SESENTA Y CUATRO

Antes, siempre que había estado en la ciudad por la noche había sido con Finn. Una vez, me llevó a ver una sesión especial de Qué bello es vivir en el Radio City Music Hall. Otro día fuimos a ver La bohème en el Lincoln Center. Y en otra ocasión, no hace tanto, toda la familia quedamos con él en la ciudad y fuimos a cenar a un italiano para celebrar el cumpleaños de mi madre. Se suponía que en Nueva York por la noche tenía que estar Finn. Así que, en cierto sentido, me imaginaba que estaría allí. No físicamente, pero sí formando parte del ambiente nocturno de la ciudad, y podría sentir su presencia. Pero no fue así. Solo estábamos Greta y yo, en la acera delante de su edificio, y yo rebuscaba en mi bolsillo la llave con el lacito rojo.

Habíamos decidido pasar primero por casa de Finn. Quería llevar a Toby ropa para que pudiera cambiarse. Además, no teníamos ni idea de dónde estaba el hospital Bellevue.

Supuse que el piso estaría hecho un desastre. Peor que la última vez. Me estaba preparando para explicárselo a Greta, para excusar a Toby, pero cuando abrí la puerta, el piso se encontraba limpísimo, nunca lo había visto así. Todo estaba en su sitio. Ni una sola prenda tirada por las sillas, ni un solo montoncito de platos con bolsitas de té y colillas aplastadas. Hasta el olor a cerrado había desaparecido. Los ventanales estaban abiertos unos centímetros, dejando entrar una brisa que debía haber ventilado el ambiente. Intenté no mostrarme demasiado sorprendida.

—Esto me resulta muy raro —dijo Greta—. Estar aquí, así.

—Ya —contesté, pensando que mi hermana no tenía ni idea de lo raro que resultaba, porque ella no había visto el desorden que reinaba en aquella casa solo unas semanas atrás.

Fui por una bolsa de plástico a la cocina y me dirigí hacia el dormitorio en busca de ropa. La puerta estaba cerrada, como siempre. La abrí despacio y me acerqué a los cajones. Greta me siguió por detrás.

—Así que este es el dormitorio privado —dijo.

La cama estaba hecha y ya no había paquetes de tabaco estrujados sobre la mesita de Toby. Greta estuvo a punto de abrir el armario, pero detuve su mano.

—Ahora no —dije—, ¿vale?

Mi hermana buscó la dirección del Bellevue en el listín telefónico. Resultó que estaba bastante lejos, en el centro, cerca del río en el East Side.

—Deberíamos irnos —dije, junto a la puerta, mirando hacia el salón. Sentí un escalofrío, porque era tarde y estaba cansada, pero también porque tuve la repentina sensación de que sería la última vez que veía aquella casa. Pero no podía obsesionarme con eso. Greta estaba dando vueltas por el piso, fijándose en cada detalle. Como un detective buscando pistas—. Venga, deprisa.

Bajamos en coche por West End Avenue, que después se convierte en la Avenida 11, hasta llegar a la Calle 23. A esa hora de la noche, el West End estaba tranquilo. Casi daba miedo. Y en el coche de mi padre, que apenas hacía ruido, parecía que flotábamos sobre la ciudad.

Cuando llegamos al Bellevue eran casi las dos de la madrugada. Greta aparcó en una bocacalle.

—Vuelve a casa —dije.

—No puedes ir tú sola.

—Hoy has tenido función, debes de estar agotada. Además, tienes que contarle a mamá y papá dónde estoy. Se volverán locos si por la mañana faltamos las dos.

Se lo pensó un momento.

—Primero quiero asegurarme de que logras colarte. Luego me iré. ¿Vale?

Asentí.

Estaba a punto de entrar por las grandes puertas automáticas, pero Greta me detuvo.

—Oye, en los hospitales no dejan entrar visitas a cualquier hora —dijo—. Espera un poco.

Me alejó de la puerta, hacia un lado. Me agarró por los hombros y me miró. Aquello me gustó mucho. En medio de aquella terrible noche, no había nada mejor que sentir las manos de mi hermana en los hombros, mostrándome cómo hacer bien las cosas. Sentí que las lágrimas afloraban a mis ojos y que me flaqueaban las piernas. Greta me apretó en los hombros.

—Para —dijo.

Asentí, secándome la cara con la manga.

—Todo va a salir bien. Te preguntarán quién eres. Si eres pariente. —Siguió mirándome, me arregló un poco el pelo y me observó un poco más—. Vale, esto es lo que debes decir: que eres su hermana, de Inglaterra. Que te llamó y te dijo que estaba muy enfermo. Eres el único pariente que tiene y no estás segura de su estado, ¿vale? Pon acento, pero que no suene estúpido. Intenta imitar a Toby o algo así.

Pensé en la voz de Toby. No tenía el típico acento inglés, sino que alargaba todas las úes.

—¿Y tú? —pregunté.

—Te estaré vigilando. Para asegurarme de que te dejan subir. Luego volveré a casa.

—Mamá y papá te van a matar. ¿Qué vas a contarles?

—Entraré sin que se enteren, y si no has vuelto para cuando se despierten, ya me inventaré algo. Descuida. Tú solo sube, ¿vale?

—Vale —asentí.

—Ahora, recuerda, el truco consiste en entrar con decisión, segura de que te dejarán subir. Como si fuera tu derecho. ¿Lo pillas?

Asentí de nuevo y dejé que aquellas grandes puertas blancas se abrieran para mí.

Bellevue no parecía el tipo de hospital que alguien elegiría si tuviera opción. En una parte del vestíbulo estaban de obras, y había zonas acordonadas con carteles de DISCULPEN LAS MOLESTIAS. La mayoría de las sillas tenían rasgados los respaldos de vinilo naranja, y en una esquina un cubo recogía el agua de una gotera marrón en el techo. Había gente dormida, tirada en sillas. Una madre llevaba a un bebé en brazos envuelto en una manta que alguna vez había sido rosa. Un tipo, al que parecía que habían pegado un tiro en el brazo, estaba ahí sentado con cara de dolor, apretando una toalla de playa de diseños coloridos contra la herida. En un televisor atornillado a una repisa cerca del techo se veía un episodio de Colombo, pero sin voz.

Bellevue tenía el aspecto de ser uno de esos sitios donde les importa un pimiento quién viene de visita, ni cuándo ni cómo. El personal no parecía prestar demasiada atención a las cosas. Y era muy grande, demasiado para encontrar a Toby yo sola. Así que crucé el vestíbulo hasta el mostrador de información.

Fue exactamente como me había dicho Greta. La recepcionista intentó despedirme sin más, pero entonces seguí las indicaciones de mi hermana y funcionó. Recorrí el pasillo hasta el ascensor y eché un vistazo atrás, hacia el vestíbulo. Allí estaba Greta, con las piernas cruzadas, sentada junto a una mujer que parecía embarazada de trece meses. Mi hermana se tapaba la cara con una revista, y distinguí que era el número de Newsweek en que salíamos. Me entró la risa y me llevé la mano a la boca para contenerme. Greta bajó la revista, me miró y sonrió. Cuando la puerta del ascensor comenzó a cerrarse, se levantó y se despidió alzando una mano. Fue uno de esos momentos que se quedan en tu memoria, porque el gesto solemne de Greta me hizo comprender que detrás de aquello había algo muy importante. Que mientras el ascensor eclipsaba nuestro contacto visual, estábamos diciendo adiós a las niñas que una vez fuimos. Niñas que sabían jugar a sirenas invisibles, que podían correr por pasadizos oscuros, imaginando que salvaban el mundo.

Toby estaba en un ala de la octava planta. Parecía el sitio asignado a los enfermos de sida. Sabía que no estaba bien, pero me resultó imposible no echar un vistazo a cada habitación al pasar. En casi todas las camas había hombres. La mayoría estaban solos, pero algunos tenían acompañantes. De una de las habitaciones salía una música dulce y ligera de violín, y cuando me asomé vi a un hombre que, al verme, intentó volver el rostro, pero renunció y cerró los ojos.

Me asomé a la habitación de Toby y lo vi en la cama. La habitación estaba en penumbra. El único resplandor provenía de una pequeña lámpara fluorescente encima del lavabo. Su cara se veía grisácea y su pelo parecía el plumón de un pollo, nunca lo había visto así. Tenía puesta una mascarilla de oxígeno, algo que no me esperaba.

Estaba con los ojos abiertos, y al verme se quitó la mascarilla del rostro y me ofreció una sonrisa tan ancha y sincera como siempre. Una sonrisa semejante a la que me dedicó aquella primera tarde en la estación de tren, como si no pudiera creerse la suerte que tenía. La diferencia era que, en esta ocasión, le costaba esbozarla. Solo consiguió mantenerla unos segundos. Avancé unos pasos por la habitación, sin apartar la mirada de él, y sentí que me derrumbaba. Mis ojos empezaron a llenarse de lágrimas y me llevé la mano a la boca.

—Sal fuera. Inténtalo otra vez —dijo Toby con la voz más ronca del mundo, indicando la puerta con sus ojos.

Asentí y salí. En el pasillo, me apoyé en la pared, doblada por la cintura, entre arcadas. Controlé la respiración. «Vale, vale, vale», me dije. Solté un largo suspiro, intentando no pensar en que todo aquello era por mi culpa. Tenía que dejar de pensar en eso o jamás sería capaz de volver a entrar en aquella habitación. Respiré hondo y lento unas veces más, y luego me di la vuelta y entré.

Toby se había girado de espaldas a la puerta, quizá para facilitarme la entrada en la habitación. O quizá se debía a que ya no soportaba mirarme.

Observé cómo su manta subía y bajaba al ritmo de su respiración jadeante. Lentamente, me acerqué al borde de la cama y me incliné sobre él, apoyando la oreja contra su espalda.

—Has venido —dijo, rompiendo el silencio.

—Te he traído algo de ropa —repuse, y levanté la bolsa aunque él estuviera mirando hacia el otro lado—. Para cuando llegue el momento de irte a casa.

Toby volvió la cabeza y sonrió, pero al parecer le dolía por los labios resecos. Empezó a toser y le serví un vaso de agua.

—Shhh. No pasa nada —dije.

—Ven, ayúdame a incorporarme un poco, ¿quieres?

Lo miré, incómoda, sin saber cómo ayudar. Luego deslicé los brazos bajo su cuerpo y lo aupé en la cama. Creí que me costaría, pero Toby se había quedado en nada. Pesaba tan poco que tuve que controlarme para no soltar un gemido. Daba la impresión de que podría levantarlo y sacarlo de aquella cama sin apenas esfuerzo.

Le ahuequé las almohadas y las coloqué a su espalda para que pudiera tumbarse un poco incorporado.

—¿Así mejor? —pregunté.

—Perfecto.

Acerqué la silla todo lo posible a la cama y me envolví con una manta sobrante.

—El piso está muy limpio.

—Vaya, June, parece que te sorprende. —Quiso impostar voz de ama de casa ofendida, pero le salió un susurro ronco, como un ama de casa ofendida que fumara cinco paquetes al día. Me reí.

—Está como lo tenía Finn.

Toby sonrió brevemente. Bebió otro sorbo de agua, pero hasta eso le hacía toser. Pasado un rato, la tos se convirtió en una especie de ladrido frágil. Se llevó una mano al costado, entornando los párpados de dolor, y me miró con unos ojos más grandes y profundos que nunca. Su cara era todo ojos, y siguió mirándome durante largo rato, como si su tiempo se hubiera ralentizado. Estiró el brazo buscando mi mano y me acarició la palma con el pulgar.

—Esto no es culpa tuya, ya sabes. Porque lo sabes, ¿verdad? Esto me habría terminado pasando de todos modos. Dentro de un mes. O de dos.

Bajé la vista y observé sus largos dedos sobre mi mano y los puntitos en el linóleo del suelo.

—¿Cómo puedes decir que no es culpa mía? —susurré—. ¿Cómo puedes seguir siendo tan bueno conmigo, cuando yo… no soy buena persona? ¿Es que no lo ves?

—Oh, June.

—Sigo buscando algún modo de compensarte…

—Shhh —dijo, y me agarró la otra mano—. Shhh.

Una vez más, empezó a toser y yo permanecí allí impotente. Me señaló una estantería al otro lado de la habitación. Miré y vi un tubito de caramelos mentolados Live Savers. Saqué uno y se lo puse en la boca. Mis dedos rozaron sus labios, tan ásperos y secos que casi retiro la mano. Pasado un rato, la tos se calmó y me miró con una ligera sonrisa. Me senté en el borde de la cama.

—¿Sabes que llevo todo este tiempo buscando algún modo de hacer algo grandioso para ti? Pero no he dado con ello. Y entonces, cuando por fin me pides una cosa, no puedo hacerla. Nunca se me ocurrió que me pedirías que te llevase a Inglaterra.

—No, era yo la que te iba a llevar a ti. Yo quería llevarte.

—Es lo mismo, ¿no?

—No, en absoluto.

—Pero no habría podido traerte de vuelta. Aunque hubiéramos solucionado los demás problemas que nos impedían ir, yo no hubiera podido regresar al país. Hace muchos años que caducó mi visado. Y tengo antecedentes penales. En los controles de inmigración esas cosas no hacen ninguna gracia, ¿entiendes? Y no podía dejar que volvieras sola a casa. Finn no lo habría querido así. Yo tampoco. Si las cosas fueran diferentes…

—¿Por qué no me lo dijiste?

—¿El qué? ¿Decirte: «Siento mucho decepcionarte, pero dejé a un hombre inválido de por vida y además soy un inmigrante ilegal, así que salir del país no creo que sea una buena idea»? ¿Qué habrías pensado de eso? Te habría perdido.

Pensé en ello.

—Entonces, ¿ese fue el motivo de todo? ¿Cumplir lo que le prometiste a Finn? ¿Todo el tiempo que pasamos juntos?

Movió la cabeza tan lentamente que apenas resultó perceptible.

—¿De verdad lo piensas?

Aparté la mirada.

—A veces.

—¿Acaso no lo ves? Es como si nos conociéramos de hace años. Sin siquiera habernos visto. Es como si hubiera una… relación etérea entre tú y yo. Tú tirando mis púas por el suelo, yo comprando galletas de chocolate blanco y negro cada vez que ibas a visitar a tu tío. Tú no sabías que las compraba yo, pero así era.

Era verdad. Cuando íbamos a casa de Finn siempre había esas galletas blancas y negras, suaves y dulces, de una pastelería de la Calle 76. En una caja blanca atada con un hilo rojo y blanco.

—¿Recuerdas que Finn a veces te arreglaba cosas? Un reloj de cuerda una vez, y aquella cajita musical. Esa con forma de tarta que tocaba el «Cumpleaños feliz» cuando la abrías. Le faltaban unos dientes, unas de esas láminas diminutas de metal.

—¿Fuiste tú?

Toby asintió y alzó la mano.

—Estos dedos —dijo.

—¿Por qué me cuentas todo esto ahora? ¿Por qué has esperado hasta este momento para decirme la verdad?

Apartó la vista.

—Porque no querría marcharme de este mundo siendo invisible. Igual necesito que al menos una persona recuerde algo de mí. Y…

—Y ¿qué?

Cerró los ojos y respiró hondo. Pensé que estaba a punto de quedarse dormido, pero estiró el brazo en busca de mi mano otra vez y me miró a los ojos.

—Él fue nuestro primer amor, June. Para los dos.

Las palabras permanecieron allí suspendidas y las mejillas me ardieron. Me volví para que Toby no me viera.

—Tú y yo estamos unidos, ¿lo entiendes? —Se detuvo, esperando mi reacción.

No podía mirarlo a los ojos.

—Será mejor que me vaya.

—No, June. No pasa nada.

Me giré para mirarlo.

—Finn era mi tío.

—Lo sé —dijo, mirándome con compasión.

—Los tíos no pueden ser tu primer amor.

Toby asintió lentamente, con los ojos cerrados.

—Nadie puede evitar lo que siente, June.

—Yo…

—Era tan guapo, paciente, listo y talentoso. Y para ti, puede que fuera dos personas a la vez. ¿No lo ves? ¿Quién podría resistirse a nosotros dos aunados en una única persona tan hermosa? ¿No te parece? —Sonrió. Su voz sonaba cada vez más ronca, pero aun así siguió hablando—. Se lo dije, ¿sabes? Le dije que terminaría consiguiendo que te enamorases de él, pero no me hizo caso. Nunca comprendió que tenía esa clase de poder. Y yo era como tú, siempre con tan poca confianza en mí mismo, siempre preguntándome por qué querría él estar conmigo. June, creo que si lo dices, si lo sacas, te liberarás. Él también fue mi primer amor, June.

Me disponía a contestarle que no era verdad. Que Finn solo era mi tío, que los tíos no pueden ser el primer amor de sus sobrinas. Pero, de repente, el peso de todo aquello me superó. De repente, no entendía por qué había estado cargando tanto, tantísimo tiempo con aquello.

—Está bien —dije en un arrebato—. Vale, estaba enamorada de Finn. Ahí lo tienes. Ya está. ¿Vale? —No podía mirarlo a los ojos, pero sentí que él trataba de acercarme. Su mano tiraba de mi brazo.

—Así mejor, ¿verdad?

Asentí. Y en cierto modo, así era.

Permanecimos un rato así. Yo apoyada en el borde de la cama, acariciando lentamente su escuálido brazo, mientras él me acariciaba la mano. Como una pareja de toda la vida. Así era como lo sentía, como si fuéramos dos personas que se conocían de siempre. Gente que podía contárselo todo el uno al otro, o simplemente quedarse allí sentados, sin decir nada.

—Venga —dije.

—¿Qué?

—Vámonos. Te voy a llevar a casa. A mi casa. No puedes quedarte aquí.

No fui consciente de que aquel era mi plan hasta que lo dije, pero entonces supe que era lo correcto. Supe que era perfecto y lo que había que hacer. Me quité la manta con que me envolvía y fui a cerrar la puerta. Hice caer la ropa que llevaba en la bolsa sobre la silla.

—June, no puedo ir. Tus padres…, tu madre.

—Calla. Podemos hacer lo que queramos. Eso fue lo que dijiste, ¿no?

Le dediqué una ancha sonrisa y le ofrecí el brazo. Él hizo un gesto de dolor al deslizar las piernas fuera de la cama.

—Estoy empezando a pensar que nunca debí haber dicho eso. Estoy empezando a pensar que se presta a una interpretación demasiado abierta.

Me reí.

—Toma. —Le entregué una camisa de cuello abotonado a cuadros naranjas y negros que nunca le había visto. Cuando elijo ropa para otra persona, siempre hay algo que me impulsa a escoger prendas que nunca les he visto puestas. Como si quizá, enterrada al fondo de un cajón del armario, existiera la posibilidad de actualizar una versión distinta de la persona. Toby apartó la camisa y me miró.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Nunca te he visto con ella.

Puso una cara que expresaba que había un buen motivo para ello, pero luego se pasó la camisa por la cabeza sin preocuparse por desabrochar los botones. Le había traído unos vaqueros normales y pareció aliviado al verlos. Volví la cabeza cuando se quitó la bata del hospital. Al darme la vuelta, lo vi sentado en el borde de la cama. Se había puesto los vaqueros, pero estaba encogido, como si cambiarse de ropa lo hubiera agotado. Me senté a su lado e incliné la cabeza para pegar la oreja a su pecho. Había tantos estertores y pitidos que resultaba difícil imaginar cómo conseguía algo de aire. Entonces, me acordé del oxígeno. Estiré la mano sobre la cama, agarré la mascarilla y se la tendí.

Asintió y se la colocó sobre la nariz y la boca. Un gesto de alivio se extendió por su rostro.

Seguí con la vista el tubo que salía de la mascarilla, con la esperanza de que condujera a alguna pequeña bombona portátil. Pero no, llegaba hasta una tubería que corría por la pared y parecía conectada al propio edificio.

—No vamos a poder llevarnos esto —dije—. Irnos quizá es una mala idea.

Toby se quitó la mascarilla y movió la cabeza.

—No, no pasa nada. Me dará el aire fresco.

—¿Seguro?

Asintió, pero en el fondo de mi corazón supe que Toby estaba tomando una decisión. Y comprendí lo que suponía.

—Toby.

—Mmm…

—No…, no decías en serio eso de que Finn fue el primer amor de tu vida, ¿verdad? —Me giré, incómoda por habérselo preguntado. Pero necesitaba saberlo.

Guardó silencio. Me quedé escuchando su respiración jadeante, pensando que probablemente no estaba bien plantear una pregunta así. Que igual a veces lo privado debe seguir siendo privado. Iba a decirle que lo olvidara, pero entonces tomó mi mano entre las suyas y habló con un hilillo de voz:

—Finn jamás lo supo. Es algo solo entre tú y yo, ¿vale? No importa. No es culpa de nadie.

Sus dedos acariciaron mi palma, y fue como si estuviera metiendo el secreto a través de mi mano. De repente, todos los olores de aquel cuarto —alcohol, desinfectante de pino y gelatina de frambuesa— se volvieron más penetrantes y marcados, como si intentaran ocultar esa revelación que lo cambiaba todo y nada. Toby había cerrado los ojos, pero los míos seguían abiertos como platos y no podía dejar de mirarlo. Así es el amor, pensé, y apreté con cariño su mano.

—Tu secreto está a salvo conmigo —le dije—. Te lo prometo.

Sonrió sin abrir los ojos.

—Lo sé.

Tenía razón respecto al Bellevue. Era el tipo de sitio del que podías irte sin que nadie se diera cuenta. Fui por una manta y una silla de ruedas que estaban junto al puesto de enfermería, y llevé a Toby hasta el ascensor. Unas enfermeras nos miraron, pero todas parecían demasiado atareadas en sus cosas como para preguntar nada. Lo dejé en el vestíbulo, y salí a parar un taxi. No tardé mucho. Le dije al conductor que esperara y volví por Toby.

Cuando salimos, el conductor nos miró, intentando descifrar qué vínculo nos unía. Me acordé de Playland, de aquella mujer que pensó que éramos una pareja asquerosa. Sabía que ahora era imposible que alguien llegara a esa conclusión. Absolutamente imposible. Y quizá fue porque se me pegó algo de la travesura de Toby, o quizá solo se debió a que me apetecía probar cómo sonaba esa palabra en mis labios —quería ver si mis labios podían soportar una palabra tan enorme y poderosa—, pero de hecho lo miré a los ojos, me agaché y le dije:

—Disculpe, ¿podría ayudarme a subir a mi novio al coche?

Fue la primera vez que Toby se rio. Volvió la cabeza, intentando seguir con el juego. El taxista se quedó con la boca abierta, como un palurdo de dibujos animados, pero yo seguía mirándolo fijamente, como si no comprendiera qué problema había. Dejé que la palabra «novio» permaneciera suspendida en su mente hasta que finalmente hizo un gesto con sus manos, como queriendo decir «Ver para creer», «Esto solo pasa en Nueva York» o «Cada loco con su tema». Esas frases que dice la gente sobre las cosas que nunca podrá comprender. Luego agarró a Toby del brazo y le ayudó a acomodarse en el asiento trasero.

—Bueno, ¿adónde vamos? —preguntó el taxista.

Le di mi dirección. No la del piso de Finn, sino mi dirección de verdad, la de mi casa.

—Pero… —empezó Toby.

—No pasa nada.

—¿Tienen dinero para ir hasta Westchester? —preguntó el taxista—. Voy a tener que pedirles una fianza.

Me metí la mano en el bolsillo y saqué un fajo de los billetes que me había dado Toby hacía ya tanto tiempo.

—Tenga —dije, dándole dos billetes de cincuenta.

—Vale, vale —dijo, y arrancó. Se giró para mirarnos y preguntó—: ¿Les apetece algo de música?

Toby sonrió.

—Música, sí. Música —murmuró.

El hombre movió el dial de la radio y, al poco, sintonizó la NYU, en la que alguien anunciaba: «Y ahora escucharemos a Frankie Yankovic y su “Tick Tock Polka”».

El vehículo se inundó de Frankie, su acordeón y esa absurda polka. Toby y yo nos miramos y reímos tan fuerte que incluso me dolió.

Y entonces fue cuando por fin obsequié a Toby con una de mis historias de Finn. Era una anécdota modesta, como todas las mías, la del día en que Greta llevó el muérdago a casa de Finn. Se la susurré al oído. Le hablé del tiempo que hacía, de los copos de nieve durante el trayecto en coche, del aspecto que tenía Finn, lo que llevaba puesto. Ni siquiera estaba segura de que Toby me escuchase, pero le conté que el Réquiem sonaba en el equipo de música. Que el retrato estaba casi acabado. El miedo que pasé. Lo estúpida que fui. Y cómo, al final, nada de aquello importaba, porque Finn lo captó todo. Le conté lo del beso de mariposa que me dio Finn en la frente. Cómo mi tío había comprendido exactamente lo que yo sentía y lo arregló todo. Como siempre.

Toby se apoyó en mi hombro y noté que asentía ligeramente con la cabeza. Ya no tosía mucho, pero su respiración se había vuelto pesada, como un borboteo. Como si respirara agua en vez de aire.

Me habría quedado horas y horas allí. Puede que semanas, o meses. Quizá el resto de mi vida. El taxi nos sacó de la ciudad subiendo por la Primera Avenida y cruzando el puente de Willis Avenue. Después pasó frente al Yankee Stadium y dejó poco a poco las calles bien iluminadas para entrar en la oscuridad de la autopista. Ventanilla abierta. El fresco aire de la noche dándonos en la cara, y la radio emitiendo polkas sobre relojes, cerveza, rosas amarillas y ojos azules que lloran. La cabeza adormilada de Toby sobre mi hombro y mi mano abierta en su cabeza, y la áspera manta de lana tapándonos, y la sensación de haber reído y reído, y llorado hasta vaciarnos del todo. Solo nos quedaba paz. La mejor de las paces. Así es como recuerdo aquella noche. Así es como siempre quiero recordarla.