40.
Estaba dando palos de ciego, yo lo sabía y Kenyon pronto se percató de ello.
“Si me dices lo que buscas, te podría ayudar”, se ofreció.
No podía decirle que perseguía algo que podía no existir, o, por lo menos algo de lo que no había constancia en ningún lugar de la Mente Global.
Intuía que se estaba gestando una lucha de poder dentro de PeaceMakers Inc., los comentarios de Stirling, su presidente, y la presencia de Hans Klein, en Marbella, así lo indicaban. Al mismo tiempo, las conjeturas de Ezpeleta, sobre el funcionamiento de las Marcas Globales, servían para corroborar la intensidad de los complots que tenían lugar en esas circunstancias. No sabía si Stirling y Klein formaban parte del mismo bando, ni la influencia de Belair dentro de las Marcas Globales en su conjunto, ni de la importancia que Marbella pudiese tener en la resolución final de estas guerras internas. De lo que sí estaba seguro era de la inoperancia de un ejército dividido, y éste podría ser uno de los resultados si no se resolvían los conflictos organizativos de PeaceMakers, dentro de sus cauces ordinarios. Mi idea consistía en impedir una solución pacífica a ese enfrentamiento, debía incrementar la beligerancia entre las distintas facciones. No se trataba de un concepto demasiado original; sólo estaba aplicando el viejo lema de divide y vencerás. Pero para dividir me hacía falta más información.
Más allá de las biografías oficiales, la capacidad de acceso de Kenyon me permitió leer los datos más detallados de las carreras profesionales de los ejecutivos de PeaceMakers, extrayendo esa información de los archivos de personal, sin encontrar nada aparentemente fuera de lugar. Analizamos juntos los datos financieros de la sociedad donde quedaban patentes los beneficios que sacaba de una buena guerra y las pérdidas que generaba una posguerra que se alargaba en el tiempo. Finalmente intentamos identificar la existencia de un núcleo de influencia dentro de los accionistas de PeaceMakers, cuyo apoyo pudiese decantar la balanza en un enfrentamiento. La breve descripción que me había hecho el indolente Ezpeleta, tomando el sol en la piscina del hotel, ni siquiera arañaba la superficie de aquel entramado de acciones cruzadas, participaciones opacas y fondos fiduciarios que, a pesar de los intentos de Kenyon, yo no llegaba a entender.
“Hay muchas personas que no quieren que se conozca la extensión de su patrimonio por diversos motivos. Por su seguridad personal, porque su riqueza se origina en territorios fuera del control de las Marcas Globales, por no pagar impuestos, o, porque quieren esconderlo de su pareja para no arruinarse en caso de divorcio. Supuestamente lo guardan en los distintos centros financieros de las Zonas Francas, con cuentas secretas, pero...”.
Le dije que no estaba allí para aguantar sus pausas dramáticas, y que continuase hablando.
“Pero nosotros somos una agencia de seguridad global y tenemos acceso a esos datos, tan confidenciales para sus propietarios”.
Se podía acceder a la información, pero por razones obvias era imposible realizar operaciones a través de aquellas cuentas. Para ello hacía falta utilizar el lapicero Intercambiador de Datos Intransferible, como para todo.
Vi listas y listas de nombres en el cristal de las gafas que llevaba puestas, sus participaciones en PeaceMakers Inc. eran minúsculas en términos relativos, pero de gran valor absoluto para sus propietarios. La gran mayoría no sobrepasaba la centésima porcentual y, por lo tanto, carecían de poder de influencia. Apenas si media docena superaba el dos por ciento, y rastreamos su origen en fondos de pensiones, entidades financieras y otras Marcas Globales, solamente una podía pertenecer a un particular.
“No te sorprenda que el titular de ese tres por ciento sea el propio Stirling, o un anterior ejecutivo nuestro. En muchos casos han amasado grandes fortunas gracias a las opciones de la compañía que les ofrecían por sus servicios”, aclaró Kenyon. También recordé las palabras de Ezpeleta: con un mero tres por ciento de participación se controlaba a una Marca Global. Si Stirling, o alguien cercano a él, tenía esas acciones en su poder, su permanencia como presidente de PeaceMakers no corría riesgos. En caso contrario, si perdía su apoyo, ya podría empezar a buscarse un pasatiempo para su jubilación.
“¿Sabemos de quién son?”, pregunté.
“No. Pero lo averiguaremos”, dijo Kenyon con seguridad.
Se podía haber ahorrado ese alarde, puesto que fue incapaz de descubrir quién era el principal accionista de su empresa.
“No lo encuentro. No está aquí. No lo entiendo”, repetía Kenyon una y otra vez.
“Pues, mira que yo”, le animaba Gonzalerría.
Le había devuelto sus gafas para facilitar su trabajo y movía su lapicero frenéticamente por la tablilla cerámica.
Mi papel se había reducido al de mero espectador, y agradecí la llegada de Vicente a nuestro centro de operaciones accidental y sastrería habitual.
“¿Qué haces aquí? No te esperaba tan pronto”, me saludó.
“No me acostumbraba a ducharme dos veces al día”.
“Me dicen que la comisión de negociación vuelve mañana. Esperaba que tú estuvieses con ellos”.
“También me aburría en Marbella. No había suficiente acción para mi gusto”.
“Según mis noticias no se ha llegado a ningún acuerdo. Las negociaciones están en tablas y hemos, o, mejor dicho, han invitado a los representantes de las Marcas Globales a venir a Toledo para continuarlas”.
“Algo así ha ocurrido”, le contesté, sin darle importancia.
“¿Nos atacarán?”, preguntó, inquieto.
“No te he llamado para hablar de Marbella, ni de guerras”.
“Me lo imaginaba”, me dijo entregándome dos gruesos sobres que llevaba bajo el brazo.
Abrí el primero y no tuve necesidad de ver sus contenidos, reconocí la foto del cadáver mutilado de Eulalia Robledo como página de arranque. El resto de la documentación ya la había estudiado en Marbella, y no tenía necesidad de recordar sus macabros detalles. Sin decir nada devolví el sobre a Vicente.
“No estaba seguro de que lo hubieses recibido”.
“Lo recibí. Como también lo hicieron los agentes de PeaceMakers”, contesté, abriendo el segundo sobre.
La cara de Pedro Antúnez era perfectamente reconocible: su frente cuadrada y sus anchas mandíbulas resaltaban aún más que en vida por el estiramiento que había sufrido su piel desde su muerte, convirtiéndola en una especie de pergamino tensado. No sería posible saber si había muerto sin afeitar o si su barba había seguido creciendo después de perder la vida. Su sombra espesa añadía al aspecto siniestro de la víctima, subrayado por la cavidad de su ojo mal cicatrizada.
41.
Después de haber visto la rápida degeneración del cadáver de Eulalia y los estragos que en él causaron las alimañas y roedores, no encontré lógico que el de Antúnez estuviese en un estado que permitiese reconocerlo a primera vista.
Sin detenerme demasiado, pasé de una fotografía a otra, para hacerme una rápida composición de lugar. En los planos generales se veía cómo el cadáver había sido envuelto con un grueso plástico, del que habitualmente se utilizaba como techumbre en los invernaderos. Esta especie de sábana dura había hecho de mortaja e impedido, o, al menos, retrasado, la corrupción del cuerpo, conservándolo como si de una momia se tratase. Las siguientes imágenes, con el sudario de plástico ya retirado, no dejaban ninguna duda sobre la causa de su muerte. Su camisa estaba ensangrentada y había recibido una serie de cuchilladas en sus costillas, alguna de las cuales le había perforado un pulmón o, incluso, atravesado el corazón.
Aquellas heridas demostraban el ensañamiento del asesino y también su incompetencia. Yo no era ningún experto en el manejo de armas blancas, pero sabía que clavar una navaja en las costillas de una persona no era algo muy eficaz. Éstas actuaban como un escudo protector, haciendo que el golpe se desviase hacia abajo en cuanto se encontrase con sus huesos. Era muy difícil que el navajazo se introdujese exactamente entre dos costillas, permitiendo perforar uno de los órganos vitales, en la mayoría de los casos un ataque de este tipo generaría mucha sangre y pocos daños. Esto era lo que le había ocurrido a Pedro Antúnez, aunque en su caso la persistencia del atacante consiguió acabar con su vida. Una persona con más experiencia hubiese asestado un golpe con su cuchillo justo debajo de la caja torácica, empujando hacia arriba por debajo de las costillas hasta alcanzar el corazón. Con menos sangre y esfuerzo hubiese matado a su víctima igualmente.
Hasta ese momento no encontraba nada especialmente fuera de lugar en aquel asesinato. Alguien, seguramente con motivos más que suficientes, quería vengarse de Pedro Antúnez y, de una forma bastante chapucera, consiguió su objetivo. Una vez cometido el crimen intentó que el cadáver no fuese descubierto, escondiéndolo de una manera tan rebuscada como ineficaz. Investigaríamos el asunto y, con un poco de suerte, encontraríamos al culpable que resultaría ser algún desgraciado a quien Antúnez habría perseguido, maltratado o humillado durante su pequeño reinado de terror.
Únicamente me inquieté cuando en una de las fotos vi, en segundo plano, las piedras de un muro de apariencia medieval. Busqué apresuradamente, entre las páginas del dossier, para ver la ubicación exacta de la escena del crimen: el cadáver de Pedro Antúnez fue hallado en las ruinas del castillo de Salvatierra, en el cerro de El Alacranejo, en pleno Campo de Calatrava.
“No le des una importancia que no tiene”, me aconsejó Cintia unos días más tarde, en unas circunstancias más complejas, cuando intentábamos dejar a un lado nuestro dolor para analizar fríamente los datos que nos aportaba el asesinato de Pedro Antúnez.
“El castillo de Salvatierra está a unos cinco kilómetros de Aldea del Rey; es lógico que fuese asesinado cerca de su pueblo por un vecino de la zona. No le busques tres pies al gato”.
“¿No crees que su muerte esté relacionada con la de las chicas?”, le pregunté.
“No es posible saberlo a ciencia cierta, pero yo te diría que no. En primer lugar se trata de un hombre y no de una mujer. Bellezas en ambos casos. En segundo lugar no se ha dejado su cuerpo en forma de cruz, y no parece ser que se haya seguido ningún tipo de ritual”.
“¿No consideras amortajarlo con plástico como un ritual?”.
“No. No es una manera obvia de efectuar una puesta en escena simbólica. Sigo pensando que es algo oportunista, una manera de llevar el cadáver de un lado a otro sin dejar rastros de sangre ni llamar demasiado la atención”.
Me había empeñado en pensar que los asesinatos de Rosario, Eulalia y Antúnez habían sido ejecutados por la misma persona. Era consciente de la pérdida de tiempo que podía suponer seguir una pista falsa, e intentaba dejar que los argumentos de Cintia me convenciesen.
“Tampoco encaja dentro del marco temporal. Antúnez fue asesinado el 25 de agosto, en cuyo caso hubiese sido la primera víctima, y su cadáver no fue descubierto hasta un mes más tarde. El asesino lo escondió, algo que no se hizo con las otras víctimas, y hubiese podido permanecer allí hasta el fin de los tiempos”.
“Si no llega a ser por el chivatazo”, le interrumpí.
Porque fue con el envío de una nota anónima, desvelando el lugar donde se encontraba el cuerpo de Pedro Antúnez, cuando empezaron a surgir todo tipo de incoherencias. Apareció clavada en la puerta de la alcaldía de Aldea del Rey y su responsable en funciones, y maestro de pueblo, Miguel Rodenas, la envió directamente a la Ciudad Estado de Toledo, donde, Vicente, haciendo uso de su prerrogativa, la redirigió a Pepe Manzano.
No se encontró a la persona que envió la nota. Nadie había visto quién la clavó en la puerta. Ni las pesquisas realizadas por Pepe en la zona, ni la recompensa ofrecida dieron con su autor. Ninguno de los vecinos había estado en El Alacranejo en los días anteriores a la recepción del anónimo, ni habían visto a nadie por los alrededores.
“La envió el asesino”, dije convencido.
“O no”, contestó Cintia, “la pudo mandar cualquier persona lo suficientemente temerosa de meterse en jaleos, o cuyo pavor a Antúnez le condicionaba incluso después de verle muerto”.
“Te equivocas”, le dije, y ahora ya no se trataba de convencimiento, sino de seguridad. “Lee la nota”.
“La hemos leído cientos de veces”.
“Vuelve a hacerlo”.
”El cadáver de Pedro Antúnez está en el cerro de El Alacranejo”, leyó Cintia de un manoseado papel. “Es muy simple y concreta, lo que escribiría una persona para transmitir información. Sin las florituras que se encuentran a menudo cuando un asesino se vanagloria de sus actos”.
“Y yo te digo que sólo el asesino la pudo haber escrito”.
“Demuéstramelo”.
Le enseñé una de las fotos del dossier, que cronológicamente era la primera que se había tomado. El cuerpo de Antúnez estaba enrollado en plástico como si se tratara de un capullo de seda. Indiqué el lugar en que se encontraba su cara. No se podía distinguir su rostro. De haberlo descubierto alguien accidentalmente no hubiese podido saber a quién pertenecía el cadáver. No tuve que explicar nada más a Cintia, que llegó a una conclusión más siniestra.
“El asesino quería que lo encontrásemos. Su motivación va más allá que la simple venganza”.
“También quería darnos la fecha exacta en la que cometió su crimen. El veinticinco de agosto”.