7.
Até mi caballo a una de las columnas del soportal del ayuntamiento y entré para subir al primer piso sin encontrarme con nadie, esta vez no tenía a cuatro escopetas apuntándome a la espalda. Abrí la puerta de la sala principal, el antiguo despacho de Pedro Antúnez, y pude comprobar que las cosas habían cambiado, aparentemente para bien.
Media docena de chiquillos estaban sentados, algunos en sillas y otros en el suelo, sus edades variaban entre los más pequeños de unos cinco años y un adolescente a quien ya se le notaba la sombra de la barba. Todos compartían libros y lapiceros. Mi entrada les hizo girarse para ver quién interrumpía su clase antes de mirar al adulto que estaba de pie, delante de una pizarra improvisada, y esperar su reacción e instrucciones. Yo no tuve ninguna duda en saber que se trataba de Miguel Rodenas, maestro del pueblo y principal acusador del antiguo y desaparecido alcalde, y él también debió reconocerme en ese instante. Enseguida dio por concluida la clase, con la alegría y pequeño alboroto que eso conlleva por parte de los alumnos, para dedicarse a mí plenamente, dándome la bienvenida e invitándome a comer a su casa. Agradecí esta última idea infinitamente porque no había probado bocado desde la noche anterior y, entre una cosa y otra, había recorrido a caballo más de cuarenta kilómetros, algo que abre mucho el apetito, a pesar de lo que había visto a primera hora de la mañana.
Miguel Rodenas me cayó simpático desde el primer momento, tenía unos treinta y tantos años y unas gafas cuya montura se había roto y, a falta de repuestos, mantenía sujetas con un trozo de esparadrapo. Era delgado, de media estatura y con un pelo marrón inusualmente largo, tenía la tendencia a hablar mucho y seguido, con el nerviosismo causado por sus ganas de agradar. Me insistía hasta la saciedad que él no había querido reemplazar a Pedro Antúnez como alcalde de Aldea del Rey, que se había puesto en contacto con nosotros porque no se podían aguantar más sus abusos, que él jamás se había planteado la obtención del poder posterior. Sin embargo así había ocurrido, los vecinos del pueblo le habían elegido como su cabeza visible y él se había puesto manos a la obra, sobre todo para asegurar que todo el mundo recibiese suficientes alimentos. No me importaba en lo más mínimo cuáles habían sido sus motivaciones y, si era capaz de mantener el orden y cierto bienestar en su pueblo, me alegraba por ellos, pero tampoco aquello era de mi incumbencia en aquellos momentos. Tenía que saber, cuanto antes, todo sobre Rosario Verdes, gitana y curandera, para poder seguir buscando a su asesino; el resto de las palabras y explicaciones de Miguel eran sólo ruido. Le enseñaría su foto y le interrogaría después de comer, no le quería cortar el apetito.
El exterior de la casa del maestro no la hacía distinta al resto, situada en mitad de una de las estrechas calles del pueblo, constaba de dos plantas, con el salón y la cocina en la inferior y las habitaciones, suponía, en el primer piso. Lo que no esperaba ver era la cantidad de libros que cubrían todas las estanterías, que a su vez cubrían todas las paredes. Más que una vivienda parecía el interior de una librería de viejo, pero sin el olor seco y el polvo que las caracteriza. No me imaginaba a Miguel Rodenas preocupándose por la limpieza de sus libros, ni por mantener a raya el desorden que tal número de volúmenes genera a su alrededor de manera espontánea. Allí se veía la mano de otra persona; una mujer, una madre tal vez. No me puedo resistir a la curiosidad que supone ver los títulos de los libros que pertenecen a otras personas y estuve ojeando durante unos instantes las estanterías que me rodeaban. Había de todo un poco: narrativa, historia, filosofía, incluso algún que otro tomo de matemáticas, lo cual volvía a remarcar mi sensación anterior de que estaba en una librería de libros viejos, también porque eran ediciones de hacía más de diez años, previas, desde luego, a las Revueltas del Dos de Mayo de 2038. Dentro de lo heterogéneo de aquella biblioteca, cabía resaltar el gran volumen de libros de poesía y la desproporción, entre éstos, por su número, de Federico García Lorca. Allí estaban todas sus obras; desde sus ensayos sobre el duende andaluz, a sus nanas, desde sus obras de teatro a sus libros de poesía, y yendo aún más lejos, los títulos se repetían en distintas ediciones y se completaban con una colección, que imaginaba igualmente exhaustiva, de las biografías escritas sobre este gran escritor, y de los múltiples libros escritos estudiando su obra desde su perspectiva literaria. Yo también, hacía muchos años, había disfrutado de los poemas del granadino y, aunque con el paso del tiempo llegué a encontrarlos demasiado costumbristas y llenos de tópicos, sonreí pensando en la inocencia de mi juventud.
“¿Te gusta Lorca?”, le pregunté, dándome cuenta de inmediato que se trataba de una de las preguntas más ridículas que había hecho jamás. Era como preguntar a un alcohólico si le gustaba el güisqui. Una voz de mujer respondió a mis espaldas, era una voz suave que temblaba con inseguridad.
“¿Gustarle Lorca? A veces es lo único que le importa. El resto, el pueblo, los niños, incluso yo misma, parecemos ser una carga que le restamos tiempo para dedicar a sus estudios”.
“Te presento a mi hermana Laura”, dijo Miguel. “Él es Bolto, el Hombre Bueno”, le indicó señalándome.
La blancura de su piel me llamó la atención porque no estaba acostumbrado a ver esa falta de color en los territorios de Al-Andalus, donde, sin quererlo, el sol curtía los rostros de todo el mundo a poco que saliesen a la calle. No llegaba a tener la palidez del enfermo, pero sumándola a su extrema delgadez y su inquieta, e inquietante, forma de mover las manos, no me sorprendería aprender que sus nervios no serían precisamente de acero, y que padecía de algún tipo de afección mental. Difícilmente podía considerarme un experto en temas psicológicos, pero había tenido que aprender a reconocer los síntomas de la presión y del estrés en situaciones límite, no por altruismo, sino para asegurarme de que ninguno de mis colegas perdiese el control de sus actos en un momento crítico, poniendo en peligro nuestras vidas. En Laura se veían todos los signos de estar al borde de un colapso nervioso, si estuviésemos luchando no me fiaría de ella ni para doblar vendajes en la retaguardia. A pesar de su palidez y, sobre todo, de la fragilidad interior que desprendía, sus facciones eran de una delicada belleza difícil de no reconocer. Le sonreí para intentar que no se sintiese agredida por mi presencia, pero creo que ello no sirvió de nada.
Comimos migas en la cocina, con mucho ajo y pocos tropiezos de matanza, algo habitual y a lo que me había acostumbrado en una tierra donde sobran los ajos y escasea la carne de cualquier tipo. El vino local, que antaño hubiese sido merecido de la denominación de origen de Valdepeñas, era joven y lo suficientemente áspero como para contrarrestar el intenso sabor a ajos de nuestro único plato.
“¿Has venido a controlarnos?”, me preguntó el maestro. “Aunque sea yo quien lo diga, creo que la gente está mejor que con el antiguo alcalde. Por lo menos ya no hay miedo”.
No le contesté y le enseñé la imagen menos grotesca del cadáver de Rosario Verdes en el visor de la cámara fotográfica.
“¿La conoces?”.
“Sí, claro, es Rosario”, dijo, para titubear antes de añadir, “pero, parece que está...”.
“Muerta”, terminé yo por él. “Asesinada”.
Miguel no pudo disimular su sorpresa, curiosidad o tal vez preocupación. Laura se acercó para ver la foto por encima de su hombro, y si hubiese sido posible se hubiese vuelto más pálida todavía.
“Claro que la reconozco... La conocía... la conocíamos, lo suficiente como para considerarla como una amiga; una buena amiga”, dijo Miguel.
“Dios mío, Dios mío, Dios mío”, repetía Laura para sí misma.
Me preguntaba si era bueno o malo que Miguel y Laura fuesen cercanos a la víctima puesto que, por un lado, me podrían dar información acerca de ella, pero, por el otro, estarían afectados y poco comunicativos sobre temas personales que podrían ser relevantes. Tampoco me parecía una buena idea pasar a un interrogatorio en toda regla en el caso de Laura, que parecía situarse cada vez más cerca de una crisis nerviosa.
Miguel me hacía preguntas sobre el crimen que yo sistemáticamente me negué a responder, y hubo un momento en que hizo la manoseada pregunta: “¿Sufrió mucho?”. Estuve a punto de decirle que padeció, más o menos, lo que se debía esperar de una persona a quien cortaron los pechos con un cuchillo no demasiado afilado, posiblemente sin haber perdido el conocimiento para después dejarla morir desangrada. Le respondí asintiendo con la cabeza sin entrar en más detalles y, de la manera más sensible de la que fui capaz, les pedí que me respondiesen a una serie de preguntas y que me acompañasen a ver su casa. Yo no era un buen investigador, mis experiencias profesionales habían sido bien distintas, pero era de la teoría que si hacías muchas preguntas a mucha gente, al final alguien respondería algo que llamaría la atención, bien por extraña, inconsistente con otras respuestas o por inesperada. Empezaba pescando con red, indiscriminadamente, para ver si recogía algo.
Mis preguntas iban enfocadas a descubrir todo lo posible acerca de Rosario Verdes y pronto supe que llegó a Aldea del Rey haría unos ocho años, y que había sobrevivido a las epidemias de peste verde que asolaron Almería en aquella época. La enfermedad atacaba el sistema nervioso y no era contagiosa, gracias a Dios, pero tenía un período de incubación muy largo, de varios años, cuando finalmente aparecían sus primeros síntomas, el deterioro de los enfermos y su casi inevitable muerte eran muy rápidos. Murieron a miles y poco se pudo hacer por ellos, se tardó demasiado tiempo en descubrir su origen y más aún en desarrollar cualquier antídoto o medicamento que retrasase su evolución. Corrieron todo tipo de rumores y desmentidos con un gobierno español que, en un principio, minimizaba la gravedad del asunto con explicaciones inverosímiles, para luego ser incapaz de asumir sus responsabilidades y paliar aquel desastre incontrolado. No llegaron a conocerse de forma oficial los orígenes de la enfermedad, porque la peste verde se convirtió en un motivo más para las revueltas del Dos de Mayo y la desaparición del gobierno, pero a nadie le quedaba ninguna duda de que fue la propia tierra, envenenada, quien mató a sus habitantes. Los agentes químicos, cada vez más sofisticados, que se utilizaban en el cultivo de Almería, tanto para alimentar las frutas y verduras como para protegerlas de enfermedades e insectos, provocaron unas reacciones internas en la tierra que no podría sino afectar a todo su ecosistema y finalmente al hombre. Grandes columnas de gente abandonaron los cultivos de Almería, Murcia y hasta de Huelva: cualquier sitio donde la utilización de agentes químicos era habitual se convertía en un lugar de riesgo. Aquellos refugiados sin guerra se esparcieron por toda la península, sin saber a ciencia cierta si ya estaba incubando la enfermedad que les mataría. Rosario Verdes había sido uno de ellos, nadie de su familia pudo acompañarla; sus padres y dos hermanos murieron en el plazo de cuatro días.
Miguel me contó aquella historia y yo le escuché por educación, la había oído muchas veces, y no me decía nada singular acerca de Rosario.
“¿Tenía algún motivo para instalarse aquí? ¿Precisamente en Aldea del Rey?”, le pregunté, mientras salíamos de su casa para ir a ver donde vivía Rosario.
“Que yo sepa, no”.
“¿Ningún familiar, aunque fuese lejano?”, le insistí.
“No. Ni creo que nadie viniese a verla”.
Me resultaba extraño que una persona de raza gitana, donde el arraigo a la familia y al clan es tan poderoso, hubiese podido romper todos los lazos con su pasado. Su respuesta, a la vez, me daba otra indicación, si el asesino no había escogido a su víctima de manera aleatoria, algo que me parecía improbable, se trataba de alguien que vivía en la zona.
Aproveché la habitual búsqueda de las llaves de la casa de Rosario en posesión de una vecina, para hacer las preguntas de rigor. Todo el mundo coincidía en que era una bellísima persona y, aún descontando el efecto de que nadie habla mal de un recién fallecido, me convencieron de que era cierto, y no, no tenía ningún enemigo. Rosario conocía bien las hierbas y los remedios naturales, preparaba medicinas y ungüentos, y sabía dar masajes para aliviar todo tipo de males menores.
El interior de su casa reforzaba estos comentarios; encima de una gran mesa en el centro de la única habitación se encontraban todo tipo de hierbas secas, de frascos con etiquetas escritas a mano y de botellas con aceites y aromas. En una esquina se encontraba una mesa de masaje portátil, aunque no daba la impresión de que se moviese de allí habitualmente. Miguel y Laura habían estado conmigo y, puesto que eran visitantes asiduos, les pedí que me dijesen si veían algo inusual o fuera de lugar: no encontraron nada.
Pasé la mano por encima de la cama de masaje y pregunté de la manera más sutil de la que era capaz:
“¿Sólo hacía masajes terapéuticos?”.
Laura no entendió la pregunta, algo que no le pasó a su hermano que comprendió perfectamente a lo que me refería, por la expresión de indignación que mostró en su rostro. Quiso pensar unos instantes para darme una respuesta que me hiciese sentir empequeñecido, pero al final se conformó con un simple “¿Cómo te atreves a insinuar...?”.
“No insinúo nada”, le interrumpí, “pero si Rosario tenía montado un pequeño negocio de relajamiento sexual, me gustaría saberlo”.
Esta vez fue Laura quien entendió la insinuación y emitió un gritito que tapó con su mano castamente. Ese acto reflejo me era más que suficiente para saber que la virtud de Rosario Verdes estaba fuera de sospecha.
“¿Y novios?”, les pregunté.
El intercambio de miradas entre los dos hermanos fue muy elocuente; Rosario había sido algo más que una buena amiga de Miguel Rodenas y este último también se había percatado de lo que estaba pasando por mi cabeza.
“No es lo que parece”, me dijo.
“¿Qué es lo que parece qué?”.
“Lo que piensas”.
“No sé lo que pienso. Dime tú lo que crees que estoy pensando”, le dije. No quería ponerle las cosas fáciles porque había estado con él durante más de dos horas, comida incluida, hablando de un asesinato y el bueno de Miguel no había creído oportuno decirme que se había estado trajinando a la víctima.
“Piensas que éramos amantes”, dijo Miguel bajando la cabeza, como avergonzado delante de su hermana.
Era una manera muy delicada de expresar lo que realmente estaba pensando yo.
“¿Y no era así?”.
“No, nos gustábamos y nos queríamos, y es posible que con el tiempo hubiésemos ido más lejos”.
Me enternecía su manera edulcorada de describir su relación con Rosario, dignos de una novela rosa de tres al cuarto. Pero la ternura no era mi fuerte.
“¿Te la follaste, o no?”, pregunté directamente.
“¡A ti qué te importa!” hubiese sido una buena respuesta, pero fiel a su línea romanticona, Miguel me respondió que aún no habían llegado a ese punto.
“Lo nuestro iba bien, nos gustábamos. De una manera adulta, sin sobresaltos, dando tiempo al tiempo. Hasta que pasó lo que pasó”, me explicó.
“O sea que ¿al final te la tiraste?”. Creo que se lo pregunté por puro morbo, sin demasiada mala intención, pero mi comentario hizo que su hermana reaccionase.
“Lo que pasó no tuvo nada que ver con mi hermano, sino todo lo contrario. Él intentó impedirlo”, dijo Laura al borde de las lágrimas. Mientras esperaba que uno de los dos me diese más detalles sobre lo que había pasado, pensé que aquellas dos personas hacían una curiosa pareja: Miguel con su gusto por la poesía y romántico en exceso y Laura, enfermiza y nerviosa con tendencia al melodrama.
“Pedro Antúnez se encaprichó de ella”, me explicó Miguel.
Entendí, por aquellas palabras, que aquel tiranuelo pensaba que el derecho de pernada no era algo extinguido en la Edad Media, sino en pleno vigor en el siglo XXI, por lo menos en el pueblo que él dominaba.
“Ella se negó y yo intenté protegerla”, dijo Miguel.
“Como no podía ser de otra manera”, acabé la frase por él.
“Estaba obsesionado con Rosario hasta el punto de hacerle la vida imposible. A veces la intentaba convencer con halagos y flores, y otras veces, las más, con amenazas explícitas”.
“¿Y tú qué hiciste?”.
“Me enfrenté a él. Le afeé su conducta en público”.
No sé si llegaría a la locura de Don Quijote, pero el exceso de lectura de poesía había ablandado el cerebro al buen maestro.
“¿Y qué pasó?”, pregunté, aunque me lo imaginaba.
“Le golpearon y le dejaron tirado en medio de la calle, como a un perro”, dijo su hermana. Lo había imaginado correctamente.
“Después escribí unas notas sobre todas las injusticias que Pedro Antúnez estaba cometiendo en Aldea del Rey y las envié a Toledo”, añadió su hermano.
De modo que las denuncias de Miguel a la Ciudad Estado de Toledo no habían estado motivadas por un altruismo puro, sino por algo mucho más personal y oscuro como son la venganza y los celos. Yo había creído a Miguel cuando me dijo que no quería desbancar al anterior alcalde para relevarle en su puesto y erigirse como nuevo líder de la comuna, y no me había equivocado. Sus motivos ahora me quedaban claros y me parecían incluso más aceptables que los que había utilizado en su primera explicación. Por lo general tengo más fe en la debilidad humana que en su bondad espontánea.
“¿Se la benefició Pedro Antúnez?”, pregunté; Laura me miró con desprecio, desesperándose conmigo.
“No. No lo creo... No lo sé”, contestó Miguel, medio avergonzado, mirando al suelo, ciertamente como caballero andante no había sido un gran éxito. “Y si así fuera, tendría que haberla violado”, concluyó.
“Seguramente”, le respondí antes de hacerle una última pregunta. “En el informe tan detallado que nos mandaste no figuraba que Pedro Antúnez acosase sexualmente a las mujeres del pueblo, ni tampoco le acusaste de violador. ¿Por qué?”.
El autoproclamado maestro se sonrojó antes de contestar.
“No quería mezclar mis intereses privados con los del resto del pueblo”.
Me pareció una explicación muy floja sobre todo porque era precisamente lo que había hecho; había utilizado a las autoridades de Toledo, y a mí particularmente, para desquitarse de la paliza que le había dado Pedro Antúnez y del acoso al que sometía a su posible novia. No quise ensañarme con él en ese asunto porque me acababa de dar la suficiente información como para establecer a Pedro Antúnez como sospechoso principal del asesinato de Rosario Verdes.
Ella se había resistido a sus proposiciones sexuales, haciendo que su obsesión fuese de más a más, negándole algo en un lugar donde él pensaba que lo era todo, que todo le pertenecía. A continuación, de una manera inesperada en la que yo tuve mucho que ver, se vio convertido en un paria tuerto y, al menos así lo esperaba, con el suficiente miedo metido en el cuerpo como para no acercarse por su pueblo. Tenía constancia, lo había vivido en mis propias carnes, de que se trataba de un personaje violento y proclive a la crueldad. Con todo eso, no me costaba mucho imaginarme que perdiese la cabeza, que le diese un ataque sicótico, que personalizase en Rosario Verdes todas sus frustraciones y desgracias, y que acabase con ella de la forma en que lo hizo.
Era obvio que mi proceso mental no significaba que Antúnez fuese el asesino, sino que se trataba de un sospechoso verosímil y en aquel momento era el único que tenía. Mi obligación era encontrarle e interrogarle.
“¿Alguien ha visto a Pedro Antúnez recientemente?”, pregunté a los dos hermanos, que me hicieron ver que no entendían muy bien de que estaba hablando.
“No hace falta que intentes disimular nada con nosotros”, me dijo Miguel. “Todo el mundo sabe que lo ejecutaste”.
“Era un ser cruel y despreciable que no merecía seguir con vida. Solamente por haberle hecho desaparecer de nuestras vidas se te puede perdonar todo, tus vulgaridades, tus groserías, tu falta de sensibilidad. Y también que le matases a sangre fría. No nos tienes que dar ninguna explicación”.
No quise decirles que la última vez que vi a Pedro Antúnez estaba vivo: les hubiese preocupado.