3.
No me había equivocado en la procedencia de la víctima, se trataba de Rosario Verdes, y había vivido en las afueras de Aldea del Rey. No era el pueblo más cercano al lugar del crimen, pero apenas si estaba a más de cinco kilómetros de donde se había encontrado su cadáver.
La doctora Conde había accedido a regañadientes en prestarme su cámara fotográfica, advirtiéndome de su valor, y responsabilizándome de su devolución en buen estado. No era precisamente un aparato de tecnología punta; sabía que las Canonikon que se utilizaban en las zonas bajo la influencia de las Marcas Globales eran capaces de proyectar las imágenes captadas en tres dimensiones aunque, a ser sincero, nunca las había visto.
En cualquier caso las imágenes que se podían ver en la pantalla de la cámara digital eran más que suficientes para reconocer a la víctima. No enseñé ninguna de las fotos donde se veían las lesiones ni el cuerpo desnudo. Yo las había repasado rápidamente y aún con el distanciamiento que suponía verlas a través de una pantalla no dejaban de afectarme, me hacían recordar la escena que había visto de primera mano. Únicamente mostraba una foto de su cara en primer plano donde era difícil de entrever el amoratamiento del golpe que había recibido.
“No sé cómo se llama pero vive en Aldea del Rey”, me dijo el dueño de la taberna, tienda y panadería que regentaba en Calzada de Calatrava. “Creo que es curandera y que estuvo tratando al Toribio de su dolencia”.
No tardé nada de tiempo en localizar al Toribio, el cual la reconoció inmediatamente dándole el nombre de Rosario Verdes, gitana, y alabándola de forma efusiva por la manera en que sus ungüentos le habían curado de su dolencia, que no era otra que unas almorranas. Aparte de eso no me supo decir nada más, ni si tenía familia, marido o amante, ni de dónde venía ni con quién se relacionaba. Ahora bien, si se trataba de buscar un remedio a cualquier tipo de molestia física era la mejor de la comarca, y me detalló las incomodidades y dolores que padecía antes de que Rosario se cruzase en su vida. Mi caballo había descansado lo suficiente mientras yo efectuaba estas entrevistas y le lancé al galope tendido hasta llegar a Aldea del Rey. No podía perder tiempo.
“Me da lo mismo lo que hagas. Pero dentro de tres días tenemos una cita, tú y yo, en Toledo”, me dijo la doctora Conde.
Desde allí nos iríamos a Marbella, juntos. Realmente la doctora Conde era quien tenía la obligación de viajar a ese feudo de las Marcas Globales, yo era un mero acompañante: actuaría de guardaespaldas, asesor, secretario, correveidile y factotum. Una especie de mayordomo glorificado a su servicio, al menos eso era lo que me parecía en un primer momento y que de alguna manera justificaba mi brusquedad cuando me lo dijo.
“Y una mierda”, le había contestado con el fin de que no hubiese lugar a ningún malentendido. “Quizá te dé igual que el asesino de esa desgraciada ande suelto. A mí no. Si te soy sincero en estos momentos es lo único que me importa, nada me parece tan relevante como para olvidarnos de ello, correr un tupido velo y dedicarnos a otros menesteres. Además sabes de sobra que no me puedes dar ese tipo de órdenes”.
“Claro que te las puedo dar. No me cabe ni la menor duda de que estás perfectamente al corriente de mi nombramiento como Senescal de la Ciudad Estado de Toledo”.
Aquellos nombres podían conmigo: yo era un Hombre Bueno, por lo menos en lo que a mi descripción laboral se refería, y la doctora Conde una Senescal. Aquella nomenclatura no tenía desperdicio y pensé que alguien debería felicitar al iluminado a quien se le había ocurrido. Posiblemente se tratara de un publicista de las Marcas Globales que no tuvo más remedio que buscar asilo en Al-Andalus por su escasa imaginación y falta de creatividad.
Yo era un Hombre Bueno propuesto por la Ciudad Estado de Toledo y la doctora Conde era la Senescal de esa misma villa, y por lo tanto la máxima responsable de su seguridad. En pura lógica ella se consideraba mi superior en el escalafón y con el derecho de darme las órdenes que ella considerase oportunas a su antojo, algo que no era precisamente cierto. Los prohombres de Toledo me habían propuesto pero mi nombramiento había sido aceptado y ratificado por el resto de las Ciudades Estado: Granada, Córdoba, Sevilla y Badajoz.
“Enhorabuena”, le felicité. “Pero aquí y ahora no me puedes decir ni lo que tengo que hacer ni lo que tengo que dejar de hacer”.
“Todos los Hombres Buenos sois iguales”. No creo que estuviese haciendo un juego de palabras sobre la frase hecha de todos los hombres sois iguales; pero me alegró oír aquellas palabras. Me reconfortaba que el resto de mis colegas mantuviesen el grado de independencia personal de la que nos sentimos orgullosos y que nos había permitido actuar con tanta efectividad en los extensos territorios que se situaban entre las Ciudades Estado.
“Os creéis que estáis por encima de la ley”. En eso se equivocaba la doctora.
“Somos la ley”, le aclaré.