15.
Nunca había estado en un jacuzzi y tuve que hacer un esfuerzo para recordar la última vez que tomé un baño, tumbado en una bañera con agua caliente sin restricciones, con jabón, sales y aceites. Normalmente me lavaba donde podía, casi siempre en una ducha sin potencia y con la temperatura del agua que variaba entre gélida y tibia, dependiendo de la estación del año. Para mí era un lujo poder utilizar los Baños Municipales de Toledo cada vez que visitaba la ciudad. La situación en la que me encontraba en aquel momento no podía ser desaprovechada. No era habitual que me tratasen como a un alto dignatario en el mejor hotel de uno de los enclaves turísticos más lujosos del planeta; cortesía de la Marca Global Sherahilton, a la sazón propietaria del hotel.
Después de apretar varios botones y de girar unos grifos diseñados para confundir al usuario, conseguí estabilizar la temperatura del agua al nivel óptimo y mantener los chorros y las burbujas que salían de todas partes de aquella piscina en miniatura, con la potencia adecuada. Sin ser demasiado exigente en cuanto a las condiciones físicas, debía reconocer que el estar a remojo en aquel artilugio proporcionaba un placer relajante muy recomendable. Con esta forma de pensar hasta podía presumir de hombre-anuncio en una de las promociones de las Marcas Globales que, sin duda, habían convertido a los jacuzzis en un bien de primera necesidad, para todo aquél que pudiese pagarlos, claro.
Me encontraba cada vez más a gusto cuando, de repente, mi conciencia me dio un incómodo pellizco. Se me había olvidado el motivo de mi visita a Marbella; estaba despilfarrando agua, cuando su carestía era precisamente el problema que se tenía que resolver. Antes de partir de Toledo tuve que visitar a Benaquiel padre, o más bien abuelo, y sastre, para que me pudiese hacer las dos pruebas mínimas requeridas para la confección de un traje a medida. Tal como le había prometido, le presté mi chaleco anti-balas para que pudiese ver la composición de sus materiales. Me lo agradeció de palabra, pero cuando fui a verle la segunda vez lo había descosido y desmontado hasta tal punto que era incapaz de visualizar cómo se podría recomponer aquel rompecabezas de piezas de distintos tejidos para que volviesen a formar parte de la prenda original. Ante mi preocupación, Benaquiel me aseguró que me lo devolvería como nuevo o incluso mejor, ya que él lo cosería a mano con más precisión que la confección seriada a máquina de una fábrica, y, además, me sentaría mejor porque, una vez tomadas mis medidas, no le costaría nada ajustarlo más a mi cuerpo. No me quedó más remedio que fiarme de él; al menos mi chaleco anti-balas me sentaría como un guante, y no pensaba que me iría a hacer falta durante un tiempo en mi nuevo cargo de embajador.
En la primera prueba, Benaquiel me puso una especie de chaleco con una sola manga lleno de hilos y marcas de tizas. Después de tomar mis medidas, hacer más marcas y clavar una docena de alfileres arrancó de cuajo la única manga de la chaqueta murmurando algo en un idioma incomprensible, que me imagino era hebreo. A continuación se dedicó a mis pantalones, que estaban en un estado bastante más avanzado de producción, estiró la cintura de un lado a otro y marcó la zona de la bragueta, corrigiéndola hasta que se quedó satisfecho. Finalmente me dio unos zapatos usados, pero con el brillo que sólo se consigue después de darles varias capas de betún con el cepillo, para acabar frotándolos con una gamuza. Tal como había pedido eran robustos, con cordones y, a pesar de ello, elegantes. Vicente, el bedel y poder fáctico del Ayuntamiento de la Ciudad Estado de Toledo, decidió acompañarme en mi última visita al sastre. Llevaba una caja debajo del brazo y una sonrisa autocomplaciente en la cara. Esta vez Benaquiel había añadido un segundo espejo de pie a su habitación para permitirme verme con el traje en todo su esplendor. Sacó tres camisas de un cajón, una de seda y las otras dos de algodón, confesando que las habían confeccionado su mujer, Sara, y su nuera, Esther. Intuí por su comentario que el gremio de sastres judíos tenía una serie de reglas no escritas, y ciertamente machistas, por las cuales la confección de trajes era algo muy serio y sólo accesible a los hombres, mientras que las camisas eran un bien inferior que se podía dejar en manos de las mujeres. Me desnudé delante de aquellos dos vejestorios para luego volverme a vestir con aquel despliegue de prendas que me habían facilitado. Como si de un prestidigitador se tratase, Vicente abrió la caja que había traído para sacar un par de corbatas de seda, sobrias y bien diseñadas. En la etiqueta se veía que provenían de una de las casas de lujo perteneciente a las Marcas Globales. Le puse mala cara a Vicente, pues no era partidario de ceder ni un ápice y utilizar sus productos de consumo, especialmente los más caros y prescindibles: era cuestión de principios.
“No me mires así”, dijo Vicente. “La corbata más moderna que existe en Al-Andalus tiene más de diez años. Desde entonces no hay más, nadie lleva corbata aquí, como te habrás podido dar cuenta. De algún sitio te tuve que conseguir una para que no desmereciese el traje que te ha hecho Benaquiel y, no te creas, lo suyo me costó. Al final conseguí estas dos de un amigo con contactos en el mercado negro de Ronda”.
No recordaba cómo anudarme una corbata y Benaquiel me ayudó a hacerlo, compaginándolo con una clase práctica para el momento en que lo tuviese que hacer yo solito.
Me miré en el espejo, en los dos espejos mejor dicho, de arriba a abajo, por delante y por detrás y, pecando de vanidad, me gustó lo que veía. Pocas personas me hubiesen identificado con el polvoriento y maloliente jinete que llegó a Toledo hacía apenas un día con sus alforjas, armado hasta los dientes. Me había convertido en un ser respetable y adinerado, por la calidad que se desprendía de mi vestimenta. Era la imagen perfecta de un digno representante de Al-Andalus de cara a los negociadores de las Marcas Globales en Marbella, además mi nueva imagen tenía otras ventajas de las cuales ni Vicente ni Benaquiel eran conscientes. Mi experiencia en la clandestinidad, y también en la Batalla del Guggenheim, me habían enseñado que el mejor camuflaje en un entorno urbano era el vestirse como sus habitantes, en primera instancia, y, en segunda instancia, de la manera más respetable posible. La lógica es muy sencilla: un policía, agente de seguridad o soldado puede dudar un instante antes de abrir fuego sobre una persona trajeada y encorbatada, ya que instintivamente creen que alguien vestido así es inocente o, al menos, inofensivo. Esa duda, esa indecisión antes de apretar el gatillo, puede ser la diferencia entre ser capturado o poder escapar y, entre la vida o la muerte. Aunque a veces tampoco sirve de nada.
Dentro de la elegancia que veía reflejada en el espejo había un pequeño detalle que desentonaba. En su buen hacer, las mujeres de la familia Benaquiel habían confeccionado sus camisas con doble puño y, sin el uso de un par de gemelos para abotonarlos, hacía un efecto raro asomándose por debajo de las mangas de la chaqueta como dos colgajos de tela. Pensé momentáneamente que el sastre pronto improvisaría una solución, cosiendo un par de botones por ejemplo, pero el viejo Vicente había pensado en todo sacando de su bolsillo una pequeña caja de madera muy pulida por el paso del tiempo. La abrió, enseñándonos dos gemelos que reposaban en el forro de terciopelo de su interior. Los cogió y una vez que los hubo dado brillo, de una manera muy exagerada en la manga de su chaqueta, extendió la mano para dármelos. Cada gemelo estaba compuesto por un cuadrado del tamaño de una moneda muy pequeña, con una cadena de cuatro eslabones que lo unían a una barrita cilíndrica que se insertaría por los ojales de los puños para sujetarlos. Eran unas piezas minuciosamente trabajadas por un orfebre orgulloso de su obra, puesto que habían grabado sus iniciales y número en el anverso, tenían una antigüedad aparente y valían su peso en oro, porque lo eran.
“No los pierdas”, me advirtió Vicente.
“Los defenderé con mi propia vida”, le dije con sorna.
“Valen más que eso”, me contestó sin sonreír.
En la cara vista de cada gemelo estaba grabada una cruz en relieve, sus cuatro aspas de igual tamaño terminaban en una especie de flor de tres pétalos truncada. Más tarde supe que su descripción exacta era la de cruz flordelisada. También aprendí entonces que se trataba del símbolo de la Orden de Calatrava.