VEINTISÉIS
La siguiente ocasión en que vi a Toby, me estaba esperando a la salida de mi instituto. Estaba sentado en el capó del mismo coche azul al que había subido el día del funeral, y de repente caí en que era el mismo que solía ver aparcado delante del edificio de Finn. Siempre había creído que era el coche de mi tío, porque a veces él bajaba y sacaba cosas del maletero, como lienzos o, una vez, un chubasquero verde.
Cuando Toby me vio, se incorporó y comenzó a agitar sus largos brazos como si fuera un náufrago o algo así. Una sensación de alfileres y agujas me recorrió la espalda porque, aunque sabía que estaba mal, me sentí como emocionada al ver que había venido a buscarme.
Era un día fresco y despejado. Acababa de sonar la campana y los chicos salían en manada por las puertas. Por un segundo, pensé en caminar en la dirección contraria, pero tenía que conseguir que Toby dejara de hacerme gestos. No quería imaginar lo que sucedería si Greta lo veía allí, saludándome como si fuéramos amigos íntimos. Eché un vistazo rápido a mi atuendo: mis botas de Finn (bien), una falda larga de pana negra (dudoso) y un jersey granate que mi madre decía que era tres tallas más grande que la mía (bien). Lancé una nueva mirada a mi alrededor y luego corrí hacia el coche, con la cabeza gacha, intentando actuar con la mayor normalidad posible.
Cuando llegué a su lado, Toby metió mis manos entre las suyas como si fuéramos primos que llevan tiempo sin verse.
—Fantástico, June. No pensé que sería tan difícil encontrarte —dijo—. Venga, sube.
Permanecí junto al coche, mirándolo de arriba abajo. Mi cabeza me decía que no debía subirme a un coche con un casi completo extraño, pero mi corazón decía: ¿Y si dentro hay un lápiz caído en el suelo, o una caja perdida de regalices Good & Plenty, o una brizna de pelo rubio, o la marca de Finn en el asiento donde se sentaba? ¿Y si aún queda ahí dentro un único átomo del aire que mi tío respiraba?
Seguía mirando el coche cuando Toby subió. Alargó el brazo sobre el asiento del copiloto, quitó el cierre y me abrió la puerta. Miré hacia atrás. Había chavales cerca, pero no distinguí a nadie a quien pudiera importarle lo que yo hacía. Así que lancé mi mochila dentro y subí.
Olía a tabaco y a frutas del bosque. Frutas del bosque artificiales del chicle que Toby estaba masticando. Llevaba una chaqueta de tweed demasiado pequeña, y por debajo una camiseta verde con grandes cactus estampados. Se veía que esa camiseta la había hecho Finn, y debí de quedarme mirándola embobada, porque Toby se ciñó la chaqueta.
Me dedicó una sonrisa pícara y asintió.
—Sabía que no llamarías.
—Bueno…
—No, no; no te preocupes. Lo entiendo. Para ti no soy más que un extraño. Es culpa mía.
Le ofrecí a Toby un gesto con el ceño levemente fruncido.
—Bueno…, yo también soy una extraña para ti, ¿no? Así que, ¿qué más da?
—Claro que lo eres —dijo, y me miró unos segundos, como pensándose si añadir algo. Luego sonrió y movió la mano en el aire—. Tienes razón. Pero, como dices, ¿qué más da? —Buscó en el bolsillo de la chaqueta, sacó un chicle y me lo ofreció.
—Gracias.
Él miró por la ventanilla.
—Supongo que no ha sido una buena idea… Presentarme aquí, me refiero.
Me encogí de hombros.
—Eres un adulto. Puedes ir donde te dé la gana. —Me arrepentí nada más decirlo. Era algo tan infantil… Esperé a que Toby me dejara en evidencia, pero lo que hizo fue sonreír. Luego se volvió a mirarme.
—Está bien, y tú ¿qué?
—¿Y yo qué?
—Que si tú también puedes ir donde te dé la gana.
Bajé la vista a mi mochila. El corazón se me aceleró. Toda esta historia era ajena a mi vida normal. Allí estaba, en el viejo coche de Finn con ese novio suyo al que toda mi familia parecía odiar. Allí estaba, haciendo algo malo, malo de verdad. Pero cuando alcé la vista, me encontre con la sonrisa cálida de Toby, sus ojos castaños, y un gesto que de algún modo me decía que, si yo respondía que sí, todo iría bien. Pero ¿cómo iba a ir bien? Miré el coche, y al principio no distinguí ningún indicio de Finn. Repasé el salpicadero, el volante y el suelo. Luego me fijé en la palanca de cambios y una sonrisa me iluminó el rostro: pegada encima de la palanca había una manita azul. La mano diminuta de un pitufo. Estiré el brazo y posé un dedo encima. Ahí había algo de Finn que no había visto nunca. Eché un vistazo a Toby y pensé que aquello debía de ser solo el principio. Seguramente habría cientos de cositas como esa —miles, tal vez—, y Toby era mi medio para descubrirlas. Así que asentí con un ligero movimiento de la cabeza.
—Pues claro que puedo —dije—. ¿Por qué no voy a poder ir donde quiera?
La sonrisa de Toby se ensanchó y dio unas palmaditas en el volante como si fuera la mejor noticia que hubiera recibido en años. Y eso me sentó bien, hacer feliz a alguien. No hay mucha gente que se entusiasme tanto con un simple gesto de mi cabeza.
Por la ventanilla vi a Diane Berger, que iba a mi clase de matemáticas, avanzando por el aparcamiento en nuestra dirección. Me hundí en el asiento.
—Oye —dije—, ¿podemos ir a algún otro sitio?
—Sí, claro. —Toby arrancó el coche y las ruedas rechinaron al apartarse del bordillo. Me hundí más todavía en el asiento y él rio—. ¡Uy!
Atravesamos el centro de la ciudad. Dejamos atrás la iglesia luterana y el 7-Eleven y salimos a Youngstown Road. Toby tomó la vía rápida Taconic en dirección sur.
—Bueno…, estaba pensando… ¿qué te parece ir a Playland?
—¿Playland? ¿El parque de atracciones? —dije.
—Sí, pero no a las atracciones. Hay más cosas.
—¿Como qué?
—Ya lo verás.
La Taconic es una carretera muy estrecha y Toby no era un conductor demasiado bueno. Iba a toda velocidad, y tan pegado al guardarraíl que varias veces tuve que cerrar los ojos. Me agarré con fuerza al asiento. No llevaba reloj ni dinero. Lo único que tenía era mi mochila, con mi libro de geometría y un comentario de texto muy corto sobre Matar a un ruiseñor con el que había sacado un notable alto.
Una lista de las preguntas que quería hacerle a Toby empezó a formarse en mi cabeza, pero cuando lo miré, dispuesta a empezar, comprendí lo estúpida que iba a sonar. Ya tendría que conocer las respuestas. Se suponía que alguien debería haberme contado esas cosas. Entonces recordé el artículo que le había enviado a Toby, y allí, sentada en el pequeño coche con él, sentí vergüenza por haber hecho algo así.
—Lamento lo del artículo. Estuve mal.
Los dedos alargados de Toby aferraron el volante con más fuerza.
—No fue así como sucedió —dijo—. Solo quiero que lo sepas.
Pensé en preguntarle cómo había sucedido exactamente, pero creo que no me apetecía oír la respuesta. Así que cambié de tema.
—¿Este coche era de Finn? —Me pareció una pregunta bastante sencilla, pero Toby tardó en contestar.
—Bueno, supongo que fue él quien lo compró —dijo por fin—. Pero principalmente era mío. Finn no sabía conducir. ¿No lo sabías?
Intenté ignorar ese «¿No lo sabías?», aunque me sentó como si me clavaran un alfiler.
—De modo que eras tú el que conducía —dije—, si los dos salíais juntos por ahí.
Toby asintió.
—Sí. Bueno…, técnicamente, no tengo un permiso de conducir americano, pero sé conducir. No tienes que preocuparte.
—No estoy preocupada. Era solo una pregunta.
Pasé la mano por el asiento bajo mis piernas. Finn se sentaba justo ahí. Sus dedos se habrían agarrado con fuerza al asiento en el mismo sitio que yo tocaba. Me entraron ganas de husmear en la guantera, pero no sería correcto, así que bajé mi ventanilla. El cielo lucía tan radiante y ahí iba yo, en coche por la carretera con Toby, sin que nadie en el mundo supiese dónde me encontraba. Quería tocar el viento.
—Eres inglés, ¿verdad? —pregunté.
Toby respondió, pero con tanto viento no le entendí, por lo que subí la ventanilla.
—¿Qué?
—Solo una mitad.
—¿Y la otra mitad?
—Mi madre era española.
—Ahora lo entiendo.
—¿Qué entiendes?
—Tus ojos. Son muy oscuros.
—Ojos de chucho mestizo.
—No —dije. Miré por la ventanilla unos segundos y sin girarme añadí—: A mí me gustan.
No sé por qué dije eso. Yo nunca digo cosas así. Me estiré el jersey por debajo de las rodillas. Miré a Toby y lo pillé sonriendo, aunque intentaba ocultarlo.
Nos metimos en la 287, una carretera más ancha que no daba tanto miedo como la Taconic. Agarré con menos fuerza el borde del asiento. Toby aceleró y, sin poner el intermitente, se cambió al carril izquierdo para adelantar a un gran camión de supermercado.
—¡Eh! Te he traído una cosa. Mira en el asiento de atrás.
Me di la vuelta. En el asiento había una carpeta negra.
—¿Esto?
—Sí —dijo, apartando la vista de la carretera.
—¿Qué es?
—Tú mira.
Abrí la carpeta lentamente, separando con cuidado las tapas y preparándome para lo que pudiera encontrar dentro. Al instante vi que eran bocetos. Los bocetos de Finn. Miré a Toby. Sonrió y señaló la carpeta con la cabeza.
—Adelante —me animó.
La primera página estaba llena de dibujos de rodillas a lápiz. Rodillas con un trocito de pierna por encima y por debajo, cada una orientada en una dirección ligeramente distinta. Cada boceto solo contenía unos pocos trazos, pero aun así eran mejor que cualquier cosa que yo pudiera dibujar. La siguiente hoja estaba repleta de codos; unos estirados, otros doblados. Luego una boca. Mi boca. Me di cuenta tras un par de segundos. Regresé a las rodillas y los codos, y después de un segundo vistazo resultó evidente que también eran míos. Míos y de Greta. Pasé más rápido las páginas. Estaba el dobladillo de la falda de Greta, la fina punta de mi oreja asomando entre el cabello, uno de los ojos oscuros de Greta con la curva de su ceja. Todo éramos nosotras. Cada folio contenía un pequeño detalle del retrato. Greta y yo cortadas en trocitos y metidas en una carpeta.
Seguí repasando los papeles. Llegué a un boceto donde el espacio entre mi brazo y el de Greta, el hueco que había entre nosotras, estaba oscurecido. Finn lo llamaba el espacio negativo. Siempre intentaba hacerme entender eso del espacio negativo. Y yo lo comprendía, podía entender sus explicaciones, pero no lo veía de modo natural. Tenía que recordarme que lo buscara. Que viera eso que está ahí pero sin estar. En este dibujo, Finn había coloreado el espacio negativo y tenía forma de cabeza de perro. No, claro, de cabeza de lobo, erguida, la boca abierta y aullando. No era evidente ni nada de eso. El espacio negativo era algo así como las constelaciones. Esa clase de cosas que tienen que explicártelas para que las veas. Pero Finn lo hacía con mucha habilidad. Estaba todo en el modo en que colgaba la manga de Greta y cómo se doblaba mi hombro. Tan perfecto. Casi hacía daño mirar ese espacio negativo, porque era muy inteligente, el tipo de cosa que solo se le ocurriría a Finn. Pasé el dedo por los bastos trazos de lápiz, y deseé que hubiera algún modo de hacer saber a Finn que lo había visto. Que sabía que había colocado a ese animal secreto justo entre Greta y yo.
Miré a Toby. Había puesto una cinta de Johnny Cash y estaba cantando las dos partes de Jackson. Pensé en enseñarle el lobo, pero me contuve. Finn seguramente ya se lo habría enseñado. No sería ninguna novedad para él.
No hablamos mucho el resto del trayecto. El coche dejó atrás las salidas de White Plains y Harrison, y aunque ya había pasado por esos sitios cientos de veces, aquella tarde me resultaban extraños y desconocidos. Había sido un día normal de instituto en el que estaba a punto de subir al autobús de vuelta a casa, y de repente ahí estaba, en el aparcamiento del Playland con un tipo con chaqueta de tweed que masticaba chicle de frutas del bosque.
Había muy pocos coches y encontramos un sitio libre cerca de la entrada. La chaqueta de Toby se había arrugado de conducir y se la alisó con ambas manos. Al mirarlo a cielo abierto, pensé que tenía más o menos el mismo aspecto de la última vez, excepto quizá en sus ojos, que parecían un poco más grandes.
Toby pagó por los dos, lo cual estuvo bien porque yo no llevaba ni un centavo. Junto a la taquilla había una fuente enorme y ruidosa. Él la miró y luego se acercó a mí, agachándose.
—Lo que quiero enseñarte está justo al final. Prométeme que te gustará, ¿vale?
—No puedo prometer eso.
Sonrió.
—Claro que no. Buena respuesta.
Recorrimos la avenida principal, que se llama Knickerbocker Avenue. Pasamos delante de todas las atracciones en que ya me había montado con Greta. Los columpios voladores, la vieja y desvencijada montaña rusa del Dragón Coaster, el Scrambler, la Araña. Greta siempre quería montar en las cosas más rápidas y que más miedo daban. Yo estaba obligada a subirme con ella, aunque me mareaba más que otra cosa.
Seguimos caminando, y aunque ese día casi no había nadie en Playland, todo el parque olía a palomitas y algodón de azúcar, como si alguien estuviera preparando esas cosas solo por el olor. Solo para que la gente supiera que se suponía que era un lugar para divertirse. Pasamos junto a una fila de máquinas de bolas y por los puestos de tiro donde había muñequitos de palurdos con pinta tétrica que salían de barriles. Toby señaló un pasillo estrecho a la derecha.
—Por aquí —dijo—. Finn me contó que te gusta la historia, el pasado y todo eso, así que…
Una vez más, esa desagradable sensación de que Toby sabía muchas cosas sobre mí, mientras que yo apenas nada sobre él. No parecía justo. En absoluto. Cada vez que pensaba en ello, en Toby y Finn hablando a mis espaldas, sentía un ardiente brote de rabia en el pecho.
Toby se detuvo delante de una taquilla con el nombre «Imágenes de época» pintado en un cartel colgado. El camino que conducía hasta allí estaba flanqueado por tablones de corcho con fotos en tonos sepia de gente vestida con ropas antiguas. Había retratos de familias enteras, o solo de niños, y alguno que otro de un hombre o una mujer solos. Algunos llevaban atuendos del Lejano Oeste. Había un tío con un uniforme de la guerra de Secesión que estaba sentado con el ceño fruncido y con un rifle y una bandera confederada en las rodillas. Y también una mujer en pie detrás de su hija, las dos apretadas en ceñidos vestidos victorianos. Algunas fotos daban el pego, porque no se apreciaba que esa gente no pertenecía al pasado. En otras, resultaba evidente. No por los peinados ni nada, a veces era solo una sonrisita burlona lo que los delataba.
—¿Qué? ¿Qué me dices? —Toby parecía nervioso, como si de repente se hubiera dado cuenta de que ese era un sitio raro para traerme.
Había visto sitios de fotos como ese antes, muchas veces, pero nadie de mi familia estuvo nunca interesado en entrar.
—No salgo bien en las fotos —dije.
—Seguro que sí. He visto el retrato.
—Eso es distinto —dije. Y lo era. Un retrato es una foto donde alguien puede elegir tu aspecto, cómo quieren verte. En cambio, una cámara te capta tal como estás cuando hace clic.
—No lo será —dijo. Se puso detrás del tablón de fotos para que no pudiera verlo—. Si quieres —añadió—, podemos entrar juntos.
Meneé la cabeza. Pero entonces lo pensé. La verdad es que resultaría menos embarazoso si no estuviera yo sola sentada como una palurda. Ni siquiera sabía qué hora era, y no tenía ni idea de si alguien en casa se habría dado cuenta de mi ausencia, pero de repente me apetecía hacerlo de verdad.
—Está bien. Supongo que sí. Si tú quieres.
—¿Perdón?
—Vale. Los dos.
La cabeza de Toby asomó por encima del panel.
—Magnífico —dijo sonriendo.
Una mujer que rondaría los cincuenta, con sombra de ojos en tres tonos diferentes de azul, estaba sentada en un taburete dentro de la taquilla. Leía la revista People, que traía una foto de Paul Hogan, el de Cocodrilo Dundee, en la portada. Cuando oyó a Toby dejó la revista, doblando la página para marcarla.
—Dos, por favor.
—¿Dos?
—Sí. Los dos queremos sacarnos unas fotos. —Toby le dedicó la misma sonrisa que acababa de mostrarme a mí. Una sonrisa de niño. Así es como la definiría.
La mujer lo miró, y luego a mí. A continuación, volvió a mirar a Toby con más seriedad, como evaluándolo, intentando adivinar algo en él. Pasados unos segundos, pareció decidirse. Abrió un cajón y sacó una lista de precios.
—Está bien, a ver, le sugiero que eche un vistazo a nuestros disfraces. Puede probarse algunos y luego me dice cuál quiere, ¿de acuerdo? Hay muchas cosas para hombre y mujer ahí dentro.
Los dos asentimos. La mujer abrió una puerta batiente que había al fondo de la cabina.
—¿Te has fijado? —susurró Toby.
—¿En qué?
—Creo que esa mujer nos ha tomado por una pareja.
—Qué asco —dije.
No sé cuánto tiempo pasamos revisando los disfraces. Me puse un vestido victoriano y otro medieval. Me quedaban bien, pero al final me decidí por uno isabelino color rojo rubí y oro. Era muy escotado, pero como casi no tengo tetas, no resultaba muy embarazoso. Toby se decidió por un uniforme de la guerra de Independencia. Era azul, y cuando le comenté que el azul era el color de los americanos, dijo que no le importaba. Además, dijo, la foto sería en blanco y negro, así que nadie se iba a dar cuenta. Pensé que realmente parecía un soldado con ese uniforme. Como alguien que ha visto todo tipo de cosas terribles. Se quedó junto a la pared, con el fusil de mentira al hombro.
Esperamos a que la mujer preparara el equipo. Montó un trípode y luego nos miró con mala cara.
—Creo que no lo han entendido —dijo.
—¿Perdón?
—A ver, tienen que ajustarse a una época. No pueden ir combinando épocas diferentes, ¿comprenden?
—No pasa nada —dijo Toby con calma—. Sabemos lo que hacemos.
—Señor, no me entiende —repitió la mujer, cruzándose de brazos—. Es que no lo permitimos. No se pueden mezclar épocas, y ya está. Como ya les dije, hay un montón de ropa para chico y chica.
Bajé la mirada a mis pies. Los zapatos isabelinos eran pequeños y se me salían los talones. Noté la mano de Toby posada en mi hombro y me hizo sentir como si estuviéramos juntos en algo. No estaba segura de querer sentir eso con él, pero en aquel preciso momento, con aquella mujer comportándose de un modo tan estúpido, me apeteció.
—Lo siento —dijo Toby—. Quiero decir, discúlpeme, pero si pagamos por la foto, ¿por qué tiene que importar qué disfraces escogemos?
—Para empezar, están los fondos…
—No nos importa si el fondo no pega. Elija uno entre ambas épocas. No nos preocupa. —La voz de Toby había perdido su tono suave, pero la taquillera no iba a ceder.
—Mire, caballero, eche un vistazo a todas las fotos que tenemos expuestas fuera, ¿vale? Dígame si hay una sola en la que se mezclen épocas, ¿vale? Por su acento, veo que es usted extranjero, y no sé cómo se hacen las cosas en su país…
Toby no supo qué responder a aquello. Hubo un silencio. Todos esperamos a que alguien claudicara.
—Ya me cambio —dije por fin, casi en un susurro.
—¿Qué has dicho, bonita? —preguntó la mujer.
—Digo que ya me cambio yo. Me pondré algo de época colonial.
—No, June. Esto es por ti. Buscaremos otro sitio. Tiene que haber un sitio donde podamos hacer lo que queramos.
Pero no había otro sitio. Miré a Toby y tuve el aterrador presentimiento de que nunca conocería a alguien dispuesto a hacer esta estupidez conmigo. Nunca. Y entonces, ¿qué? Entonces, ¿qué iba a ser de mí?
—No —dije—. Quiero hacerlo. —Nos miramos y luego Toby bajó la cabeza.
—¿Por qué siempre tienen que ser así las cosas? Ya lo hago yo, entonces. Dame un minuto que me cambio.
Asentí y Toby desapareció. El traje isabelino no le quedaba bien. Era demasiado corto, y los leotardos hacían que se viese lo delgadas que eran sus piernas. Muy delgadas. Eso me pareció al principio, pero luego volví a mirar. No es que hubiera visto a muchos chicos con mallas. Sobre todo, a chicos escuálidos como Toby. Igual ese es el aspecto que tienen sus piernas. Igual las historias no eran ciertas. Igual solo era un amigo normal y corriente de Finn. Nada especial. Solo normal y corriente, como yo.
La mujer se disculpó por las molestias, y luego nos pidió que fuéramos probando distintas poses mientras realizaba las fotos. En una, Toby puso su brazo huesudo sobre mi espalda y me susurró al oído: «No tengas miedo, June». De vez en cuando me echaba un vistazo con el rabillo del ojo y era como si me conociera desde siempre, lo cual daba miedo pero, al mismo tiempo, resultaba un poco difícil que no me gustara. Al final, toda aquella historia me pareció tan ridícula que me costó contener la risa.
—¡Listo! —anunció la mujer, y dijo que tendría la foto lo antes posible.
—Después de todo esto, ¿no podemos llevárnosla ahora? —repuso Toby.
—Pues claro que no. Hay que procesarla.
Toby parecía un niño al que acabasen de decir que no podía salir de la zapatería con sus zapatos nuevos.
—Está bien, pero necesitamos dos copias.
La mujer anotó algo en un cuaderno.
—Ningún problema. Por cierto, ¿de dónde son ustedes?
Toby no respondió enseguida. Me miró. Luego entornó los ojos y miró directamente a la mujer.
—De un país muy extranjero —pronunció con voz misteriosa—. Los dos. Somos de muy, muy lejos.
En el camino de vuelta a casa, quedamos en que cada uno le contaría al otro un recuerdo de Finn. Toby me contó la vez que Finn lo convenció para ir a una playa en Cape Cod, a la que mi madre y él solían ir de vacaciones cuando eran pequeños. A Toby se le daba fatal contar historias. Se iba por las ramas, retrocedía para añadir detalles, se trababa con las palabras y hacía largas pausas mientras recordaba cómo habían sucedido exactamente las cosas. Aun así, estaba bien, porque eran historias de Finn que nunca había oído. La anécdota no encerraba ningún significado, pero terminaba con Finn y Toby, los dos tiritando de frío porque Finn quiso pasar la noche al raso en la playa. Al final, hasta me dio un poco de pena escucharla, porque me hizo desear haber estado allí.
Su historia duró gran parte del trayecto hasta casa, así que no hubo tiempo para la mía, de lo cual me alegré. Había conseguido una nueva anécdota de Finn sin tener que ofrecer nada a cambio.
No sabía qué hora era, pero le pedí que me dejara en la biblioteca. Andaría hasta casa desde allí. Nos quedamos parados unos segundos, sin decir nada. No había reloj en el coche, y pensé que igual había encontrado mi burbuja. Una pequeña burbuja azul donde no existía el tiempo y Finn podría estar escondido en la guantera. Me pareció que si abría la puerta, todo reventaría.
—¿Quieres más? —Toby me ofreció un trozo de su chicle y me lo metí en la boca.
—Creo que es bastante tarde. Probablemente me voy a meter en un buen lío.
—Toma, entonces. —Bajó su ventanilla. Sacó un penique del bolsillo de la chaqueta y lo sujetó entre el pulgar y el índice. Luego lo encerró en el puño y lo lanzó al aparcamiento—. Buena suerte. Mira a ver si ha salido cara.
No quise decirle que las cosas no funcionan así. Que las monedas solo te dan buena suerte si te las encuentras por casualidad. Guardé la carpeta de los bocetos en mi mochila y abrí la puerta del coche.
—Bueno, adiós. Y gracias… Supongo que ha sido divertido.
—Ven a verme, ¿de acuerdo? A casa de Finn. Y si necesitas algo, lo que sea…
—Ya me lo dijiste la última vez.
—Y lo decía en serio. De verdad.
Cerré la puerta y crucé el aparcamiento hacia donde había aterrizado la moneda. Sabía que aquello no te daba suerte, pero aun así deseé que fuera cara. Había salido cruz. De todos modos, me agaché y la recogí. Luego me di la vuelta, miré a Toby y le sonreí levantando el pulgar. No tenía por qué saber la verdad.