SESENTA Y TRES
—¿Sabes algo? —Greta se acercó y se sentó conmigo en la cafetería del instituto. Era la primera vez que sucedía, y fue todo un detalle.
Negué con la cabeza.
—Bueno, ya aparecerá —dijo—. Toma. —Me pasó la mitad de su sándwich.
—No, gracias.
—Venga, tienes que comer algo.
Negué con la cabeza.
—No puedo.
—No es culpa tuya, June, ¿vale? Es un adulto.
—Está enfermo. —Estuve a punto de añadir que yo debía cuidar de él, pero aquello era algo que nunca lo sabría nadie más que yo.
—Todo saldrá bien —dijo mi hermana. Me puso una mano en el hombro, como a veces hacen las chicas. Otras chicas, chicas de verdad.
Miércoles. Habían pasado cuatro días sin noticias de Toby. Me odiaba a mí misma.
Busqué el número de la comisaría en la guía telefónica. Pregunté por el agente Gellski y me pasaron con él.
Le dije que me preguntaba, solo por curiosidad, qué había sucedido con Tobias Aldshaw después de que se lo llevaran de casa el sábado por la noche.
—¿Eres amiga del señor Aldshaw? —preguntó.
No supe qué responder. No quería hacer nada que empeorara la situación de Toby, pero había un lugar en mí, justo en el centro de mi corazón, que deseaba proclamar a voz en grito que Toby era mi amigo. Quería decirle a aquel policía que era mi mejor amigo, que no tenía otro amigo mejor en el mundo que Tobias Aldshaw. Pero no lo hice.
—Soy la hermana de Greta Elbus —dije—. El señor Aldshaw era un buen amigo de mi tío. Yo lo conocía un poco.
El agente no respondió enseguida.
—Ajá. Está bien. Bueno, íbamos a tenerlo detenido hasta el día siguiente, pero… —Hizo una pausa e intuí que estaba decidiendo si seguir o no—. Bueno, tu madre nos contó que es un sidoso y, en fin, todo el mundo quería que saliera de aquí cuanto antes.
—¿Así que lo dejaron marchar?
—Estaba ardiendo de fiebre. Como te dije, de no ser porque es un sidoso, lo habríamos retenido más tiempo.
Lo llamaba «sidoso» como si fuera una especie de animal peligroso o un apestado.
—O sea, ¿lo soltaron?
—Pedimos una ambulancia y se lo llevaron.
—¿Sabe adónde?
—No estoy seguro. Tratándose de un sidoso y tal, seguramente a un hospital.
—¿Hay algún modo de saber a cuál?
—Sí, espera un momento. —El policía tenía una voz potente, y pude oír cómo gritaba hacia la otra punta de la sala, y luego el murmullo de una respuesta—. Al Bellevue. Como te he dicho, lo llevaron allí directamente, por ser sidoso.
—Por ser un enfermo de sida —le corregí.
—Sí. Eso he dicho.
—Se dice enfermo de sida, no sidoso.
—Vale, niña, como quieras.
Llamé al hospital. Pregunté por Toby dando su nombre completo, que llevaba rondando por mi cabeza desde el sábado, cuando lo oí por primera vez. Tobias Aldshaw. Sonaba a nombre de alguien famoso, no a una persona invisible que no tenía a nadie en el mundo, solo a mí.
Me respondieron que no se podía poner al teléfono. Añadieron que su habitación era la 2763, y que llamara más tarde.
—¿Qué quiere decir con que no se puede poner al teléfono? —pregunté.
—Ni idea. No contestan cuando intento pasar la llamada —respondió la enfermera—. Podrían estar haciéndole pruebas. O puede que esté dormido. Llame más tarde.
—Se encuentra bien, ¿verdad? Sigue ingresado.
Oí que la enfermera revisaba unos papeles.
—Su nombre sigue en el registro. Llame más tarde.
Mi madre tenía entradas para todas las representaciones de South Pacific. Papá y yo solo fuimos a una, pero ella quería verlas todas. Mi madre y Greta regresaron a casa alrededor de las nueve y media; mi hermana se duchó y se cambió. Mis padres terminaron de ver las noticias de las diez y se fueron a acostar. Yo llevaba en mi cuarto desde la tarde, y cuando oí que arrancaban los ronquidos de mi padre, bajé la escalera con sigilo.
Estiré el cable del teléfono hasta llegar a la puerta de atrás, de modo que logré agazaparme debajo de la ventana del dormitorio de Greta, y llamé a la habitación de hospital de Toby. Suponía que sonaría y sonaría, porque después de tantos días me costaba creer que Toby fuera a responder. Pero lo hizo.
Al principio apenas lo oí. Casi había perdido la voz. Carraspeó y volvió a intentarlo:
—¿Diga?
—¿Toby?
—¿June?
—Oh, Toby, no sabes cuánto me alegro de…
—June, la cagué, ¿verdad? Lo siento mucho.
—¿Que lo sientes? Fui yo la que te metió en esto y ahora… ¿Estás bien? Debes de odiarme.
—June, claro que no te odio.
—No sabía dónde estabas. Ignoraba lo que te había pasado.
—No podía llamarte a tu casa. No después de…
—Fue una mala idea. La peor. Lo siento. ¿Te encuentras mejor? ¿Qué te hizo la policía?
—Estoy bien —dijo, pero su voz expresaba lo contrario. Sonaba jadeante, como esforzándose por no toser—. ¿Y tú? ¿Y Greta?
—Estamos bien. No te preocupes por nosotras. —Enrosqué y desenrosqué el cable ondulado en mi dedo.
—Uf, me alegro.
Luego nos quedamos callados, y pensé que me estaba costando más que nunca hablar con Toby.
—¿Cuándo volverás a casa? —pregunté.
Tosió, y sonaba horrible. Tos de pecho y profunda. Escuché cómo intentaba volver a respirar con normalidad.
—June, escucha, probablemente no vuelva…
—Pues claro que vas a volver —lo interrumpí, pero empezaba a asustarme—. Ahora estoy metida en un buen lío, pero ya me inventaré algo. Iré a verte en cuanto pueda, ¿vale?
—June, lo digo en serio. Puede que no…
—¿Por qué no? En el piso está tu guitarra, y tus amiguitas las pulgas, y…
—June…
—No, Toby. No. Todavía tengo que llevarte a los Cloisters, y luego, cuando estés mejor, debes conocer a Greta como Dios manda. Tienes que hacerlo. No tienes elección.
—June…
Su voz se fue apagando y de nuevo empezó a toser. Siguió carraspeando, y oí a una enfermera que le decía algo.
Quería contarle todo lo sucedido en los últimos días. Quería encontrar otros modos de decirle que lo sentía. Y quería que los dos tuviéramos fe en que iba a volver a casa. Pero me quedé allí fuera, sentada, sin decir nada. La luna era una rodajita, y no corría ni la más ligera brisa. Miré al frente, hacia las polvorientas mariposillas grises que revoloteaban alrededor de la bombilla del patio.
Me brotaron las lágrimas.
—¿Toby?
Pero él siguió tosiendo, hasta que ya no pude soportarlo.
—Toby, mira, iré a verte. En cuanto pueda, ¿vale? Tú aguanta. Por favor, espérame.
—No, June… Estaré bien. Me estoy portando como un tonto. No te metas en más líos.
—Tú solo espérame, ¿vale? Por favor.
Cuando alcé la vista, vi que Greta estaba mirándome desde su ventana abierta. Las dos nos miramos durante unos segundos. No logré adivinar qué pensaba mi hermana.
—¿Me acompañarás? —le susurré.
Greta cerró la ventana y soltó una bocanada de aire en el cristal. Con el dedo, escribió «SÍ» en el vaho. Sin vacilar, lo escribió del revés, como en un espejo, así que me pareció perfecto.
Aquella noche, Greta condujo. Esperamos a que pasara la medianoche y nuestros padres estuvieran profundamente dormidos. No me preocupaba buscarme nuevos problemas. Ya no había un lío más gordo en que meterse. Y Toby no tenía a nadie. En su mundo, yo, June Elbus, lo era todo, y tenía que arreglar las cosas. Me disponía a deshacer todos los entuertos en que lo había metido.
Era una noche cálida y despejada. Greta arrancó el coche de papá delante de casa y, como siempre hacía con todo, condujo como si llevara años haciéndolo, aunque acababa de sacarse el carné. Bajamos por la carretera Saw Mill Parkway, a esa hora desierta, y Greta puso la cinta de Simon & Garfunkel de mis padres. Saqué dos pitillos de mi bolso. Apreté el encendedor del coche y esperé.
—¿Qué harás cuando lleguemos? —preguntó Greta.
—No lo sé.
—Todo saldrá bien.
Intenté creerla. Intenté creer que tenía el poder de hacer que la historia acabara del modo que yo quería. Llevé la punta de los cigarrillos al encendedor, y chupé dándoles vida.
—Ten —dije, pasándole uno a Greta.
—¿Sabes? Esto de que fumes, me sorprendió.
—No es más que algo novedoso —dije sonriendo, y sentí que Toby brillaba a través de mí con tanta fuerza que por un momento me volví casi invisible.