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Nuestra forma de trabajo era incómoda pero nos estábamos acostumbrando a ella. Partía de la base de que la identificación de Kenyon nos daría acceso a información de un alto nivel dentro de la Mente Global y, que ésta sólo se podría conseguir si él era quien utilizaba el lápiz cibernético en todo momento. Sin embargo el receptor de la información debía de ser yo. Habíamos dibujado, con las tizas del sastre, una cuadrícula en la cartulina cerámica que se replicaba en una hoja de papel que yo tenía delante de mí. Me había puesto las gafas y navegaba por su laberinto de información infinita, cada vez que debía seleccionar una palabra, o un menú de los centenares que aparecían delante de mis ojos, indicaba su posición en mi hoja de papel y Kenyon copiaba mi acción en su placa cerámica. Tardamos algún tiempo en sincronizar nuestros movimientos pero, poco a poco, nuestra compenetración era tal que me daba la sensación de que el cursor que se movía en mi visor respondía directamente a mis movimientos, y no en segunda derivada, después de haber pasado por Kenyon.

La predisposición de Kenyon en ayudarme a violar los controles de seguridad de la información perteneciente a su organización era, sin lugar a dudas, forzada por el miedo que había conseguido transmitirle. Sin embargo, cuando vio que los datos que buscaba hacían referencia a la compilación de archivos sobre potenciales asesinos en serie, y sus componentes psicológicos, empezó a ayudarme de forma voluntaria, ofreciendo sugerencias de cómo y dónde profundizar en nuestra investigación.

No quise dejarle ver que eso era precisamente lo que pretendía. Sabía que, de encontrar alguna pista que me sirviese para capturar a un asesino, él no sentiría que había traicionado de manera alguna a su gente. Eso vendría más tarde.

Tampoco quería desanimarle en cuanto a las posibilidades de éxito de nuestra búsqueda, yo había intuido por las palabras de Hans Klein en el camarote de su jefe, que los propios expertos de PeaceMakers ya habían efectuado ese rastreo, sin conseguir ningún dato decisivo.

Pude ver las imágenes de los cadáveres sepultados en el jardín de la casa de la suegra del asesino conocido como el Enterrador de Santa María, y el proceso de investigación que llevó a su captura. Aparecieron delante de mis ojos los complejos entramados, a través de los cuales se protegían las redes de pederastas de Europa Central, y los vídeos de asesinatos filmados que fueron incautados por los agentes de PeaceMakers en Hong Kong. Hubo un momento, cuando analizábamos los sacrificios rituales llevados a cabo por la secta Precursores de la Luz, donde pensamos discernir un vínculo en cuanto a la posición en forma de cruz en los que se encontraron sus víctimas y las nuestras, pero lo tuvimos que descartar, sus miembros, rodeados por las tropas de PeaceMakers se autoinmolaron en la ciudad sueca de Malmö. Incluso pude comprobar que la información accesible superaba las fronteras de los territorios bajo la influencia de las Marcas Globales; habían hecho un seguimiento de la desaparición de niños en Al-Andalus hacía unos meses. Mi nombre aparecía en ese archivo, junto con el de Gonzalerría y Ezpeleta, y aunque no tenían demasiados detalles sobre su resolución, se me atribuía el exitoso cierre del caso.

Pasaba el tiempo y crecía nuestra frustración. Me convencí de que allí no encontraría nada y si las bases de datos bio-informáticos no nos eran de utilidad, quizá fuese el momento de recurrir a los anticuados y viejos archivos de papel que se encontraban bajo nuestros pies. Iría a ver a Benaquiel, el historiador.