2.
En la oscuridad se distinguía un cuerpo tendido en el suelo con los brazos extendidos en forma de cruz, era una sombra más. Sabía lo que me esperaba pero aún así, me alegré de no haber desayunado.
La débil luz daba un tono amarillento a toda la estancia, matizando la palidez de aquella persona desnuda, ya sin vida, y el rojo de su sangre. Había sido una mujer hermosa, con el pelo largo, moreno, el cual se extendía en torno a su cara, contraída por un rictus de dolor y de pánico.
En vez de pechos tenía dos agujeros oscuros, marrones de sangre seca.
La sangre que había fluido de aquellas arterias manchaba sus costillas hasta formar un charco viscoso debajo de ella.
Me agaché para ver aquellas lesiones más de cerca. Sus pechos estaban cortados irregularmente, sin precisión, con un objeto cortante pero no lo suficientemente afilado como para dejar unos contornos limpios. La dirección de las heridas indicaba que los cortes se habían hecho de abajo a arriba, que el asesino había puesto el cuchillo debajo de cada seno para irlo cortando y desgarrando hasta llegar a la clavícula, utilizando la fuerza para compensar la falta de filo de su arma. Dentro de aquella masa oscura, entre líquida y sólida, se distinguían los pequeños destellos blancos de las costillas.
Vi los moratones de las ligaduras en sus tobillos y muñecas y su vello público rasurado. Y no quise ver más.
Yo no era ni forense, ni siquiera investigador: la doctora Conde era la experta. Mi trabajo consistía en mantener el orden y, dentro de mis posibilidades, ser el ejecutor de la justicia, pero tampoco necesitaba de sus conocimientos para saber lo que había ocurrido en aquel castillo. El culpable sería ajusticiado: le había cortado los senos estando aún viva, y, casi con seguridad, consciente de lo que le estaba ocurriendo. Después había dejado que muriese desangrada.
Lo que había visto me tuvo que afectar más de lo que pensaba y se debía reflejar en mi cara porque la doctora Conde se acercó a mí ofreciéndome un cigarrillo, olvidándose del desplante que le había hecho. Yo no era fumador pero acepté. Si acaso para distraer el olor a sangre, que sentía que me había impregnado, con el humo del tabaco.
“Organizaré su entierro”, fue lo primero que le dije. “Después encontraré a su asesino”.
Ella bajó la mirada e intuí que tenía otros planes para mí, pero que aún no era el momento de contármelos. Si así era, tendría razón.
Las conclusiones a las que la doctora había llegado no eran distintas a las mías, por lo que no le presté demasiada atención, concentrándome en dar profundas bocanadas al cigarrillo.
“Si hubiese estado muerta su corazón habría dejado de bombear, es la presión que éste generaba lo que hizo que la sangre saliese a borbotones por las heridas de los senos amputados. Habían atado sus pies y manos, los moratones lo delatan, y ella intentó defenderse, sus uñas están rotas como consecuencia de intentar protegerse de su agresor y, también, de arañar el suelo en su agonía. Entró viva y murió allí. Una vez muerta, el asesino soltó sus ligaduras y la puso en forma de cruz, tal como la encontramos”.
“Y se llevó sus ropas”, añadí, pensando que lo había hecho para dificultarnos la identificación de la víctima.
“No hubo ningún tipo de interferencia sexual, ni rastros de masturbación. Sus genitales había sido rasurados con anterioridad y de forma voluntaria, no tenían ni la más pequeña cicatriz de un corte accidental”.
Tenía que reconocer que yo no había llegado a un examen tan exhaustivo. Para algo era ella médico.
En tiempos anteriores, y desde luego, en los territorios bajo la influencia de las Marcas Globales, los procedimientos a seguir hubiesen sido muy distintos. El lugar del crimen se hubiese sellado a cal y canto, y los expertos de la policía científica se hubieran dedicado a peinar la zona para encontrar cualquier huella, pista o descuido del asesino que pudiesen ayudar en la investigación. Hubiesen tomado muestras de los restos encontrados en sus uñas para ver si con un análisis de ADN se podría demostrar la identidad del agresor una vez capturado, el cadáver sería sujeto de una minuciosa autopsia que permitiría saber la hora exacta de su muerte y una descripción más firme del arma asesina. Por desgracia en Al-Andalus no teníamos acceso a nada de eso, había cosas más importantes en las cuales invertir el tiempo y el dinero: como en obtener suficiente comida para que la población no pasase hambre, por ejemplo. La doctora Conde y yo éramos lo mejor que había en este sentido —también éramos lo único— y ninguno de los dos teníamos ninguna experiencia en la investigación de asesinatos.
“No sabría decirte cuándo murió exactamente”, continuó la doctora Conde, “pero, por la viscosidad de la sangre y la rigidez del cuerpo, no más allá de dos días”.
Era un lunes por la mañana. El cadáver fue descubierto el día anterior, domingo, por la tarde: el asesinato había tenido lugar entre el sábado por la mañana y el domingo por la tarde. Bueno era saberlo, aunque con esa ventaja de tiempo el asesino podía estar ya muy lejos, y, en el caso de encontrar un sospechoso, sería casi imposible descartarlo puesto que nadie podría tener una coartada que se prolongase durante tanto tiempo.
Tiré la colilla al suelo y la apagué enterrándola en la tierra. Lo último que me faltaba era empezar un incendio.
“¿Me dejarás las fotos que has sacado?”, le dije, a sabiendas de la escasez de papel fotográfico que sin duda existía, ya que pensé que la situación lo justificaba.
“¿Qué piensas hacer?”, me preguntó.
“Intentaré descubrir la identidad de esa pobre chica. La única manera de hacerlo que se me ocurre es mostrando su cara por los alrededores”.
“¿Y si nadie la reconoce?”
“Extenderé la red, haremos copias y dejaremos que el resto de los Hombres Buenos las vayan enseñando por sus zonas. ¿Se te ocurre algo mejor?”.
Hizo una mueca dando a entender que mi idea no le parecía demasiado efectiva, pero que tampoco tenía otra alternativa. En cualquier caso no me preocupaba demasiado su actitud, yo, por mi parte, estaba convencido de que la muerta pertenecía a aquella vecindad.
“Te sorprenderán los resultados”, le expliqué. “Bien sabes lo difícil que es desplazarse largas distancias en Al-Andalus. No todos tienen acceso a un coche, como tú, mejor dicho, nadie tiene acceso a uno. Esto limita el punto de partida de la víctima, difícilmente pudo venir de muy lejos sin haber hecho noche por aquí cerca y no lo dudes, si es así, alguien se acordará de ella: los viajeros son muy escasos”.
“¿Y eso te ayudará en algo?”. No me gustó la forma en que utilizó el singular, te, refiriéndose a mí, y no el plural, nos, que hubiese sido más normal. Era como si se estuviese distanciando de aquel asesinato y únicamente yo estuviera preocupado por él. Intenté que no notase esta pequeña inquietud que subsconscientemente me había sembrado.
“No creo que llegue tan lejos”, continué. “No he visto ni huellas de coche, ni de carreta. Víctima y asesino llegaron aquí andando o a caballo, y nada me hace pensar que no fuera de forma voluntaria”.
“Curiosa conclusión,” sus palabras resaltaban su escepticismo.
“Simplemente no hay huellas de pisadas de ningún tipo”.
“El asesino las pudo haber borrado”.
“Tal vez. Sin embargo dos personas andando en este terreno pedregoso no dejarían rastro. Nosotros hemos estado entrando y saliendo de la fortaleza y no se nota nada en el suelo. Los neumáticos de tu coche sí han dejado su marca y más o menos se puede seguir tu recorrido, y las herraduras de mi caballo, aunque más difíciles de ver, también se han hundido lo suficiente en algún lugar menos duro como para descubrir las huellas. Vinieron andando, seguro”.
“¿Y ella acompañó a su asesino voluntariamente?”. Era evidente que consideraba mis esfuerzos por recrear lo ocurrido más como un ejercicio de imaginación que como algo basado en el rigor empírico. Quizá tuviese razón pero yo estaba convencido de mis conclusiones y, a falta de algo mejor, las seguiría manteniendo.
“Difícilmente pudo subir por la ladera con la mujer a cuestas. Debe, o debía, de pesar unos sesenta kilos. Muy pocas personas podrían hacerlo”.
La doctora Conde hizo un amago de asentimiento para, de nuevo, volver a cuestionar mis argumentos.
“Aún así, ¿cómo puedes concluir que son vecinos de la zona?”. Sus críticas destructivas estaban empezando a fastidiarme.
“Porque es muy difícil viajar sin llamar la atención. Porque ningún extraño podría saber de la existencia de la intimidad que ofrecía esta sala de antemano y porque no tengo ningún otro punto de partida para empezar a buscar al psicópata responsable de esta carnicería”, me paré un instante, dejándole tiempo para pensar, y añadí:
“Si no tienes ninguna otra idea, te agradecería que me dieses tu cámara de fotos para empezar a trabajar”. Le tendí la mano para que me la diese, pero ella ignoró mi petición. No insistí, tenía que hacerle otra pregunta, quería que me explicase algo que me había inquietado desde que la vi por primera vez en el castillo.
“Doctora Conde”, dije en el tono más formal posible, “¿Cómo llegó tan rápido al lugar del crimen?”.
Yo sabía que yo no había perdido el tiempo en llegar hasta allí. Me había enterado del asesinato la noche anterior en Almagro, ella tenía su residencia oficial en Toledo, a más de cien kilómetros, y no le podían haber informado antes que a mí. A pesar de tener coche, no era posible que hubiese llegado allí antes que yo.
Me respondió de inmediato: “No vine aquí para ver un cadáver”.
Le miré a los ojos, esperando que ampliase su respuesta.
“Te buscaba a ti”, me dijo.
Y a continuación me explicó qué quería de mí.