DIECIOCHO

La especialidad de mis padres es llevar la contabilidad de restaurantes. Por ese motivo, la familia Elbus disfruta de comidas gratis en locales de todo Westchester. Nos dan una mesa aunque haya lista de espera. Supongo que eso debería hacerme sentir como alguien famoso, pero en realidad tiene el efecto contrario. Resulta evidente que somos gente normal, y por eso parecemos unos capullos que se cuelan delante de todo el mundo. Hasta a Greta le da vergüenza. Y a mi padre. Solo mi madre disfruta con esos momentitos de fama de vez en cuando.

Entre el funeral, la época de impuestos y los ensayos de mi hermana, se nos olvidó por completo la cena de cumpleaños de mi padre. Ya había pasado casi un mes desde su cumpleaños. Mi madre por fin pudo levantar el pie del acelerador y dijo que no le importaba que fuera un martes en mitad de la campaña de la declaración de la renta. Llevábamos mucho tiempo retrasando esa cena y ya estaba bien.

Mi padre eligió Gasho de Japón, un sitio perfecto porque mis padres no llevaban su contabilidad y porque, si estás de buen humor, Gasho es un restaurante muy guay. El dueño desmontó entera una casa de campo japonesa del siglo XVI, se la trajo a Estados Unidos, la reconstruyó y abrió un restaurante. Los chefs cocinan en parrillas que están justo en medio de las mesas, y en la parte trasera hay un jardín japonés, con un arroyuelo, puentes con arcos y bancos recogidos en apacibles rinconcitos.

Si estás de buen humor, es un sitio genial para ir. Pero la verdad es que ninguno estaba de buen humor.

La cosa es que Finn siempre venía a cenar con nosotros en nuestros cumpleaños. A veces íbamos a la ciudad y él lo organizaba todo. Otras veces subía hasta aquí. Este era el primer cumpleaños en que no iba a estar. Mi madre sugirió que invitáramos a los Ingram, pero a nadie le pareció buena idea. Ni siquiera a Greta.

—¡Qué chicas más guapas! —dijo mi padre cuando subimos al coche. Greta y yo nos miramos un segundo y luego pusimos los ojos en blanco.

Greta se sentó en la fila de asientos delante de mí, con sus vaqueros de rayas con rotos en las rodillas. Yo llevaba una falda negra y un jersey gigante. No me puse las botas de Finn; no habría soportado llevarlas aquella noche.

El trayecto hasta Gasho fue agradable, salvo por la cinta de grandes éxitos de Simon & Garfunkel de mi padre. Toda la música de mis padres eran discos de grandes éxitos, como si la posibilidad de que hubiera una sola canción chunga fuera demasiado para ellos. Mientras íbamos por la autopista, pensé en celebraciones de cumpleaños anteriores. Los treinta y cinco de mi padre, en aquel oscuro sitio marroquí que Finn conocía en el Village. Los diez de Greta, cuando hicimos que en Il Vecchio escribieran con pimiento «Feliz cumpleaños, Greta» en todas las pizzas. Mis doce, cuando Finn reservó el comedor de un viejo hotel y nos hizo jugar a esos juegos de salón victorianos sobre los que tanto había leído. Se presentó con un sombrero de copa y frac y habló todo el rato con acento británico. Al final de la velada, todos hablábamos igual. Hasta Greta. Todo el rato diciendo «Disculpe», «¿Me haría el favor de?», «¡De perlas!», y buscando excusas para llamarnos «petimetre» y «desvergonzada».

Luego estaban los cuarenta de mi madre, cuando me senté al lado de Finn en aquel restaurante de moda que tenía un pianista de jazz en una esquina y velas en grandes candelabros de cristal cuadrados en las mesas. Yo tenía diez años y Greta doce, y observé el reflejo de la llama de la vela parpadeando en la mejilla de mi madre mientras quitaba el envoltorio del regalo de Finn. Era algo típico de los regalos de Finn. Siempre guardabas el papel de regalo porque siempre era el más bonito que habías visto nunca. Aquel papel de regalo en particular era de un rojo tan oscuro que parecía auténtico terciopelo. Mi madre lo abrió muy despacio, con miedo a rasgarlo, y luego, cuando tuvo un lateral abierto, sacó con cuidado un bloc negro.

Aquel bloc acabó en una estantería del cuarto de Greta. Dentro, Finn había escrito «Sabes que lo que quieres es…», junto a un dibujito a bolígrafo de mi madre con un lápiz en la mano. Lo sorprendente era que aunque el dibujo solo medía un centímetro, se podía ver al instante que era mi madre. Así de bueno era Finn.

Aquella noche, todos los demás hablaban. Mi padre mantuvo una tranquila discusión con Greta porque ella se negaba a ponerse la servilleta sobre las piernas. Mientras, Finn, sentado a mi lado, plegaba y retorcía su servilleta hasta que, de repente, la sacó de debajo de la mesa doblada en forma de mariposa. Entonces la hizo volar hacia Greta diciendo: «Ten, tengo a alguien que necesita unas piernas donde posarse». Greta se rio y se puso la mariposa en el regazo. Mi padre miró a su cuñado y le sonrió. Recuerdo que pensé que yo también quería una servilleta-mariposa, que yo también quería que Finn doblara algo para mí. Fui a pedírselo, pero cuando me giré vi que estaba mirando fijamente a mi madre, sentada enfrente de él. Ella tenía el bloc abierto y observaba aquel dibujito de sí misma. Pasado un rato, alzó la vista y miró a su hermano. Levantó la cabeza muy despacio, y no sonrió ni dijo gracias como se hace normalmente cuando te dan un regalo. No. Solo permaneció allí, ofreciéndole una especie de gesto triste y duro, y luego movió la cabeza lentamente con los labios apretados. Después devolvió el bloc a su envoltorio y lo guardó bajo la mesa. Es una de esas instantáneas que se te quedan grabadas. No sé por qué, algunos recuerdos son así, conservan todo perfectamente. Congelado. Ese recuerdo —los ojos de Finn fijos en los de mi madre y ella sacudiendo lentamente la cabeza— es uno de ellos.

Cuando llegamos a Gasho, seguimos a la recepcionista hasta una de las mesas altas y nos encaramamos a los taburetes. A cada mesa se sentaban unas doce personas alrededor de una gran parrilla, y el chef estaba al otro lado troceando carne con un hacha pequeñita. Mi padre pidió dos jarras de cerveza japonesa. Luego nos miró y preguntó si queríamos unos Shirley Temples.

—No tengo, digamos, tres años, ¿sabes? —respondió Greta—. Tomaré una coca-cola light.

—Yo también tomaré una coca-cola —dije, aunque en realidad me hubiera gustado un Shirley Temple.

Y esa fue prácticamente toda la conversación que mantuvimos aquella noche. No creo que nadie en aquel restaurante hubiera podido adivinar que estábamos celebrando un cumpleaños. Mi padre preguntó a Greta cómo iba la obra, y todo lo que mi hermana pudo responder fue: «Bien». Mi madre comentó un cambio en el menú, pero no pasó de ahí. Ninguno de nosotros era como Finn. Intenté recordar alguno de los juegos victorianos, pero no hubo manera. Quizá se dijo algo más, quizá desaparecieron algunas palabras entre el crujir de pimientos y cebollas, pero así es como lo recuerdo. Permanecí allí, observando al cocinero japonés con su alto sombrero blanco mientras freía nuestra cena, y me pregunté qué sería de mí sin Finn. ¿Me quedaría estúpida para el resto de mi vida? ¿Quién iba a contarme la verdad, la auténtica historia que había por debajo de lo que los demás veían? ¿Cómo se hace para convertirse en alguien que sabe esas cosas? ¿Cómo te conviertes en alguien con visión de rayos X? ¿Cómo te conviertes en Finn?

De vuelta a casa, pensé otra vez en la nota de Toby. Pensé que solo quedaban tres días para el 6 de marzo y en lo estúpida que sería si fuese a la cita. De nuevo, pensé que debería contárselo todo a mis padres. Contarles que aquel tipo había venido hasta la puerta de nuestra casa. Que me había pedido que me viese con él. Que me había pedido que lo mantuviera en secreto. Todavía no era demasiado tarde para contarlo todo.

Mis padres confiaban en mí, lo sabía. Y hacían bien. Yo era una niña que siempre hacía lo correcto. Pero esto era diferente. Sabía que Toby podía contarme historias, enseñarme pedacitos de la vida de Finn que yo desconocía. Y el piso. A lo mejor tenía la oportunidad de volver. Mi madre lo llamaría rebañar el plato, buscando las últimas migajas. Mi madre lo llamaría ser una avara, pero no me importaba. Si una historia puede ser como una especie de cemento, de ese pegajoso que se pone entre ladrillos, de ese que parece el glaseado de una tarta antes de secarse y endurecerse, entonces probablemente yo pensaba que era posible usar lo que tenía Toby para retener a Finn, para retenerlo aquí conmigo un poco más.