CINCO
Lo que había dicho Greta —que había sabido de la enfermedad de Finn antes que yo— era probablemente cierto. Mi hermana no estaba presente cuando yo me enteré. Ese día se suponía que mi madre me iba a llevar al dentista, pero entonces, sin pronunciar palabra, giró a la izquierda en Main en lugar de a la derecha, y lo siguiente que supe fue que estábamos en la cafetería Mount Kisco Diner. Tendría que haber sospechado desde el principio que había algo raro, porque Greta y yo siempre íbamos juntas al dentista, y en esa ocasión solo estábamos mi madre y yo. Quizá mi madre tenía la esperanza de que no ir al dentista me aliviaría tanto que la noticia de Finn no me caería tan mal. Se equivocaba. Me gusta ir al dentista. Me gusta el sabor del gel de flúor y me gusta que, durante los veinte minutos que paso en la silla del doctor Shippee, mis dientes sean para él lo más importante del mundo.
Nos sentamos en un reservado, lo cual significaba que disponíamos de una gramola para nosotras. Sin que se lo pidiera, mi madre me dio una moneda y me dijo que eligiera unas canciones.
—Algo bueno, ¿vale? Algo alegre.
Asentí. No sabía de qué íbamos a hablar, así que elegí «Los Cazafantasmas», «Girls just want to have fun», y «99 Luftballons». La máquina tenía las versiones inglesa y alemana de esta última canción. Escogí la alemana porque molaba más.
Mi madre pidió un café y nada para comer. Yo, tarta de limón y batido de chocolate.
«Los Cazafantasmas» empezó a sonar mientras yo repasaba las canciones de la gramola, leyendo los títulos uno a uno, preguntándome si habría elegido bien. De repente, mi madre puso su mano encima de la mía.
—June —dijo, parecía que estaba a punto de echarse a llorar.
—¿Sí?
Respondió algo tan bajito que no lo oí.
—¿Qué? —pregunté, apoyándome en la mesa para acercarme a ella.
Lo repitió, pero solo pude ver sus labios moviéndose, como si no se esforzara por que la oyera.
Sacudí la cabeza. En la máquina, Ray Parker Jr. cantaba a todo pulmón que no tenía miedo de ningún fantasma.
Mi madre me indicó el asiento junto a ella y me senté a su lado. Entonces me agarró la cabeza y la acercó hasta que su boca rozó mi oreja.
—Finn está muriéndose, June —dijo.
Podía haber dicho que mi tío estaba enfermo —incluso muy enfermo—, pero optó por decirme directamente que su hermano se estaba muriendo. No siempre había sido así. No era de las que sueltan sin más las crudas verdades, pero quizá esa vez pensó que supondría menos palabrería, menos explicaciones. Porque ¿cómo iba a explicar algo así? ¿Quién podría? Me acercó a ella y nos quedamos así unos segundos, sin querer mirar a los ojos de la otra. Fue como si se produjera un atasco de tráfico en mi cerebro, pese a que había cientos de cosas que supuestamente debía decir.
—¿Tarta de limón?
De repente la camarera estaba ahí, con mi tarta en la mano, y tuve que apartarme y asentir. Miré aquella ridícula tarta esponjosa y feliz, y no me pude creer que apenas unos minutos antes yo fuera una chica a la que le apeteciese algo así.
—¿Cómo se está muriendo? —fue lo que finalmente dije.
Mi madre deslizó su dedo índice por la mesa: SIDA, escribió. Luego, como si la mesa fuera una pizarra, lo borró con la palma.
—¡Vaya! —Me levanté y volví a mi lado de la mesa. La tarta estaba allí mofándose de mí. Clavé el tenedor en ese estúpido y esperanzador merengue y lo abrí en canal.
Luego pegué la oreja al altavoz de la gramola. Cerré los ojos e intenté que todo el local desapareciera. Al comenzar «99 Luftballons», me senté y esperé a que Nena dijera «captain Kirk», las dos únicas palabras que comprendía de toda la canción.