53.

Había perdido la costumbre de leer y al terminar el informe de Benaquiel tenía la cabeza cargada. Salí de la casa de Cintia para tomar el fresco, como lo hacían gran parte de los habitantes de Almagro. Estaban sentados en pequeños corros, bajo los soportales, hablando de sus cosas, mientras que los niños jugaban en la plaza. Gonzalerría compartía su silla de montar con Begoña y se paseaban sobre Polifemo, rodeados y perseguidos por la chiquillería, que admiraba el tamaño del percherón.

Al no tener una banqueta, me tuve que conformar con sentarme en el suelo, apoyando la espalda contra la pared, aún así me sentía a gusto, observando la normalidad que reinaba a mi alrededor. Estaba disfrutando de aquel momento de tranquilidad y me molestó reconocer a los dos jinetes que entraban en la plaza. Tuve la esperanza de que no me viesen y así evitar los saludos obligados por la cortesía y la mínima conversación que conlleva la buena educación. Por desgracia me vieron, se acercaron y desmontaron de sus caballos delante de mí.

“¿Descansando?”, me preguntó Miguel Ródenas, mientras su hermana se mantenía en un segundo plano, saludándome tímidamente con la mano. Estuve a punto de decirle que estaba sujetando la pared y que si me movía se caería el edificio, pero era un chiste demasiado fácil. Me incorporé y le estreché la mano antes de dar un casto beso a Laura en la mejilla. Incluso ese insignificante contacto físico pareció incomodarla.

Me faltó valor para decir al maestro del pueblo que no me interesaban sus problemas para conseguir papel donde sus alumnos pudiesen aprender a escribir y que, además, tampoco era algo que me incumbía ni que pudiese solucionar. Tuve que aguantar su largo discurso y sus deseos de llegar a un trueque con el alcalde de Almagro, con quien pretendía intercambiar las hortalizas de su pueblo por cuadernos y folios. No le dije nada acerca de los montones de documentos apilados en los sótanos del Alcázar de Toledo, seguramente se podrían aprovechar muchos de ellos para escribir en su reverso. El verme involucrado en una operación entre Ródenas y Benaquiel, y el tener que soportar sus inútiles comentarios sobre la literatura y la historia respectivamente, no formaba parte ni de mis prioridades.

Por suerte Cintia pronto se incorporó a nuestra conversación. Por desgracia les invitó a compartir nuestra cena. No me preocupaba tanto su presencia por el aburrimiento que su conversación me podía provocar, siempre era más entretenido discutir con alguien complejo, como Ezpeleta por ejemplo, que con dos personajes tan intrínsecamente buenos como los hermanos Ródenas, como por el rumbo que inevitablemente tomaría nuestra charla. Sabía, a ciencia cierta, que acabaríamos hablando de los asesinatos.