59.

Si no hubiese tenido otras preocupaciones más urgentes, ubicadas en el presente y no hacía cuatro siglos, me hubiese encantado seguir escuchando el relato de Benaquiel. La llegada de su padre frenó momentáneamente su discurso. Después de un fugaz saludo con la mano, y viendo la intensidad con la cual su hijo retomaba la historia, el viejo se acomodó encima de una de las pilas de papeles que formaban el mobiliario de aquel habitáculo. De cara tanto al padre como al hijo, mi partida hubiese sido cuanto menos de mala educación, y no me quedó más remedio que quedarme donde estaba.

“En primer lugar pudimos identificar a los acusadores de Argensola que aquí figuran”, dijo el historiador, extendiéndome una vez más el libro de registro de la Inquisición toledana, y donde yo apenas podía descifrar los nombres de Augustinianus Oñaterra, Rui de Tobalina y Hernán Noceda.

“Agustín Oñaterra había sido, y posiblemente aún fuese, el ecónomo de la Orden de Calatrava”.

Finalmente parecía que nos encontrábamos ante un dato vagamente relevante con el propósito inicial de la investigación histórica.

“Rui de Tobalina era el escriba del mismísimo Torquemada y Hernán Noceda era un hidalgo ayudante de campo de la Reina Isabel. En otras palabras nuestro héroe había sido capaz de granjearse la enemistad de los máximos poderes de Castilla; la Orden de Calatrava, la Inquisición y la Reina. En aquellas circunstancias, aún sin la excusa de las deformidades, que le implicaban en una supuesta relación con Satanás, la vida de Argensola no valía un maravedí. Sin embargo se salvó. De esta manera tenemos dos pequeños misterios sin resolver. En primer lugar debemos encontrar los motivos de las autoridades del momento para querer deshacerse de Argensola y, en segundo lugar, descubrir cómo pudo salir ileso de esa situación.

Dado que Argensola era un contable, con unos conocimientos superiores a cualquiera de la época, y que ya sabíamos de su presencia en el castillo de Calatrava y de la revisión de sus estados financieros, decidimos tirar de ese hilo y pronto encontramos lo que buscamos. En la Rendición de Cuentas de la Orden de Calatrava a la Reina Isabel de 1491, un año antes de que la orden pidiese su independencia para caer en manos de la corona, observamos varias curiosidades”.

Benaquiel se agachó para recoger un voluminoso libro y ponerlo encima de la mesa delante de mí. Empezó a mostrarme con el dedo una serie de números y palabras que no entendía, le dije que tenía plena confianza en él para descifrar aquellos garabatos y que creería a pies juntillas todo lo que me tenía que decir.

“Las cuentas no están firmadas por el Maestre de la Orden como correspondía y como se había hecho en años anteriores, sino por Agustín Oñaterra, el ecónomo. Pero más importante aún, las cuentas estaban llenas de incoherencias según se desprende de las numerosas raspaduras y correcciones que vemos”.

Me las enseñó y esta vez sí pude ver lo que quería decir. Las hojas de grueso papiro estaban marcadas en muchos lugares donde alguien, con un cuchillo afilado, había raspado las cifras originales para reemplazarlas por otras.

“Para mí podrían ser las cuentas del Gran Capitán”, le dije. Mi comentario no le hizo ninguna gracia, lo ignoró y continuó con su relato.

“Inicialmente pensé que Argensola había descubierto un fraude utilizando sus revolucionarios conocimientos contables y que el ecónomo había intentado salvar su pellejo haciendo las correcciones pertinentes y acusándole ante la Inquisición. Sin embargo había demasiada información que no tenía sentido y que no justificaba los deseos de la Inquisición y la Reina para que Argensola desapareciese.

Recordemos que Argensola fue al castillo de Calatrava años antes y dadas sus habilidades podemos asumir que descubrió el desfalco con rapidez. Aparentemente no dijo nada al respecto, manteniendo en secreto todas aquellas irregularidades. Cuando éstas salen a la luz se encuentra con que el ecónomo de la orden quiere verle en la hoguera, con amplios motivos, que la Inquisición también, para que no se divulgue la avaricia de los hermanos calatravos y que la propia Reina Isabel le considera culpable de haber visto mermados sus ingresos. Esta explicación, aunque más compleja, me parece más verosímil y sirvió para enfocar el siguiente paso de mis estudios.

Como bien sabes ninguno de mis colegas ha sabido explicar convincentemente el traspaso de todas las propiedades y ejércitos de la Orden de Calatrava a la corona de una manera tan pacífica, sin ningún tipo de conflicto o revuelta. En el año 1494 el Maestre de la Orden de Calatrava era el general de unas tropas expertas y bien armadas y el señor de un vasto territorio que le generaba unos ingresos superiores a los de la propia corona. Los caballeros calatravos ostentaban un poder considerable y, aunque enfrentados a sus votos monacales, gozaban de la suficiente riqueza como para vivir muy cómodamente. Y dejaron que la Reina se quedase con todo, sin más. No es creíble.

En este sentido mi investigación sobre Argensola nos ofrece una explicación más convincente y de acuerdo con la forma de actuar de la época y de la Reina Isabel la Católica: el chantaje.

Gracias a los descubrimientos de Argensola, la Reina Isabel es consciente de la desviación de ingresos que está teniendo lugar en las haciendas de la Orden de Calatrava. Como buen servidor, éste le mantiene bien informada desde el principio y la soberana toma la decisión de no hacer nada al respecto a la espera de una ocasión más oportuna. Debemos ser conscientes de que en 1492 sus ejércitos estaban sitiando Granada y que los soldados de la Orden formaban parte de sus tropas de choque más aguerridas, un enfrentamiento con ellos, o su retirada, hubiese significado el fin temporal de su campaña de unificación territorial. Simplemente no era el momento para perder el apoyo de los calatravos”.

“Esperó unos años para asestar el golpe que significaría la desaparición de la Orden de Calatrava como poder militar y económico. No he encontrado ningún documento que apoye mi tesis pero estoy convencido que la reina Isabel presentó las pruebas del desfalco al Maestro de la Orden y le dio dos opciones. O bien cedía todas sus posesiones y ejércitos a la corona, con toda dignidad y manteniendo la honra, o, desde el primer mandatario hasta el último caballero, serían acusados de robo, traición y estafa. A la reina Isabel no le convenía realizar un juicio generalizado, con las condenas y ejecuciones correspondientes, puesto que inevitablemente la efectividad de sus tropas se vería afectada y el entramado de control sobre las tierras debilitado. El Maestre de la Orden también pensaría que sería más provechoso, para conservar su cabeza, ceder la independencia y el poder que ostentaba a la corona, de una manera ordenada. En esas circunstancias pronto llegaron al acuerdo que conocemos.

También es lógico que la última Rendición de Cuentas no fuesen legitimadas por el Maestre, de quien la reina poco se podía fiar, sobre todo en asuntos financieros. Esa responsabilidad pasaría al ecónomo, quien, a su vez, debió hacer todas las correcciones necesarias para que los bienes traspasados a la corona reflejasen de una manera, más o menos fiel, la realidad económica de la orden. Las tachaduras y correcciones que te he enseñado darían fe de esto”.

Benaquiel había conseguido atraparme en su relato, tanto como a su padre, que asentía a sus conclusiones.

“Si eso es así”, interrumpí, “¿Por qué quiso la reina deshacerse de Argensola? Fue él quien la había dado la posibilidad de chantajear al Maestre de la Orden de Calatrava”.

“No estoy muy seguro, y voy a seguir investigando. Tampoco sé el papel que jugó el arquero sin dedos en esta conspiración, pero lo averiguaré. Creo que es una figura clave para entender lo ocurrido”.

“No sé si te servirá de algo pero tengo una pregunta que hacerte sobre el arquero”, le dije.

“Adelante”.

“¿Cómo puede un arquero sin dedos disparar sus flechas?”.

Por su cara me di cuenta de que no se le había ocurrido plantearse ese problema. Benaquiel se centraba en el estudio de la política palaciega sin darle ninguna importancia a los pequeños detalles cotidianos de la violencia. Su padre hizo varios gestos con sus manos y brazos, dándose por satisfecho de que no sería tarea fácil sostener una flecha y tensar la cuerda sin utilizar los dedos.

“Sería tan difícil como coser”, sentenció.

“No lo sé. Pero nadie haría referencia a él como arquero si no fuese capaz de usarlo”.

“Otra pregunta”, le anuncié. “Me dijiste que a principios del siglo XIX los pocos hermanos de la Orden de Calatrava que quedaban destruyeron el castillo piedra a piedra”.

“Así es y así consta no sólo en los libros de historia sino en las crónicas de la época. Mira”, me respondió, acercándose a una de las múltiples estanterías que nos cercaban para sacar un libro con tapas de cuero. Buscó durante unos instantes entre sus páginas para señalarme un párrafo específico. Si bien el papel estaba amarillento, la tipografía de las letras impresas era fácilmente legible, se trataba de los bandos y órdenes municipales de los pueblos de Aldea del Rey y de Calzada de Calatrava. En ellos se instaba a todos aquellos hombres de fortaleza que quisieran a ayudar en las arduas tareas de demolición que proponían llevar a cabo los hermanos calatravos, acercando al alto sus carretas de bueyes o caballos para cargar con aquellas piedras que deseaban utilizar para su uso posterior. Se indicaba que el trabajo en el interior del castillo se realizaría únicamente por los miembros de la orden para la gloria de sus antepasados y con el fin de mantener intacta la grandeza espiritual de la Orden de Calatrava.

“Creo que esto lo deja bien claro”, me dijo Benaquiel.

“Nunca he dudado de que los calatravos destruyesen su castillo”.

“Entonces, ¿qué quieres saber?”.

“Sus motivos para hacerlo”. Mi respuesta le sorprendió y enseguida echó mano del libro.

“Aquí lo dice bien claro, para que sean “los propios caballeros de Calatrava quienes destruyan su bastión, irreducto por el enemigo e inviolado por el tiempo”.

“¿Te lo crees?”.

“No hay motivo para no hacerlo. Es una de las muchas acciones románticas que tuvieron lugar en aquella época, por muy ridículas que nos parezcan”.

“No me sirve de explicación”.

“Seguro que tú me darás una mejor”.

“¿Has estado allí? ¿Has estado en el castillo de Calatrava?”, le pregunté.

Bajó la mirada reconociendo que no lo había visitado. Le expliqué las dificultades de acceso y el trabajo que supondría destruir, piedra a piedra, sus paredes.

“Estaban buscando un tesoro”, concluí, lo que le causó una gran carcajada. De repente se paró de reír, algún mecanismo se había disparado en su cerebro entrelazando los numerosos conocimientos y datos históricos que debía tener almacenados allí dentro.

“Joder Bolto”, dijo por fin. “Esto puede ser la explicación”.

“No digas palabrotas”, le amonestó su padre, que se levantaba, dando la clase de historia por terminada. “Y tú, Bolto, ¿te vienes a probar tu traje o no?”.