SEIS
En el funeral de Finn, el ataúd no estaba abierto, cosa que todos agradecimos. En especial, yo. Había estado imaginándome sus ojos cerrados, sus párpados de piel fina. Me había estado preguntando cómo iba a controlarme para no abrírselos suavemente con mis dedos. Solo para ver sus ojos azules una vez más.
Se celebró justo una semana después de aquella llamada. Fue un jueves, y nos hizo perder la tarde de clase. Yo estaba casi segura de que Greta accedió a venir solo por eso. También fue uno de los pocos días en mi vida en que pude ver a mis padres no trabajar en temporada de declaración de la renta.
Mi madre trajo el retrato que Finn nos había pintado, porque pensó que sería bonito ponerlo en algún sitio para mostrar qué clase de hombre era, pero cuando llegamos al aparcamiento de la funeraria, cambió de opinión.
—Está aquí —dijo con una voz que era una extraña combinación de enfado y pánico.
Mi padre aparcó el coche y miró por la ventanilla.
—¿Dónde?
—Ahí. ¿No lo ves? Está solo, allí, en la acera.
Mi padre asintió, y yo también miré. En un murete de ladrillo había un hombre sentado con la espalda encorvada. Un tipo alto y delgado que me recordó a Ichabod Crane, de La leyenda de Sleepy Hollow.
—¿Quién es? —pregunté, señalando por la ventanilla.
Mis padres se giraron a la vez para mirarme. Greta me dio un codazo en las costillas y, con su tono más malicioso, dijo:
—Cállate.
—Cállate tú —dije yo.
—Yo no soy la que hace preguntas estúpidas. —Se ajustó las gafas y luego miró para otro lado.
—Silencio. Las dos —ordenó papá—. Esto ya es bastante duro para vuestra madre.
También es duro para mí, pensé, pero no lo dije. Me quedé callada, consciente de que la tristeza que estaba sintiendo no era la normal para una sobrina. Consciente de que Finn no era en realidad mío para tener esa clase de pena por él. Ahora que estaba muerto, pertenecía a mi madre y mi abuela. Ellas eran las que daban pena a la gente, aunque ninguna de las dos fuera tan cercana a él como yo. Para todo el mundo en el funeral yo solo era la sobrina. Miré por la ventanilla y comprendí que estaba en un lugar donde nadie conocía mi corazón lo más mínimo. Nadie tenía ni idea del tiempo que dedicaba cada día a pensar en Finn y, por fortuna, tampoco de qué pensamientos se trataba exactamente.
Mi madre decidió que el acto se celebrara en una funeraria de nuestro pueblo y no en Nueva York, donde vivían todos los amigos de Finn. No hubo discusión. Parecía como si quisiera recuperarlo. Como si estuviera intentando quedárselo para ella.
Mi padre la miró.
—Entonces, ¿lo dejo en el maletero?
Ella asintió, frunciendo los labios.
—Sí, déjalo.
Al final, fue mi padre quien condujo hasta la ciudad para recoger el cuadro el día después de la muerte de Finn. Fue por la noche, y ninguna de nosotras se ofreció a acompañarlo. Mi madre tenía una llave del piso, a la que Finn había atado un lacito de seda roja. Hacía años que la teníamos, pero no creo que nadie la hubiera usado nunca. Mi madre siempre decía que era una de esas cosas «por si acaso». Algo que Finn quería que tuviéramos.
Aquella noche mi padre regresó tarde y dio un portazo al entrar. Escuché su conversación con mi madre.
—¿Estaba él allí? —preguntó ella.
—Por favor, Danni…
—¿Estaba?
—Pues claro que estaba.
Me pareció que mi madre sollozaba.
—Dios. Solo de pensar en él… Una piensa que al final habrá un poco de justicia. Solo un poco.
—¡Shhh! Danni, tienes que dejarlo correr.
—No. No puedo. —Siguió un silencio—. Bueno, ¿dónde está? Lo has traído, ¿verdad?
Mi padre debió de asentir, porque a la mañana siguiente el cuadro estaba en la mesa metido en una bolsa negra de basura. Fui la primera en levantarme y lo encontré allí, como si no fuera nada especial. Rodeé la mesa y luego toqué la bolsa. Pegué mi nariz al plástico, buscando el olor de Finn, pero no había nada. Abrí la bolsa y miré dentro, respirando hondo, pero el olor a plástico químico ocultaba cualquier resto que pudiera haber permanecido en el lienzo. Cerré los ojos y respiré más fuerte, más lento, cerrando la bolsa alrededor de mi cabeza.
—¡Buenas, mongola! —Me dieron una fuerte palmada en la espalda. Greta. Saqué la cabeza de la bolsa—. Si quieres poner fin a todo, adelante, pero deja que nos quedemos el cuadro, ¿vale? Esta historia ya es bastante chunga, como para encima tener otro fiambre.
Fiambre. Finn era un fiambre.
—¿Chicas? —Mi madre estaba en mitad de la escalera, envuelta en su bata de guatiné rosa. Nos miró con ojos soñolientos—. No estaréis haciendo el tonto con el cuadro, ¿eh?
Las dos sacudimos la cabeza. Greta sonrió y dijo:
—Una de nosotras intentaba suicidarse por asfixia, solo eso.
—¿Qué?
—¡Cállate, Greta! —salté, pero mi hermana era incapaz de callarse.
—Me la encontré aquí abajo con la cabeza metida en la bolsa.
Mi madre se acercó y me abrazó tan fuerte que me dejó sin aire. Luego me sujetó a un paso de ella.
—Sé cómo te sientes por lo de Finn, y quiero que sepas, Junie, que siempre, siempre que necesites hablar…
—No estaba intentando suicidarme.
—No pasa nada. No tienes que explicar nada. Estamos todos aquí. Yo, tu padre, Greta. Todos te queremos. —Detrás de mi madre, Greta me miró poniendo ojos desorbitados e hizo gestos de ahorcarse con una cuerda.
No servía de nada discutir, así que me limité a asentir y me senté a la mesa.
Mi madre se llevó la bolsa con el cuadro al piso de arriba. Dijo que necesitábamos descansar del retrato durante un tiempo y que iba a guardarlo en lugar seguro. Esa fue la última vez que lo vi hasta el día del funeral.
Ahora íbamos recorriendo la acera hacia la puerta principal, Greta y yo detrás de nuestros padres. Mi padre se detuvo y puso una mano en el brazo de mi madre.
—Adelántate —dijo, señalando la escalinata de la entrada—. Ve a buscar a tu madre, a ver cómo está.
Ella asintió. Se había puesto su bonito chaquetón de lana negra sobre una falda ajustada también negra y una blusa gris oscuro, y llevaba un sombrerito negro con velo. Tenía buen aspecto, como siempre. Nevaba ligeramente, y los copos se quedaban unos segundos sobre el sombrero antes de fundirse en el fieltro negro.
Mi abuela estaba en el vestíbulo principal, hablando con alguien a quien yo no conocía. No se parecía en nada a mi madre, pero esa es la historia de la rama Weiss de nuestra familia. Parecía como si Finn y mi madre hubieran visto a sus padres y decidido que no querían ser como ellos. Así que por un lado teníamos al abuelo Weiss, un tipo corpulento que había sido militar, y por el otro a Finn, que se marchó de casa para ser artista. Por un lado estaba la abuela Weiss, que se pasó toda la vida cocinando, planchando y poniéndose rulos para el abuelo Weiss, y por el otro, mi madre, que daría cualquier cosa por no tener que planchar o cocinar y que llevaba el pelo cortito para no tener que ocuparse de él. Si esa tendencia se mantuviese con Greta y conmigo, eso supondría que ninguna de nosotras querría trabajar en una oficina, lo cual parecía cumplirse en mi caso. Si las cosas salían como quería, trabajaría en una feria medieval haciendo espectáculos de cetrería. No tendría que preocuparme por trepar en escalafones laborales o conseguir ascensos, porque la cetrería no funciona así. O eres halconero o no lo eres. O las aves vuelven a ti o se escapan volando.
Mi padre esperó a que mi madre entrara en la funeraria. Luego se volvió hacia nosotras. Me fijé en una delgada línea de barba bajo su mandíbula, en un punto que había olvidado afeitarse, y en que ese día tenía el ceño fruncido todo el rato. Como un malabarista que tuviera que concentrarse a fondo para mantener todas las bolas en el aire. No parecía apenado por la muerte de Finn. Si acaso, pensé, actuaba como si hubiera sido un alivio para él.
—Quiero que me digáis si veis entrar a ese hombre, ¿de acuerdo?
Asentimos.
—Hacedlo por vuestra madre y vuestra abuela, ¿entendido?
Volvimos a asentir.
—Buenas chicas. Sé que esto es duro, y las dos os estáis portando muy bien. —Me dio un apretón cariñoso en el hombro, y luego a Greta—. Las cosas se calmarán después de esto, ¿vale? —Asentimos una vez más. Nos miró un momento y luego se volvió para subir de dos en dos los escalones.
Greta y yo nos quedamos allí, en la acera cubierta de escarcha de la funeraria. A veces resultaba muy evidente que yo era más alta aunque ella fuera mayor. Me acerqué a ella y señalé con la cabeza en dirección al hombre.
—¿Quién es ese? —susurré. Estaba casi segura de que no iba a decírmelo, y acerté.
Mi hermana no abrió la boca, solo me hizo un gesto para que fuera hacia aquel tipo. Levanté la vista y vi que el desconocido me estaba mirando fijamente. No a Greta, solo a mí. Se echó hacia delante, como si fuera a levantarse, como si pensara que yo iba a acercarme a saludarlo. Estuve a punto de darme la vuelta y marcharme en la dirección contraria, pero Greta me agarró del brazo y me empujó. Caminamos hasta que estuvimos a unos metros del hombre. Entonces Greta se detuvo, esperó un segundo y carraspeó.
—Es un hombre que no está invitado a este funeral —dijo, lo bastante alto como para que él lo oyera.
Lo miré, y él, que un segundo antes quería captar mi atención, apartó los ojos. Hundió las manos en los bolsillos y bajó la vista a la acera.
—¿Por qué has dicho eso?
—No pienso contarte nada —me contestó.
Greta sabe cosas que yo desconozco por una sencilla razón: se dedica a espiar. Hay sitios en nuestra casa desde los que puedes oír todo. Yo odio esos sitios, pero a ella le encantan. Su preferido es el cuarto de baño de abajo, porque casi nunca se usa, así que nadie piensa que pueda haber alguien dentro. Y si se dan cuenta, puedes gritar «¡Un momento!», antes de abrir la puerta. Para entonces, ya lo has oído todo.
No me gusta escuchar conversaciones a escondidas. Según mi experiencia, las cosas que tus padres te ocultan es mejor no saberlas. No sienta bien saber que tus abuelos se van a separar porque tu abuelo perdió los estribos y le dio una bofetada a tu abuela después de cincuenta y dos años de apacible matrimonio. No sienta bien saber de antemano lo que te van a regalar en Navidad o en tu cumpleaños, de modo que luego tengas que fingir sorpresa aunque se te dé fatal mentir. No sienta bien saber que tu profesor le contó a tu madre en una reunión que eres una alumna normalita en lengua y matemáticas y que deberías conformarte con eso.
Greta echó a correr hacia la puerta de la funeraria. Cuando llegó, se detuvo y se dio la vuelta.
—Pensándolo mejor —dijo en voz alta y clara—. Pensándolo mejor, te lo voy a contar. —Se quitó nieve de la mejilla con la palma de la mano.
Sentí frío y mareos. Siempre pasaba lo mismo con la información de Greta. Yo quería enterarme, pero me daba miedo. Alcé levemente la cabeza.
Greta señaló al hombre y dijo:
—Es el tipo que mató al tío Finn.
Volví la cabeza para mirarlo, pero ya se estaba yendo. Lo único que vi fue a un hombre alto y delgado subiendo a un pequeño coche azul.
Durante el funeral me senté en la primera fila para escuchar todas las cosas bonitas que la gente tenía que decir sobre Finn. El ambiente estaba cargado y húmedo, y las sillas eran de esas que te obligan a sentarte más recta de lo que desearías. Greta no se puso delante con nosotros, prefirió sentarse en la última fila. Cuando me volví para echarle un vistazo, vi que tenía la cabeza gacha, las manos tapándose las orejas y los ojos cerrados. No solo cerrados, sino apretados con fuerza, como si quisiera aislarse de todo aquello. Por un instante, pensé que tal vez había estado llorando, pero no me pareció probable.
Mi madre habló brevemente de cuando Finn y ella eran niños. De lo buen hermano que había sido. Todo lo que dijo fue vago, como si los detalles fueran a apuñalarla si eran demasiado precisos. Después de mi madre, un primo de Pensilvania pronunció algunas palabras. Luego, el encargado del funeral añadió algo más. Intenté escuchar, pero no podía dejar de pensar en aquel hombre.
No quería pensar en cómo pilló Finn el sida. No era asunto mío pensar en eso. Si ese tipo era realmente el que había matado a Finn, entonces debía de ser su novio, y si lo era, ¿cómo es que yo no sabía nada de él? ¿Y cómo estaba enterada Greta? Si mi hermana hubiera sabido que Finn tenía un novio secreto, lo habría aprovechado para burlarse de mí. Jamás desaprovechaba una oportunidad de restregarme que yo sabía menos que ella. Así que había dos posibilidades. O Greta acababa de enterarse de lo de ese tipo, o nada de eso era cierto.
Decidí creer la segunda. Es duro hacer eso, optar por creer una cosa en lugar de otra. Por lo general, la mente toma sus decisiones sola. Pero esta vez la obligué, porque la idea de que Finn no me hubiera contado un secreto como ese me daba ganas de vomitar.
La misa terminó y todos se pusieron en fila para abandonar el edificio. Algunos se detuvieron a charlar en el vestíbulo, pero yo salí directamente y busqué el coche azul. No había ni rastro de él. Ni del hombre. La nieve caía con más fuerza, dejando las calles y jardines blancos e inmaculados. Me subí la cremallera del abrigo hasta arriba y luego miré por la carretera en ambas direcciones, pero no había nada que ver. Se había ido.