SESENTA Y CINCO
Toby tenía razón. Finn fue mi primer amor. Pero él, Toby, fue el segundo. Y aquello poseía una tristeza que se extendía como un gélido riachuelo a lo largo de toda mi vida. Probablemente, mi firma acabará consolidándose, y las campañas de la declaración de la renta llegarán y se irán. Algún día acabaré guardando las botas medievales al fondo del armario y empezaré a ponerme playeras y vaqueros como todo el mundo. Igual crezco algo más, o igual no. Igual me convierto en la Reina Loba de las Regiones Remotas, o igual me quedo en June Elbus, Reina de los Corazones Celosos. Igual me paso la vida sola, esperando que aparezca alguien que sea solo la mitad de bueno que Toby o Finn. O incluso un cuarto de bueno. O igual no. Igual yo ya sabía que no sirve para nada esperar algo así. Igual estoy destinada a enamorarme siempre de personas que no puedo tener. Igual existe un surtido entero de gente imposible esperando a que yo los encuentre, dispuestos a hacerme sentir la misma impotencia una y otra vez.
Pero bueno, supongo que es lo que me merezco. O no. Eso sería poca cosa. Me merezco algo mucho peor.
Toby durmió en el sofá de nuestro salón. Las Greta y yo del cuadro y las Greta y yo de verdad cuidamos de él toda la noche. Durmió tapado con todas las mantas de nuestras camas, mantas con arcoíris, globos y con Holly Hobby con su enorme sombrero de paja con un lacito. Durmió sin que le quitáramos los ojos de encima.
Greta me había esperado levantada. No dijo nada cuando vio que traía a Toby. Me hizo un ligero gesto con la cabeza para que supiera que lo entendía. Pasamos casi todo el tiempo en silencio, pero de vez en cuando Greta canturreaba fragmentos de canciones que le venían a la cabeza, y cada vez que lo hacía asomaba una sonrisita en la comisura de los labios de Toby. De modo que mi hermana seguía cantando. Canciones de South Pacific, de James Taylor y Simon & Garfunkel. Procurábamos hablar en voz muy baja, y aparte del suave y dulce canturreo de Greta, apenas dijimos nada. Yo estuve sentada en una silla junto al sofá, posando de vez en cuando la mano en la frente febril de Toby. Como él probablemente hizo con Finn.
Y entonces, el mundo empezó a despertar. Ante la primera señal de claridad, Greta corrió las cortinas, dejándolas tan pegadas que no se colaba ni una rajita de luz. Pero incluso sin luz, el día estaba comenzando. Se oían portazos de coches. Neumáticos resbalando en senderos de gravilla. El radio-despertador de mis padres, la voz seria de los presentadores de 101 WINS, todo noticias, todo el día. La puerta del baño se cerró, luego volvió a abrirse, y a continuación hubo pasos en zapatillas bajando por la escalera.
—Deja que yo… —dijo Greta.
—No. —Sacudí la cabeza, y acerqué la silla aún más a Toby. Quería que todo resultara evidente y directo. Quería que mi madre bajara y viera mi mano en la cabeza de Toby.
Y así fue. Se detuvo en la escalera, con la bata puesta, entornando los ojos para ver mejor en la penumbra del salón.
—¿June? —dijo, y eso fue todo, porque nos miró a mí, a Toby y a Greta, y no hubo nada más que decir. Ahí tenía toda la historia. Se llevó la mano a la boca, y luego volvió a subir en busca de mi padre.
Después de aquello, hubo una larga charla. Tuvo sus momentos de enfado, momentos hirientes, pero en su mayor parte fueron solo preguntas. Cuando concluyó, ya no quedaba nada por decir. Los dos comprendieron que Toby había sido mi amigo.
Por un largo rato, estuvimos los cuatro en el salón, sumidos en ese frágil silencio que solo he percibido en iglesias y bibliotecas. Esa clase de silencio que todo el mundo procura no romper. Contemplamos el pecho de Toby subir y bajar, subir y bajar, la única prueba de que seguía con nosotros.
Fue mi madre la primera en levantarse. Cruzó la habitación, se arrodilló junto a Toby y posó una mano en su cabeza. Observé cómo le pasaba los dedos sobre el pelo suave como plumón, y aunque estaba de espaldas a mí creo que la oí decir: «Lo siento». Quiero creer que eso fue lo que oí. Necesitaba saber que mi madre comprendía que ella también formaba parte de aquello. Que todos los celos, la envidia y la vergüenza que arrastrábamos era, en cierto modo, nuestra enfermedad. Una enfermedad igual que el sida de Toby y Finn.
Al final, solo quedamos nosotras dos en la habitación. Mi madre y yo. El cuerpo de Toby se detuvo, y mi madre estiró el brazo y me posó la mano en el hombro. Así fue cómo acabó la historia de una persona.
Aquella noche, más tarde, bastante después de que se hubieran llevado el cadáver y todos estuvieran dormidos, vi algo que solo le he contado a Greta. No podía dormir, así que bajé la escalera en silencio. El salón estaba a oscuras, a excepción de una lámpara en una mesa cerca de la chimenea. A su lado, sentada en una silla del comedor, estaba mi madre. Tenía un fino pincel en una mano, y en la otra la tapa de plástico de un tarro de helado, que usaba a modo de paleta. La observé en silencio, sin que me viera, mientras mojaba delicadamente el pincel en la pintura. Vi cómo ladeaba la cabeza y ojeaba el retrato antes de tocar con su pincel el lienzo, exactamente igual que Finn. Permanecí allí, sin dar crédito, viendo cómo mi madre aplicaba pinceladas en el cuadro. Por la mañana, me levanté la primera para ver qué había hecho. Alrededor de mi cuello había un intrincado collar de plata pintado con perfección. En el dedo de Greta, un anillo de plata con su piedra astral.
A veces me digo que no fue algo tan malo. Ser la responsable de la muerte de alguien que, de todos modos, se estaba muriendo. Asesinar a una persona que ya casi estaba muerta. Eso es lo que en ocasiones intento pensar, pero nunca funciona. Dos meses son sesenta días, 1440 horas, 86 400 minutos. Yo era una ladrona de minutos. Se los robé a Toby y me los robé a mí misma. A eso se reduce todo. Mi familia seguiría pensando por siempre que Toby fue un asesino, pero nunca sabrían lo mío. Jamás se imaginarían que había una asesina de verdad viviendo en su propia casa. No importaba que Toby me hubiera perdonado de manera auténtica y sincera, que se hubiera ido de este mundo sin guardarme ningún rencor. Nada de eso cambiaba las cosas. Hay unos botones negros muy oscuros tatuados en mi corazón. Los llevaré por el resto de mis días.
Pero hay otro rincón en mi corazón que sabe que finalmente cumplí mi promesa. Fui yo la que cuidó de Toby hasta el mismísimo final, la que se quedó con él para que no estuviera solo. Como Finn hubiera querido. Y, a veces, cuando no quiero estar triste, pienso que con eso es casi como si compensara lo otro.
Lo que sí sé es que he perdido mi superpoder. Mi corazón está roto, se ha reblandecido, y otra vez soy normal. Ya no tengo amigos en la ciudad, ni uno. Antes pensaba que tal vez me gustaría ser halconera, pero ahora estoy convencida de ello, porque necesito descubrir el secreto. Necesito adivinar cómo conseguir que las cosas vuelvan volando a mí, en lugar de escaparse por el aire.
Finn había dispuesto las cosas de modo que cuando Toby muriera, Greta y yo nos quedásemos con todo, incluido el piso. A veces me imaginaba nuestras vidas en el futuro. Las dos encaminándonos en direcciones diferentes. Universidad, maridos y niños. Igual viviríamos separadas por miles de kilómetros. En países distintos. Continentes distintos, incluso. Hasta me imaginaba más adelante, cuando fuéramos ancianitas. Encorvadas abuelitas con grandes bolsos, gafas y chales de punto. Me imaginaba que las dos, pasados todos esos años, en el futuro, volvíamos al piso de Finn. Nuestro rincón secreto. El sitio que Finn y Toby nos dejaron.
Pero aquel cuarto del sótano, aquel pequeño lugar mágico, sería solo mío para siempre. Encontré la copia de Toby de aquella estúpida foto que nos hicimos en Playland y la enmarqué. Después la colgué en la pared del cubículo. Es la única vez que he vuelto allí. Bajé en el ascensor sin nada de miedo, ni una gota. Toby me dijo una vez que cuando él y Finn se enteraron de que tenían el sida, en lugar de sentirse heridos y condenados, ya sin tiempo por delante, sintieron justo lo contrario. Se sintieron todopoderosos, como si nada pudiera afectarlos. Igual se me había pegado algo de eso, porque cruzando el sótano, entre aquellos tétricos colchones y pasillos oscuros, solo me sentía fuerte y dura. Quería gritar: «¡Venid a atraparme!» Sabiendo que nada podría atraparme.
No hubo funeral por Toby. Y él no quería que lo enterraran. Me lo dijo una vez, bromeando. «No me veo muy de tumbas», dijo. Y probablemente yo le dije que tampoco lo veía muy de cenizas. Algo así. No lo recuerdo exactamente.
Siempre me pregunté dónde estaban las cenizas de Finn, y tras preguntarlo cien veces, mi madre finalmente reconoció que las tenía ella. Estaban en una bonita urna de madera pulida que guardaba en la balda superior de su armario. Me la imaginé sacando esa urna de madrugada. Me la imaginé pasando la mano por sus suaves curvas. Me la imaginé diciendo cuánto sentía lo mal que se había portado con Toby. Cuánto sentía cómo habían salido las cosas. Me imaginaba esas cosas porque lo necesitaba. Necesitaba creer que todo lo que mi madre había hecho fue por amor. Porque eso lo podía entender y perdonar. Me hacía creer que tal vez un día yo también sería capaz de perdonarme mis errores.
En lugar de un funeral de verdad, Toby fue incinerado, y entonces por fin tracé un plan. Quería devolvérselo a Finn. Quería que los del crematorio abrieran la urna de Finn y echaran las cenizas de Toby en las de mi tío. Pensaba que mi madre se opondría, pero no lo hizo. Dijo que le parecía una buena idea, que era lo mínimo que podíamos hacer. Lo mínimo que las dos podíamos hacer. Y después de hacerlo, sentí que, por una vez, había hecho algo bien del todo.
Ahora, cuando voy al bosque, siempre me encamino por el arroyo hasta el alto arce. Correteo por allí, como Toby debió de hacer aquella noche de tormenta, y luego me agacho y me arrastro por el suelo. Porque, ¿y si hay alguna pista? ¿Y si hay un trozo de chicle de fresa todavía envuelto en su papel ceroso, o un librito de cerillas descolorido por la humedad, o un botón caído de un enorme abrigo gris? ¿Y si enterrada bajo todas esas hojas estoy yo? No esta yo, sino la chica con el viejo vestido Gunne Sax y la cremallera negra abierta. La chica con las mejores botas del mundo. ¿Y si está ahí abajo? ¿Y si está llorando? Porque si la encuentro, seguro que estará llorando. Sus lágrimas contarán la historia de lo que sabe: que pasado, presente y futuro solo son una cosa. Que desde aquí no se puede ir a ningún sitio. El hogar es el hogar, es el hogar.