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Si yo era un mal jinete, Gonzalerría lo era aún peor. Al menos yo llevaba los últimos años cabalgando de un lado a otro, y algo se aprende, pero Gonzalerría no se había acercado a un caballo en su vida.

“¿Eso es un caballo?”, preguntó, con temor. “Parece un elefante”.

Vicente le había conseguido un percherón de más de dos metros de alzada, al que poco le faltaría para llegar a la tonelada de peso.

“Se llama Poli, diminutivo de Polifemo, como el gigante de la mitología. Es fuerte, noble, aunque violento si se le enfada, lento, seguro y poco listo”. Vicente bien podría estar describiendo al propio Gonzalerría y asumí que jinete y montura se llevarían como anillo al dedo. Lo que sí pude comprobar es que era lento; entre la falta de experiencia de Gonzalerría como jinete, y la tranquilidad del caballo, nuestro viaje de Toledo a Almagro se alargó un día más de lo habitual.

Nos habíamos despedido de Vicente y Kenyon, este último se quedaría en Toledo hasta la esperada visita por parte de los negociadores de las Marcas Globales, en principio, como invitado.

“Eneko, no podemos dejar que la muerte de Pepe quede impune”, fueron las últimas palabras de despedida de Soraya. Nuestras desavenencias habían desaparecido; por un lado la doctora Conde, Senescala de la Ciudad Estado de Toledo, se había convertido en Soraya y, yo, en Eneko.

Durante nuestro recorrido por los Campos de Calatrava, reconstruyendo los últimos días de Pepe Manzano e interrogando a cualquier posible testigo, hablé largo y tendido con Cintia de muchas cosas, algunas personales y otras no, pero inevitablemente siempre volvíamos al asunto de los asesinatos.

“Las muertes de Rosario y Eulalia fueron causadas por el mismo agresor. No me cabe la menor duda”, argumentaba Cintia. “Las similitudes son demasiadas para tratarse de coincidencias: dos mujeres hermosas, las amputaciones, los edificios medievales, la posición de los cuerpos. Lo importante es descubrir cuál de estos detalles es relevante o, mejor dicho, cuál es el más determinante. Uno de ellos es el que motiva, o racionaliza, la actuación del asesino. Hasta que no sepamos cuál es no podremos enfocar nuestra investigación, ni saber cuál es nuestro siguiente paso”.

Discutimos sobre la posibilidad de que el asesino de Pedro Antúnez fuese el mismo, dejando patentes nuestras discrepancias.

“¿Y Pepe?”, pregunté.

“En principio no parece que pueda estar relacionado”, dijo Cintia.

“Ha ocurrido en la misma zona”.

“Y poco más. No se distingue ningún ritual. Es un asesinato puro y simple”.

“Para eso no hacían falta cinco cuchilladas”.

“No. A no ser que el criminal quisiese asegurarse de la muerte”.

“¿Por qué crees que le asesinaron?”, pregunté.

“Se trata de, lo que llamaríamos en el antiguo F.B.I., un crimen transaccional. Los motivos del asesinato tienen como objetivo lograr un fin específico”.

“¿Como cuál?”.

“Quitarse a un estorbo de en medio para cometer otro tipo de fechoría. Utilizar la violencia como aviso para aquéllos que se atrevan a seguir sus pasos. Desembarazarse de un testigo, desbaratar una investigación, incluso la venganza sería un supuesto válido”, explicó Cintia.

Si empezaba a hacer un recuento de las personas que, por estos motivos, hubiesen querido liquidar a Pepe, la lista sería interminable. Pero del deseo de querer matarle a conseguirlo mediaba un abismo.

Podíamos estar buscando entre uno y tres asesinos, y no teníamos ninguna idea específica de los motivos detrás de sus acciones. De regreso a Almagro, me sentía tan frustrado como Pepe Manzano cuando siguió el mismo camino por última vez.

Ni siquiera la sonrisa de bienvenida de Begoña, ni el abrazo de su niñera coyuntural, Gonzalerría, pudieron levantarme el ánimo. Tampoco lo hicieron las dos cartas que me esperaban en Almagro. La primera me la enviaba Soraya Conde, quien, en un tono menos imperativo del habitual, me pedía que volviese a Toledo para asistir a las negociaciones con las Marcas Globales, indicándome que Luis Pizarro, procedente de Córdoba, se incorporaría allí a nosotros. La segunda me la enviaba Benaquiel, el historiador.