ONCE

—Si me echas una firma aquí… —El cartero señaló una línea en la parte inferior del formulario que tenía en el sujetapapeles. Llevaba la gorra calada y la visera le tapaba los ojos. Repasó la lista de nombres—. June. June Elbus.

Esto sucedió un par de semanas después del funeral de Finn, una tarde en que yo estaba sola en casa. Asentí y tomé el bolígrafo de su mano, que le temblaba un poco. Al firmar, con el rabillo del ojo vi que el cartero estaba echando un vistazo a la casa. Luego me entregó una caja.

—Gracias —dije.

Él me miró, y por un instante pareció querer hablarme, pero solo sonrió y dijo:

—Ya. Muy bien… June. —Y se dio la vuelta para marcharse, aunque se detuvo otro instante, dándome la espalda.

Iba a cerrar la puerta, pero el cartero seguía allí, sin moverse, como si fuera a girarse. Levantó un dedo como a punto de decir algo, pero no lo hizo. Dejó caer la mano y por fin se alejó.

Fui a mi cuarto y me subí a la cama. Me senté cruzando las piernas con el paquete en mi regazo. La caja estaba toda cubierta de cinta, como si alguien con un rollo de cinta aislante marrón la hubiera envuelto una y otra vez en todas las direcciones hasta hacerla desaparecer. Intenté encontrar una punta de la que tirar, pero no pude, así que recurrí a unas tijeras. No era mi cumpleaños y hacía dos meses de las Navidades. La caja no tenía remitente, solo mi nombre y dirección escritos con un rotulador negro de punta gruesa en la cinta.

Contenía dos rebujos de gran tamaño, uno más grande que el otro. Abrí el pequeño. Mientras iba quitando las capas de plástico de burbujas y papel de periódico, empecé a presentir lo que era. Me lo confirmó un destello azul brillante con dorados y rojo: la tapa de la tetera rusa de Finn. Casi se me cae al suelo. Después de que la hubieran envuelto con tanto mimo, estuve a punto de dejar que se me escurriera entre los dedos. Pasé al paquete grande. Lo rasgué, ansiosa por ver la tetera completa de nuevo.

La última vez que la había visto fue el último domingo que estuvimos en casa de Finn, la vez que Greta no quiso acompañarnos. Aquel día, mi madre y Finn discutieron por la tetera. Él quería que se la quedara, pero ella se negó. Finn se la ofreció con ambas manos, y ella lo apartó de un empujón.

—Deja de comportarte así. Vamos a verte más veces —dijo.

Finn me miró como evaluando si sería conveniente decir la verdad. Yo aparté la mirada. Quería irme a otro cuarto, pero el piso de mi tío era de un dormitorio y solo podía ir a la diminuta cocina, que tenía una puerta batiente como las del Lejano Oeste.

—Danni, acéptala. Hazlo por June. Déjame hacer las cosas a mi modo por una vez.

—¡Ja! Por una vez, dice. Esa sí que es buena. —La voz de mi madre sonaba estridente—. No necesitamos tu tetera, y ya está.

Finn cruzó la estancia y se acercó a mí, con la tetera en las manos.

Mi madre me fulminó con la mirada.

—Ni se te ocurra, Junie.

Me quedé paralizada. Mi madre se interpuso entre Finn y yo, dispuesta a arrebatarle la tetera. Él la levantó por encima de su cabeza e intentó dármela.

En aquel momento me pareció ver el futuro de la tetera. Pude visualizarla hecha añicos en el parqué de la sala de Finn. Vi aquellos relucientes pedacitos de colorines reflejando la luz del sol poniente que entraba por los ventanales. Vi medio oso bailarín, un oso sin cabeza, solo piernas, saltando hacia el techo.

—Vieja tonta —dijo Finn.

Mi madre me había contado que su hermano la llamaba «vieja» desde que eran niños. Y tenían otras bromas secretas. Finn la llamaba «señora vestida de quinceañera», lo cual no era del todo cierto, y luego ella lo llamaba «quinceañero vestido de señor», lo cual era cierto. Finn vestía como un viejo, con jerseys cárdigan de botones marrones, enormes zapatones de abuelo y pañuelos en el bolsillo. Pero le quedaba bien. Le pegaba.

—¡Tonta! ¡Vieja tonta!

Mi madre dejó de intentar quitarle la tetera y esbozó la sonrisita más pequeña del mundo.

—Quizá —dijo, encorvando el cuerpo—, quizá sea eso lo que soy.

Finn bajó la tetera y la devolvió a la cocina. Estaba tan pálido que los colores de la tetera resultaban chillones a su lado. Me hubiera gustado quitársela. Aquello no tenía por qué significar nada. No tenía por qué suponer que no fuéramos a volver a verlo.

—June —me llamó desde la cocina con su voz ronca y desgastada—. ¿Puedes venir aquí un segundo?

Cuando fui a su lado, me abrazó. Luego me susurró al oído:

—Ya sabes que esta tetera es para ti. Sea como sea. ¿Entendido?

—Vale.

—Y prométeme que solo la usarás para servir té a los mejores. —Su voz se quebraba, se partía—. Solo a los mejores, ¿vale?

Su mejilla húmeda rozaba la mía, y asentí sin mirarlo. Se lo prometí. Luego me dio un apretón en la mano, me dejó ir y sonrió.

—Eso es lo que quiero para ti —dijo—. Quiero que solo conozcas a los mejores de los mejores.

Ahí fue cuando me derrumbé y rompí a llorar, porque ya conocía al mejor de los mejores. Él era la mejor persona que conocía.

Esa fue la última vez que vi la tetera en casa de Finn. Y creía que sería la última. Hasta el día que apareció en mi puerta.

Rasgué el resto del paquete y luego dejé la tetera en el tocador. Recogí la tapa que estaba encima de mi cama y me dispuse a colocarla en su sitio. Entonces reparé en que había algo dentro de la tetera. Me pareció un trozo más del envoltorio, pero estaba muy bien doblado. Y tenía escrito mi nombre: «Para June». ¿Una nota? ¿De Finn, quizá? Un aluvión de alegría y temor me subió a la garganta.

Envolví de nuevo la tetera con el plástico de burbujas, pero me quedé la nota. Metí la tetera en la caja y volví a mirarla. Sin remitente ni sellos. ¿Cómo podía ser? Por un instante, tuve la estúpida ocurrencia de que igual había sido el fantasma de Finn quien me la había traído. Pero entonces recordé al cartero. No llevaba ningún distintivo en su ropa. ¿Un cartero con una gorra de béisbol azul oscuro y una chaqueta azul oscura? Mis padres me habrían matado por abrir la puerta a un desconocido. Pero había algo más. Algo en la manera de mirar. ¿Qué era? Algo que me resultaba familiar. Y entonces la bombilla se encendió en mi cabeza: era el tipo del funeral, el que Greta decía que era un asesino. Me recorrió un escalofrío. Había venido hasta la puerta de mi casa.

Recogí la nota de la cama y deslicé la caja al fondo del armario. Bajé la escalera a saltos y me puse el abrigo. Metí la nota en el bolsillo y, aunque estaba oscureciendo, me fui al bosque.