9.

Al día siguiente hice una larga cabalgata cubriendo unos cien kilómetros a lo largo de la antigua carretera nacional que unía Ciudad Real con Toledo. Por suerte pude cambiar de montura en Los Yébenes una vez de haber cruzado los Montes de Toledo, porque mi caballo estaba al límite de sus fuerzas. En todo el trayecto únicamente me encontré con unos cazadores que volvían con un par de liebres y varias docenas de codornices: estrictamente les debía haber requisado sus piezas por cazar ilegalmente, pero no les dije que era un Hombre Bueno, para no tener que actuar como tal, y acepté compartir su comida, un conejo al ajillo con patatas. Cuando me separé de ellos oí cómo uno le decía al otro: “Este Bolto además de ser un Hombre Bueno es un buen hombre”. No sé si lo dijo para que le oyese y regalarme los oídos o de forma espontánea.

La noche anterior había dormido al raso y el galope matutino me había desentumecido los músculos doloridos del viaje de la víspera, haciéndome entrar en calor, y me había dado un hambre de perros; estaba deseando llegar a Toledo para desayunar y enterarme, finalmente, de los motivos exactos para obligarme a presentarme ante el cabildo de la Ciudad Estado dejando a un lado la búsqueda del asesino de Rosario Verdes.

Después de haber pronunciado mi conmovedor discurso dos días antes ante la doctora Conde, Senescal de Toledo, sobre el buen hacer e independencia de los Hombres Buenos, por encima de cualquier Ciudad Estado y haberle contrariado diciéndole que no le acompañaría a Marbella, la buena doctora me sonrió y se sacó del bolsillo un sobre que me entregó. Lo acepté de buena gana y lo abrí delante de sus ojos, teniendo que reconocer que pocas veces había visto algo parecido. No tanto por su contenido, que al final no era más que la orden que me instaba a presentarme en Toledo en el plazo de tres días para recibir instrucciones, sino por quienes la firmaban: los garabatos al final del texto correspondían a los Alcaldes Mayores de las seis Ciudades Estado de Al-Andalus, enseguida reconocí a los de Toledo, Sevilla y Granada que me eran familiares, y no tenía porqué dudar de la autenticidad de los otros tres.

Para alguien que no haya vivido en Al-Andalus en la década de los 40 de nuestro siglo XXI, y que no haya tenido contactos continuos con los dirigentes de sus villas principales, es muy difícil de explicar lo inusual de todas aquellas firmas en un mismo documento. Hacía mucho tiempo que las ciudades habían dejado de guerrear entre ellas, llegando a acuerdos para resolver sus pequeños conflictos, acuerdos, en muchos casos, promovidos bajo la tutela de los Hombres Buenos, pero eran casi siempre compromisos parciales: Toledo podía firmar un convenio bilateral con Sevilla y no con el resto, porque se trataba de un tema de relevancia menor de cara a las otras ciudades, o Granada, Sevilla y Cáceres podían establecer un tipo de relación entre ellas obviando a Toledo, sin ningún tipo de problema.

Estas relaciones entre ellas se formalizaban según se generaba la necesidad, sin ningún tipo de planificación previa o visión a largo plazo, en parte debido a la forma en la cual las Ciudades Estado fueron constituidas y los mecanismos que regulaban su gobierno. No hace falta recurrir a los historiadores instalados en Toledo, para saber que el origen de las Ciudades Estado se encuentra lisa y llanamente en la necesidad de proteger a sus habitantes del caos, la violencia y el terror que se generó tras la desaparición del gobierno de España, y el rechazo de las Marcas Globales de tomar a Al-Andalus bajo su paraguas protector. Para estas últimas la peste verde, el incendio de la central nuclear de Valdembillas, que hizo inhabitable toda una extensión de más de 10.000 kilómetros cuadrados, la perdurable sequía y la falta de recursos naturales estratégicos simplemente impedían que esta región fuera un mercado viable: las inversiones que tendrían que efectuar, para que sus habitantes tuviesen el poder adquisitivo suficiente para entrar en la rueda del consumismo de sus productos, eran demasiado altas. En otras palabras, no les salían los números y abandonaron a Al-Andalus a su suerte.

Los estatutos que gobernaban las Ciudad Estado, a pesar de haberse redactado sin consultarse entre ellas, se parecían en lo fundamental y se diferenciaban únicamente en matices, más o menos relevantes, que les permite mantener sus idiosincrasias. No es de extrañar, puesto que su origen partía del deseo de evitar los males que tanto les habían hecho sufrir, y que se resumían en: un rechazo absoluto al capitalismo a ultranza y el consumismo desatado promovido por las Marcas Globales, un recelo enfermizo hacia los políticos y el sistema de partidos que tanto había debilitado a las democracias por su propensión a la corrupción, y el reconocimiento del individuo y sus derechos por encima de las organizaciones o grupos de presión de cualquier tipo. La Ciudad de Toledo adoptó como lema el de “Libertad, Igualdad, Solidaridad”, adoptando el bien conocido banderín de enganche de la Revolución Francesa; Sevilla, ahondando en sus raíces anarquistas de principios del siglo pasado, se decantó por el más original “Tierra, Pueblo y Libertad” y Granada, más poética, por

“Humanidad, Paz y Justicia”. Al final todos venían a decir lo mismo, y sus efectos fueron similares; se colectivizaron los bienes públicos, la mayoría de las tierras y las pocas fábricas que se mantenían en producción; las decisiones se tomaban de forma colectiva, abriéndose los debates a todas aquellas personas que tuviesen intereses en el tema, votándose en secreto por referéndum. Se daban las mismas raciones de alimentos, servicios de educación y sanidad a todo el mundo por igual, por muy escasos o deficientes que fuesen.

Para muchos, aquellos principios altisonantes y aquellos deseos de generar una especie de utopía en sus ciudades, eran la receta perfecta para la anarquía y el caos, y no les faltaba razón. Sin embargo, estos escépticos, no tenían en consideración la experiencia vivida por muchos de aquellos ciudadanos, que habían visto fracasar a los regímenes comunistas por su estrangulamiento de las libertades y del derecho a ser distinto, y que habían padecido en sus propias carnes el debilitamiento de las democracias, a causa del mercantilismo a ultranza y de la persecución sin freno del consumo, hasta su desaparición. Ya partían del caos y no querían volver a él, como tampoco deseaban volver a cometer los mismos errores que les llevarían a una forma de vida que, voluntaria o involuntariamente, habían dejado de ser opciones válidas para ellos.

Existía la buena voluntad de que una sociedad basada en esos ideales funcionase, y la gran mayoría estaba dispuesta a sacrificarse porque así fuese. Lo que no impedía que el gobierno de las Ciudades Estado tendiese a la confusión, la ineficiencia según cualquier parámetro economicista, y la prolongación y el desorden en la toma de decisiones.

Dentro de este panorama general, el hecho de que los seis representantes principales de las distintas Ciudades Estado se hubiesen puesto de acuerdo en algo, aunque fuese la firma de una orden que solamente incumbía a mi persona, era digno de elogio, o se trataba de algo sumamente importante para el conjunto de Al-Andalus. Pronto lo sabría.

No tardé en llegar a las murallas de Toledo y antes de entrar por la puerta de Alcántara, coronada por su águila bicéfala tallada en piedra, dejé mi caballo en un establo, que todavía mantenía un antiguo y desconchado letrero designándolo como taller mecánico. El consistorio de Toledo había tardado mucho tiempo en prohibir el paso a caballos, mulas y demás animales de carga al centro de la ciudad, los debates a favor y en contra se prolongaron durante meses, hasta que el peligro para la salud y los costes de limpieza de sus cagadas obligaron a tomar esa decisión. Algo parecido había ocurrido a finales del siglo pasado con respecto a los vehículos a motor en esta misma ciudad.

Cargado con mis alforjas y armas, subí por la calle de Cervantes hasta llegar a la plaza de Zocodover, donde me invadieron una multitud de colores, ruidos y aromas. La plaza había recuperado su milenario cometido volviendo a ser el centro de mercadeo al por menor, no sólo de la ciudad, sino de sus aledaños, cada vez más extensos. Los puestos de mercancías se apiñaban unos junto a otros, debajo de los soportales y en su centro, aprovechando cualquier espacio que no impidiese el paso a los potenciales clientes. Se vendía casi de todo; frutas y hortalizas, carne y no pescado por la distancia al mar, ropa de primera, segunda y hasta tercera mano, incluso se veían algún que otro ordenador obsoleto y teléfonos móviles de dudosa procedencia, zapatos y botas a estrenar o lo suficientemente usados como para tirar, sartenes, cuchillos y cucharas. No se veía ninguna marca ni logotipo por ningún lado y la procedencia de aquellos productos se podía identificar claramente con los contactos directos que pudiesen tener los propietarios de los tenderetes. Cuánto había cambiado aquel lugar en apenas cinco años, cuando los famélicos habitantes de Toledo hacían cola, con paciencia y la esperanza de poder recibir el puñado de alubias o el mendrugo de pan a los que les daba derecho su cartilla de racionamiento. Entonces se palpaba la miseria, con un pueblo cabizbajo y silencioso, ahora se competía para ver quién gritaba más alto para atraer la atención de los compradores y, aunque las cosas en venta dejaban mucho que desear en comparación con los fabricados por las Marcas Globales, allí estaban.

El olor a tocino frito que llegaba de un puesto donde se preparaban bocadillos me hizo salivar, recordándome que aún estaba en ayunas e invitándome a comprar uno, que comí allí mismo, mientras intentaba ver alguna cara conocida entre aquel bullicio de gente. Todos se distinguían por sus múltiples orígenes: desde los judíos más ortodoxos con sus cabezas cubiertas por sus kippas, hasta los vendedores de fruta negros, o los nórdicos rubios y barbilampiños, los árabes y, cómo no, españoles de muchas regiones. Sus motivos para instalarse en Toledo eran tan distintos con sus lugares de procedencia: unos huían de la desestabilización de sus países, otros buscaban escapar de una sociedad controlada por las Marcas Globales, los de más allá porque era un lugar de tránsito donde descubrieron que se les trataba como a iguales. Toledo, la ciudad de las tres culturas, se había convertido en la ciudad de las mil razas.

Con el estómago lleno y viendo aquel panorama, empecé a sentirme contento de estar allí. Una brusca ingesta de alimentos en un cuerpo hambriento tiende a subir el ánimo, pero un súbito recuerdo del cadáver de Rosario Verdes desnudo y con sus senos amputados me hicieron un nudo en el estómago. Mentalmente me obligué a pasar página y concentrarme en mi próxima reunión con los mandamases de la ciudad. Me hice paso entre la muchedumbre sin demasiados problemas; en cuanto la gente veía que un hombre, polvoriento y sucio como consecuencia de un largo viaje, con barba de cinco días y posiblemente cara de pocos amigos, se acercaba a ellos intentaban apartarse, abriéndome camino. El hecho de que un fusil de asalto, por muy poco ortodoxo que fuera, colgase de mis espaldas, también contribuía a su actitud de exagerada educación.