizado para comunicarnos entre los distintos grupos armados, durante la época de la clandestinidad. Sin mencionar esto último le di a Kenyon una extensa descripción de mi ignorancia sobre la materia. Lo cierto era que, una vez desgajados del control de las Marcas Globales, el nivel de tecnología informática en el resto de los territorios, como la República de Euskadi o Al-Andalus, era muy bajo. En primer lugar, las Marcas Globales no facilitaban sus últimos adelantos a causa del embargo, en segundo lugar no había recursos suficientes para llevar a cabo la investigación necesaria, y, en tercer lugar, tampoco existía la riqueza suficiente que permitiese pagar a las Marcas Globales por acceder a esa información o formas de ocio cibernético. Seguían existiendo los ordenadores, pero sólo se utilizaban para procesos internos en cada región, remendados y reconstruidos con una eficacia que se veía mermada con el paso del tiempo, la tecnología informática en estas zonas no era muy distinta a la que conocí a principios de siglo.

Kenyon me entregó sus anteojos y me los coloqué, mientras Gonzalerría daba muestras de contrariedad, dejando patente que a él también le hubiese gustado ponérselos. Su efecto era el de unas gafas de sol que no filtraban la luminosidad de forma uniforme, sino que generaban formas abstractas en movimiento delante de los ojos.

“¿Qué le interesaría saber?”, preguntó Kenyon.

El estado de preparación de las tropas de PeaceMakers Inc. de cara a la invasión de Al-Andalus hubiese sido un buen punto de partida, pero no creí oportuno preguntárselo, sobre todo porque me interesaba ver el funcionamiento de aquel aparato.

“El precio del petróleo”, le dije. Era una pregunta fácil para cualquier base de datos y que no levantaría sospechas. Richard Kenyon escribió en su hoja cerámica de forma invisible para él, pero no para mí, que vi cómo aparecían delante de mis ojos las palabras “Precios del Petróleo” en la caligrafía retorcida de Kenyon. A partir de ese instante, una serie de listas se hicieron visibles: el precio del barril del crudo de Borneo, los valores futuros a varios meses del petróleo, las estadísticas de la evolución de los crudos en el pasado. Toda una gama de pequeños menús se abrieron ante mis ojos.

“Con el lápiz puedes elegir la información sobre la cual quieres profundizar”, me indicó Kenyon, según él movía el lápiz por su tablilla blanca, yo veía en las pantallas generadas por las gafas como una flecha reproducía los movimientos de éste. Extendí la mano para que me dejase su puntero y ser yo quien manejase aquel instrumento. Kenyon soltó una carcajada.

“De buena gana te lo dejaría, pero de poco te servirá”.

Gonzalerría no le veía la gracia, sintiéndose excluido por no ver las imágenes de las gafas, no entendía nada de lo que estaba pasando y ponía la cara de un niño enfurruñado a quien se ignora. En realidad yo tampoco sabía qué le había hecho tanta gracia a nuestro anfitrión.

“¿Recuerdas el abuso que sufrieron las Marcas Globales a causa de la utilización de internet en abierto?”.

Lo que me preguntaba no me sonaba del todo extraño, aunque tampoco era algo que me hubiese interesado; los problemas de las Marcas Globales, por lo general, no eran de mi incumbencia.

“Todo el mundo tenía acceso, tanto a información como a productos de ocio, a través de la red. Música, películas y vídeos, se podían conseguir de forma legal, o ilegal, sin pagar un solo débito a sus propietarios legítimos”.

“Que serían en todos los casos una Marca Global”, pensé, sin decírselo.

“Era escandaloso”. Por su expresión, Kenyon creía que cualquier merma en los ingresos de esas empresas era equiparable a atracar a una inválida ancianita. “Claro que la tecnología ayudó a encontrar una solución”.

Kenyon se equivocaba con su análisis; había puesto la causa y el efecto en el orden inverso. Para él la investigación informática desarrolló nuevos productos que, luego, se utilizarían para los fines que me explicaría a continuación, yo creía más bien lo contrario: las Marcas Globales tenían un problema con sus partidas de ingresos en internet y enfocaron todos sus recursos en desarrollar los mecanismos que las protegiesen.

“Ves esto”, me dijo enseñándome aquel lápiz, como si fuese la varita de un mago. Le respondí que sí, puesto que, a pesar de los menús que veía en las gafas, podía ver a través de sus cristales.

“Aquí está el enlace entre mi persona y la extensa, por no decir casi infinita, tela de araña de datos intercomunicados que componen la Mente Global”.

Gonzalerría asintió con la cabeza, como si entendiese lo que Kenyon decía, y, dando muestras, por su expresión, de que le sorprendía que algo tan pequeño pudiese hacer algo tan aparentemente importante.

“Este Intercambiador de Datos Intransferible”, en esta ocasión Kenyon se ayudó del nombre técnico del lapicero, “me identifica de manera inequívoca. Reconoce gracias a las segregaciones dactilares que soy yo quien lo está utilizando, en caso contrario dejaría de funcionar. Esto permite que pueda acceder a cualquier lugar dentro de la Mente Global, siempre que esté autorizado a ello, y que me carguen los débitos correspondientes a mi cuenta por su uso, en el caso de que los servicios que reciba así lo requieran”.

Intenté pensar en alguna manera de saltar el sistema de seguridad, tal y como me lo había descrito, y desistí enseguida: mentes más privilegiadas que la mía ya lo habrían intentado y otros cerebros, igual o más capaces que éstos, también habrían trabajado para que no quedase ni una sola fisura. Ni siquiera cortándole mano funcionaría el dichoso Intercambiador de Datos Intransferible, puesto que dejaría de segregar su sudor, la base del reconocimiento de identidad.

“¿Hace todo eso, sin cables?”. Preguntó Gonzalerría que, como Santo Tomás, sólo creía lo que veía.

“¿Cables?”. Kenyon no entendió la pregunta.

“Estás obsoleto, Gonzalerría”, le dije. “El cobre, o incluso la fibra sintética, es demasiado caro”.

“¡Ah! ¡Esos cables!”, exclamó Kenyon. “Efectivamente, ya no se utilizan para la comunicación, todo se hace por el aire. Pero no me preguntes cómo. Hace tiempo que no veo ni una miserable clavija. Con esto”, dijo señalando a su lápiz, “contacto con todo: voz, datos e imágenes”.

Lo que había comenzado siendo una reprimenda en toda regla se estaba convirtiendo en una afable charla entre amigos, donde el sofisticado y rico habitante de Marbella se pavoneaba delante de sus menos afortunados colegas de provincias. Yo no había ido hasta allí para eso y decidí tocarle un poco las narices al tal Kenyon, a fin de cuentas no se trataba del primer espada de la PeaceMakers Inc., y era a éste a quien deseaba entrevistar.

“Es una pena que vuestra Mente Global no tenga todos los datos del mundo civilizado en sus chips orgánicos”, le dije.

“Claro que los tiene. Con un nivel de acceso suficiente una persona podría encontrar cualquier información que existiese”.

“Que existiese dentro del sistema”.

“Pero el sistema es universal. Lo abarca todo. Lo que no está dentro del sistema no existe”.

“Efectivamente. No existe para las Marcas Globales ni para sus usuarios, pero no por eso se ha desvanecido en el aire”.

“No entiendo”, dijo Kenyon.

“Yo tampoco”, respondió Gonzalerría, “pero ya estoy bastante acostumbrado”.

No sé si el traje que llevaba puesto me hizo recordar el lugar donde fue confeccionado, o si las fotos de la última mujer asesinada en aquel castillo en ruinas habían afectado a mi subconscientemente para pensar de aquella manera. Fuese lo que fuese, empecé a hablar de una manera inconsciente:

“El problema de tu Mente Global es que carece de datos históricos. Estoy seguro de que a partir de los Acuerdos de Seattle, toda la información generada de manera informática, y me imagino que no existe información de ningún otro tipo más, está dentro del sistema. Incluso, pienso, que también tendrá incorporado todo aquello que tuvo lugar con anterioridad, tanto en cuanto se hubiese generado dentro de un marco de tecnología digital. Desde la más insignificante transacción de las antiguas tarjetas de crédito, hasta las operaciones de absorción de empresas de más notoriedad, y, desde el informe clínico de un pobre chiflado en un psiquiátrico, a los acuerdos de cesión de los gobiernos democráticos a favor de las Marcas Globales de sus servicios públicos. Pero...”. Dejé que se generase un pequeño silencio antes de continuar, al menos Kenyon me escuchaba, bien sea por interés o por educación. “Pero sus archivos carecen de profundidad histórica. Todo lo que ocurrió con anterioridad a finales del siglo veinte sólo figurará allí de forma errática, dependiendo del interés y capacidad de los antiguos gobiernos y universidades para digitalizarlo. Además muchos de estos archivos se habrán perdido”.

No le dije nada de lo ocurrido con los documentos de Al-Andalus almacenados en Toledo, o mejor dicho con los que no habían llegado hasta allí. Kenyon se encogió de hombros para enfatizar su respuesta: “¿Y qué?”, me dijo. Sentía que la conversación se me estaba yendo de las manos; poco interés podrían tener las Marcas Globales en un pasado tan alejado que difícilmente les generaría un beneficio pecuniario.

“Es posible que en esos papeles resida la solución a un problema actual”, le dije, sin pensar demasiado mis palabras.

“Lo dudo”.

“Yo también”, añadió Gonzalerría, sin saber muy bien a cuento de qué hacía aquel comentario.

“Por ejemplo, podrían servir para resolver un crimen cometido recientemente, si su motivación estuviese vinculada a un rito de origen centenario”.

“Es posible, pero mantengo mi pregunta anterior, ¿y qué? A no ser, por supuesto, que la víctima fuese cercana a alguien capaz de pagar por nuestros servicios de investigación para encontrar al asesino”.

Aquel comentario era el peor que Kenyon podía haber hecho. Yo tenía muy presente mi reacción al ver el cuerpo de Rosario Verdes y las fotos de Eulalia Robledo; el encontrar al asesino era una cuestión de justicia, era un bien superior. El reducir una investigación de ese tipo a algo meramente mercantilista, donde una investigación sólo se llevaría a cabo dependiendo de la capacidad económica de la víctima, o de sus allegados, me resultaba inaceptable. Hasta ese punto había llegado la sociedad en las zonas bajo el control de las Marcas Globales: tenían de todo, incluso justicia, si podían pagar por ello. Me reafirmé en mis convencimientos de defender los intereses de las Ciudades Estado en Al-Andalus. Pasaríamos hambre, pero no de justicia.

Hasta ese momento Richard Kenyon me había parecido un burócrata anodino de quien me hubiese olvidado en cuanto hubiese salido de su despacho. Sus últimos comentarios, hechos de una forma tan inconsciente que enfatizaban su falta de humanidad, le acababan de convertir en alguien que se merecía lo peor, y si yo pudiese ser la persona que lo llevara a cabo tampoco me desagradaría.

“No soy partidario”, dijo Gonzalerría.

Kenyon y yo le miramos para que nos explicase esta última perla intelectual.

“Todos los asesinos deben ser capturados. Los asesinatos son lo peor y nadie que los cometa debe andar suelto. Da igual quién sea la víctima”.

Tenía que reconocer que Gonzalerría era simple en sus exposiciones pero que de vez en cuando acertaba.

“No creo que debamos entrar en un debate filosófico sobre este tema. No nos reportaría demasiado beneficio”.

“Estoy de acuerdo”, le dije, a pesar de no estarlo en absoluto, porque quería despejar una última incógnita. “Hágame un favor señor Kenyon, apunte con su lápiz las palabras: Castillos de Calatrava y sacrificios, y yo le demostraré que su Mente Global tiene alguna que otra laguna”.

Kenyon asintió como si accediese a los caprichos de un niño, y escribió las palabras en su tablilla que yo vi cómo aparecían ante mis ojos con un mensaje que me informaba que no existía interrelación alguna entre las tres palabras buscadas, ofreciéndome, sin embargo, datos adicionales acerca de la Orden de Calatrava, sus castillos e historia, por un lado, y ritos y sacrificios por el otro. Dentro del menú que se abrió debajo del encabezamiento de ritos y sacrificios aparecía una línea de acceso que me llamó la atención y que me hizo pensar que Cintia nunca se equivocaba. A mitad de aquella lista que flotaba delante de mis ojos aparecían las palabras: “Base de Datos: Fusión FBI et al.: ritos y sacrificios: asesinatos a) resueltos b) abiertos”.

Allí es donde quería llegar. Desde el principio.

Por desgracia no pude avanzar más.

Creo que halagando a Kenyon y al sistema de Mente Global, del que tan orgulloso estaba, podría haberle convencido para que, blandiendo su pequeña varita mágica cibernética, o Intercambiador de Datos Intransferible, se adentrara en aquellos archivos. Pero, por desgracia, un pequeño destello rojo apareció en la esquina superior del visor junto a un leve pinchazo detrás de mi oído. Alguien se quería comunicar con Kenyon, quien se percató de ello, y le tuve que devolver sus gafas, con la frustración que ello me supuso. Su interlocutor estaba por encima de él en la estructura de PeaceMakers Inc., su lenguaje corporal le delataba, y, sin llegar a cuadrarse, se puso más firme en su asiento. Kenyon simplemente asintió a todo lo que le decía y no perdió el tiempo en despedirse de nosotros, aludiendo a otros temas más urgentes que tratar. Me pregunté si realmente había estado recibiendo instrucciones sobre algún otro asunto no relacionado con nuestra presencia, o, si le habían ordenado que se deshiciese de nosotros. En cualquier caso había estado escuchando al inquilino de la esquina más deseable de aquella última planta, a quien me hubiese gustado conocer. Poco sabía yo que aquel deseo era mutuo, aunque por distintos motivos.

No me devolvieron mi Glock, prometiéndome que la recuperaría a mi salida de Marbella, y me tranquilizaron diciéndome que la seguridad general dentro de la fuerza costera estaba garantizada, gracias a sus servicios. La seguridad general no me preocupaba en lo más mínimo, pero la mía en particular sí. Sobre todo entreviendo que el mayor peligro que podría correr vendría precisamente de ellos, la misma gente que pretendía protegerme: me hubiese sentido más tranquilo con mi pistola en su funda.