SESENTA
Llamé a Toby a las cinco y media de la mañana del domingo. Solo Greta y yo estábamos levantadas. El teléfono sonó y sonó; pensé que estaría dormido, así que lo dejé sonar. Esperé a que diera veintitrés tonos sin respuesta, y colgué. Estaba claro que no se encontraba en casa, que aún seguía en la comisaría. No me hacía gracia imaginármelo allí, pero no me preocupé. Simplemente, todavía no había vuelto a casa.
Después de tantas horas de charla y brandy con Cream Soda, Greta y yo finalmente caímos rendidas. Me fui a mi cama y dormimos hasta la hora de comer, cuando mamá nos despertó.
Llamó a mi puerta, y luego asomó la cabeza. Me miró de un modo distinto al habitual, como si mirara a otra persona. A una extraña.
—June —dijo. Pronunció mi nombre con tono profesional, pausado pero con determinación—. Tu padre y yo queremos olvidar todo esto y pasar página.
Escuché la voz de Toby en mi cabeza —«Pero ¿qué hay en la página siguiente?»—, y no sé si logré ocultar la sonrisa que debió de brotar en mi rostro.
—¿June? ¿Me estás escuchando?
—Sí, claro.
—Ha concluido el período de la renta, y cuando termine esta semana se habrá acabado South Pacific. Hemos pensado que deberíamos empezar a hacer más cosas en familia. Salir juntos un tiempo, hasta que recuperéis la normalidad. No hemos estado cuando nos necesitabais. Lo sabemos.
Me dieron ganas de decirle que si no hubiera obligado a Finn a mantener en secreto a Toby, nada de esto habría sucedido, pero no pude. Era culpa mía. No tenía sentido arrastrar a mi madre a aquello. Además, comprendía cómo se sentía. Sabía lo peligrosas que pueden llegar a ser las esperanzas perdidas, cómo pueden convertir a una persona en alguien inimaginable.
Pasé todo el día esperando que Greta me ignorara o dijera algo arrogante o malicioso. Intuía que mi hermana querría hacer algo para dejar claro que todo lo que había dicho la noche anterior no iba en serio, pero no lo hizo. Cuando me vio en la cocina, sonrió. Una sonrisa de verdad, auténtica, no de suficiencia.
Después, por la tarde, nos sentamos en el sofá a contemplar el retrato.
—No se lo digas a mamá, pero me gusta —susurró Greta.
—A mí también.
En aquel instante el dorado en nuestro pelo parecía perfecto, y supe que las dos lo veíamos. Nos hacía parecer las hermanas más unidas del mundo. Chicas hechas exactamente del mismo material.