32.
Instintivamente limpié la pistola; no creo que un baño de agua salada hubiera afectado a su mecanismo ni a sus balas, pero es imposible ir en contra de las costumbres de toda una vida. Había buscado y encontrado la caja de herramientas, presente en toda nave que se precie, y con un trapo y aceite, repasé todas las piezas antes de colocarlas. Mi brazo izquierdo estaba agarrotado y dolorido por el impacto de la bala, lo que no facilitó mi tarea.
No sabía si volvería a mi refugio temporal y metí todas mis pertenencias en una bolsa de deportes, corbata y gemelos incluidos, para vestirme con la ropa veraniega del dueño del barco. Opté por ponerme la camiseta más llamativa y una gorra de béisbol de un verde chillón, fácilmente reconocible. Ignoraba si me seguían buscando, a mí o a mi cadáver, y desconocía la extensión de la cobertura de los circuitos cerrados de televisión utilizados para la seguridad general de toda la zona marbellí, Solo esperaba que los vigilantes se fijasen más en la ropa que en la persona que la llevaba puesta, aunque no fuese muy distinta a la del resto de los turistas que merodeaban por allí.
Tampoco sabía el nivel de vigilancia al que estaría sujeto Gonzalerría.
Esperé a que saliese del hotel y le seguí durante media hora, asegurándome de que nadie le vigilaba. Aún siendo consciente de las limitaciones intelectuales de Gonzalerría, también es justo reconocer que en ciertas circunstancias sabe lo que se trae entre manos, y consiguió sorprenderme. Aceleró el paso casualmente, justo antes de girar una esquina, lo que me obligó a correr unos metros para ver qué dirección tomaba. Se limitó a esperarme detrás del chaflán y a darme un puñetazo en el estómago. No utilizó toda su fuerza ni se había puesto el puño americano: me había reconocido y no quiso hacerme daño, sólo quería dejar claro que me lo podía haber hecho.
“Bolto, ¡menuda sorpresa!”, me mintió, sonriendo. “Creía que se acercaba un carterista o algún empleado de PeaceMakers”.
“Sígueme”, le ordené, y algo debió de ver en mi mirada que le hizo obedecer.
Yo no llevaba dinero y Gonzalerría tuvo que pagar mi desayuno en aquel bar, que no llegaba a ser un antro por estar ubicado en Marbella, alejado del circuito turístico. Nos fuimos cada cual por su lado, con el objetivo claro y unas simples tareas que efectuar.
Me costó mucho más convencerle de lo que había pensado en un principio.
“Explícale a tu jefe, Ezpeleta, que estarás conmigo unos días y si te pone alguna traba, le señalas que un favor con otro se paga”, le dije.
Sabía de sobra cuál sería el favor que me pediría Ezpeleta y, a pesar de no querer volver a la República de Euskadi, ni siquiera como un héroe mediático, sería el sacrificio que tendría que hacer para conseguir la ayuda de Gonzalerría. Pero, ni por esas, estaba éste dispuesto a enrolarse en mi pequeña guerra.
“No pienso decirle nada a mi jefe”, me contestó. “No sabrá que nos hemos visto, ni que estamos teniendo esta conversación”.
Apelé a nuestra supuesta amistad, lo que le generó una risotada y, finalmente, no me quedó más remedio que utilizar el chantaje emocional.
“Begoña pregunta muchas veces por ti”, le dije. Lo que no era del todo falso puesto que, de vez en cuando, al acostarla en su casa de Almagro, la niña recordaba al grandullón de su padrino, con cariño. Gonzalerría reconoció aquella frase por lo que era, una argucia para apelar a sus sentimientos más privados.
“Eres un hijo de puta”.
“Seguramente. Pero mi intención es que vengas conmigo a Al-Andalus. Allí podrás verla. A ella y a su madre”.
“¿Están bien?”.
“Mejor que tú y que yo. Les daría una gran alegría volver a verte. De verdad”. Intenté dar a mis palabras la mayor ternura posible. Ni le engañé ni le convencí, pero accedió a ayudarme. Para él también Cintia y Begoña eran lo más parecido a una familia que tenía.
Le expliqué mi plan.
“Es una broma”, me dijo.
“Como siempre”, le contesté.
Richard Kenyon era un burócrata y, como buen representante de esa especie, llevaba una vida ordenada en su rutina diaria, lo que suponía que en un momento dado saldría del edificio de PeaceMakers para dirigirse a su casa. No tenía manera de saber dónde vivía, pero un somero reconocimiento del entorno de su oficina y la salida del garaje indicaban que, durante cierta distancia, sólo podía seguir un único trayecto.
No era la primera vez que yo planeaba un secuestro.