36.
Aún era de noche cuando llegamos a Toledo, sólo se veía su masa negra en contraste con el cielo poco estrellado y las solitarias luces de la Puerta de Alcántara, el único acceso a la ciudad abierto permanentemente. La necesidad de ahorrar energía impedía que hubiese más iluminación.
Mi primer impulso fue el de dirigirnos a Almagro y desde allí intentar localizar a Cintia y a Pepe Manzano para que me pusiesen al corriente de sus investigaciones y obtener más detalles de la muerte de Antúnez. También cumpliría mi parte del trato con Gonzalerría, llevándole ante Cintia y Begoña. Sin embargo no quería correr el riesgo de perder mi mayor fuente de información. No sabía cuánto tiempo transcurriría antes de que alguien en PeaceMakers echase en falta a Kenyon, de lo que estaba seguro es de que, cuando eso ocurriese la primera acción que tomarían sería la de bloquear sus accesos a la red de información global. Yo no tenía ningún interés en secuestrar a Kenyon como ser humano, nunca lo había tenido, sólo me era importante tanto en cuanto me servía de llave para abrirme las puertas de la Mente Global a un nivel de usuario que, por su posición en PeaceMakers, sería privilegiado.
No podía desperdiciar esta oportunidad, ni echar por la borda los riesgos que habíamos corrido: en Almagro no había una cobertura telefónica fiable, en Toledo sí.
Una vez puesta la rueda, Susie nos acompañó a una especie de almacén que habían instalado en una cueva, que relacioné inmediatamente con la de Ali-Baba. Apilados, sin ton ni son, había una gama de productos muy heterogénea, desde bolsos y zapatos de marcas de lujo, hasta frigoríficos y batidoras, y desde colchones a inodoros.
“No os preocupéis por el desorden”, nos dijo. “Son cosas que requiso a los contrabandistas”.
“¿Qué haces con ellas?”.
“Por lo general van a parar al Zoco de Córdoba o al de Ronda, que es a donde hubiesen llegado, en cualquier caso, si no me las hubiese apropiado. De vez en cuando hago limpieza y entrego todas mis existencias a los alcaldes de esas ciudades y ellos se encargan de sacarles partido. Los bienes se aprovechan pero, en vez de beneficiarse unos cuantos contrabandistas, lo hace la comunidad en general”, explicó Susie.
Kenyon no llegaba a entender aquel procedimiento, pero tuvo el suficiente sentido común como para no abrir la boca.
Cargamos unos cuantos bidones de gasolina en el maletero del coche y nos aprovisionamos de comida y agua. No quería tener que parar más de lo necesario en nuestro viaje. Nos despedimos de Susie y Gonzalerría tomó el volante, mejor dicho, no dejó que yo lo tomase.
“No sé si Susie tiene razón al decir que montas mal a caballo, pero es imposible que lo hagas peor que conducir”, me dijo.
“Es la falta de práctica. Yo no soy chofer”. No se me ocurrió nada más inteligente para contestarle.
Gonzalerría se concentraba en la carretera. Al poco tiempo cayó la noche y Kenyon se quedó dormido en el asiento trasero, exhausto, sin duda, por las fuertes emociones que le habían deparado el día, en comparación con su rutina habitual, y también, con tranquilidad que le suponía saber que no moriría inmediatamente. Yo intentaba ponerme cómodo, pero el brazo izquierdo se me estaba agarrotando de nuevo y no conseguía encontrar una postura para que no sintiese molestias. Finalmente, con el ronroneo del motor y el monótono paisaje, se me cerraron los ojos. Gonzalerría no me despertó hasta que avistó Toledo, seis horas más tarde.
Dicen que el sueño es un gran reparador, pero ése no era mi caso. Tenía la cabeza en una nebulosa y no era capaz de concentrarme. La mitad de mi cuerpo estaba entumecida y a duras penas podía moverme sin sentir fuertes dolores y calambres. Gonzalerría me tuvo que ayudar a salir del coche, tratándome como si fuese un anciano.
“¿Y ahora?”, me preguntó, asegurándose de que me podía mantener en pie y no me desplomaría delante de sus narices.
“Ahora vamos a ir a una sastrería”, le respondí, congratulándome por mi capacidad de sorprender al grandullón, que se sintió tan desconcertado que tardó unos segundos en decir: “Espero que el sastre sea madrugador”.
Las calles estaban vacías. Según nos dirigíamos al Alcázar por las empinadas cuestas empedradas, los primeros rayos de sol hacían que las sombras más densas de los portales y balcones se volviesen grises, y que, donde antes no se veía nada, ahora se dibujaban los matices de blasones y relieves en las paredes de las casas. Gonzalerría llevaba mi bolsa de deporte y el maletín de Kenyon, este último caminaba a mi lado, disciplinadamente, a lo largo de la Plaza de Armas, situada delante de la fachada principal del Alcázar. Había dejado de estar atemorizado y daba la sensación de empezar a recuperar la compostura, algo poco deseable desde mi punto de vista.
“¿Quieres seguir con vida?”, le dije, en el mismo tono que hubiese podido emplear para preguntarle si quería tomar un café. Mis palabras surtieron el efecto oportuno y volvió a ponerse nervioso.
“De... desde luego”, contestó controlando su tartamudeo.
“De ti depende”, le dije, sin añadir nada más, sembrando la inquietud en su mente y la obligación, por su parte, de obedecerme. Intentó preguntarme varias veces lo que quería de él, pero no le salían las palabras y no hice nada por ayudarle, finalmente consiguió decir: “¿Qué quieres que haga?”.
No le contesté, y mi silencio incrementó su nerviosismo.
“Haré lo que me pidas”.
Le seguí ignorando.
“Lo que sea, haré lo que sea”, empezó a implorarme.
Dejé que su imaginación formase en su cabeza la petición más cruel que podía llegar a hacerle. Kenyon respiraría aliviado cuando, finalmente, supiese el motivo por el cual había sido secuestrado y lo que pretendía conseguir de él. Con esa actitud mental estaría encantado de colaborar conmigo. Al menos eso era lo que yo esperaba.
Golpeé el aldabón de la puerta lateral varias veces, sin obtener respuesta alguna.
“Curioso lugar para poner una sastrería”, comentó Gonzalerría.
Volví a golpear el aldabón con más ímpetu.
“Al parecer los sastres tienen un horario de personas civilizadas”, dijo Gonzalerría, lo que le ganó una mirada de pocos amigos por mi parte. Por fin oí cómo alguien se acercaba a las puertas y hacía girar la cerradura. El funcionario bajito se acababa de despertar, aún así tenía una colilla apagada en la comisura de sus labios, quizá durmiese con ella.
“¿Qué quieren? ¿Saben qué hora es?”, nos amonestó.
“Queremos ver al sastre”, dijo Gonzalerría con sorna, esperando que aquel personaje le soltase una fresca, ante la incongruencia de su orden. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al reconocerme, el funcionario nos invitó a entrar y nos guió por el entramado de cajas y papeles del archivo, hasta llegar a las escaleras que conducían a la habitación de Benaquiel padre. Allí sacó un manojo de llaves y nos abrió la puerta, dejándonos pasar a la estancia que se iluminaba con los primeros rayos de sol de la mañana.
“Gracias y adiós”, le dije a nuestro guía, que sentía curiosidad por lo que estaba pasando allí, y que no tuvo más remedio que irse a regañadientes. Abrí mi bolsa y saqué el Colt, estudiadamente abrí el tambor y lo giré, asegurándome de que Kenyon viese que estaba lleno de balas, después lo dejé encima de la mesa, al alcance de la mano. Pedí a Gonzalerría que me acercase el maletín de Kenyon e invité a éste a sentarse y ponerse cómodo antes de dárselo. Después le dije lo que quería de él. Accedió a hacerlo sin rechistar, no fue necesario volverle a amenazar.
Estábamos en plena faena cuando apareció un Benaquiel padre, recién levantado, duchado y afeitado. Ahogó un grito de indignación por la invasión de sus aposentos en cuanto me reconoció, a pesar de las grandes gafas que yo llevaba puestas en ese momento.
“Bolto, ¿qué haces aquí?”, me preguntó, y, sin darme tiempo a responder, siguió con su interrogatorio, lanzándome preguntas sin apenas respirar.
“¿Por qué estás vestido así? ¿Qué has hecho con mi traje? Esas gafas son muy poco elegantes. ¿Por qué las llevas puestas? ¿Quién es el gorila? ¿Y el señor? ¿Qué está escribiendo? Su traje es de un buen paño, pero la confección deja mucho que desear. También debería plancharlo. ¿Dónde están los gemelos que te dio Vicente?”.
De haberle dejado hubiese seguido así toda la mañana y, ante mi incapacidad para cortar su verborrea, decidí pasar a la acción: saqué el traje de mi bolsa. Al ver su obra maestra, aún húmeda después de su remojón en el puerto de Marbella, agujereada por una bala y rota por la rodilla, con manchas de verdín y hecho un guiñapo por haberlo metido de cualquier manera en una bolsa, conseguí que se callase.
“Me salvaste la vida”, le dije para que se recuperase.
“A cambio de destrozar un traje”, contestó, no dejando del todo claro si el trueque había merecido la pena.
Intenté contestar a todas sus preguntas. Le dije quiénes eran mis acompañantes, la razón por la cual estaba vestido como un turista nórdico, excusé el estado lamentable del traje de Kenyon y, con más dificultad, el funcionamiento de la red de bio-informática que formaba la Mente Global. No me prestaba demasiada atención y no creo que entendiese nada de esto último, estaba más preocupado en valorar los daños sufridos por el traje y las posibilidades de remendarlo, insistió en saber si los gemelos estaban a buen recaudo y sólo se quedó tranquilo cuando los vio en mi bolsa.
“No quedará como nuevo, pero...”, dijo una vez que hubo terminado su inspección.
“Nos quedaremos aquí, encerrados, durante las próximas veinticuatro horas”, le informé. Era el tiempo máximo que, calculaba, iba a transcurrir antes de que se dieran cuenta de la desaparición de Kenyon y bloquearan su acceso informático.
“Sólo necesitaremos agua y comida, y será mejor que nadie sepa que estamos aquí. No quiero interrupciones”.
Mis peticiones no sorprendieron a Benaquiel, algo que me llamó la atención.
“También quiero que Vicente venga a verme inmediatamente, y, dentro de un rato, bajaré a ver a tu hijo al archivo”.
“Yo mismo iré a buscar a Vicente. En cuanto a mi hijo, no sé en qué te podrá ayudar ese inútil. Más le valiera poder echarme una mano en arreglar este desaguisado”, dijo, recogiendo el traje para llevárselo.
Según se iba hacia la puerta, se giró señalando a Gonzalerría y le dijo: “El traje que usted lleva no es digno de ese nombre. Le sentaría mejor un saco de patatas. Nadie se ha molestado en que se le asiente al cuerpo y sólo consigue darle un aspecto de matón de poca monta. ¡Me indigna ver cómo se estropea un buen paño!”.
Consiguió dejar a Gonzalerría boquiabierto y sin opción a contestarle, puesto que salió dando un portazo.
Antes de bajar al archivo quería hacer unas últimas comprobaciones. Esperaba que Benaquiel, el sastre, se equivocase en cuanto a la utilidad de los conocimientos de su hijo.