VEINTIUNO

Si te colocas en el puente de Sumac Avenue que pasa por encima de las vías del tren y te asomas por la barandilla, puedes ver todo el andén de la estación. Llegué tarde, y me estaba helando de frío porque había metido mi estúpido plumífero azul claro en la mochila. Había tomado el camino más largo: subí por la tienda de bicis y la gasolinera Mobil, y luego crucé los descampados cerca de la iglesia luterana. Al acercarme, empecé a pensar que tal vez Toby no se presentaba. Igual se escondía en algún sitio a espiar si yo venía, exactamente lo mismo que yo había pensado hacer con él.

Oteé desde el borde de la barandilla, procurando no asomarme demasiado. Ni siquiera estaba segura de si lo reconocería, pero lo hice. Lo vi a la primera. Estaba sentado en un banco al final del andén, con las rodillas recogidas contra el pecho y jugueteando con los cordones de sus zapatos. Era delgaducho, pero no exactamente al estilo sidoso. No tenía el aspecto que tuvo Finn al final. Parecía que siempre hubiera sido así.

Lo observé durante un rato. De vez en cuando, levantaba la cabeza y miraba a su alrededor, casi como si estuviera asustado o pudiese adivinar que yo andaba por ahí cerca. Cada vez que hacía eso, yo salía de su campo visual retrocediendo de un salto.

Toby parecía más joven que Finn. Más que mis padres. Si tuviera que calcular su edad, le echaría unos treinta años, pero esas cosas no se me dan muy bien. Desde mi posición podía ver su escuálido cuello y su prominente nuez asomando; su pelo parecía suave, como plumas de polluelo espolvoreadas sobre su cabeza. Se levantó y empezó a pasearse por el andén. Llevaba una mochilita azul, vaqueros, zapatillas deportivas, un grueso jersey gris y una bufanda roja de lana. No parecía tener nada de especial, y me pregunté por qué alguien como Finn habría querido salir con él. Toby miró hacia las vías y luego consultó su reloj. Oí el tren acercándose lentamente.

Toby bajó la vista una vez más a su reloj y luego, antes de que me diera tiempo a pensar, levantó la mirada, dirigiéndola directamente al lugar en que me encontraba. Salté hacia atrás antes de que me viera, y justo entonces decidí que no iba a bajar al andén. Después de todo, no iba a hablar con Toby. No era capaz de hacerlo. ¿Qué podría decirle? No, no iba a bajar. Lo observaría desde arriba y esperaría a que el tren se lo llevara. Él captaría el mensaje.

Regresé con precaución a la barandilla y miré hacia abajo. Toby me estaba mirando directamente, con la vista fija en mi posición. Con una mano se hacía visera sobre los ojos, y cuando me vio levantó la otra mano en un tímido gesto de saludo. Antes de poder decidir lo contrario, hice lo mismo. Asomé ligeramente una mano por encima de la barandilla y la moví.

Luego sonreí. Una leve sonrisa que me salió sin quererlo. No sabía cómo podía sonreír al hombre que había matado a Finn, pero lo hice, y eso pareció sellar algo. Sentí que esa sonrisa me había atrapado, como una especie de promesa que no me dejaba más elección que bajar ese tramo de escalera hasta el andén.

Toby seguía mirándome con un gesto como de preocupación. El modo en que la luz incidía sobre su rostro le confería el aspecto de una pintura medieval, y su mano, que permanecía alzada, parecía protegerle los ojos de algo más grande que él. Señaló hacia el andén y me hizo un gesto con la cabeza para que bajara. Y antes de poder evitarlo, respondí moviendo también la cabeza y me acerqué a la escalera cubierta. Tuve la sensación de estar avanzando a cámara lenta. Como si la escalera fuera a seguir bajando y bajando para siempre.

Pero cuando salí al andén, había luz y hacía calor, y el tren acababa de detenerse. Toby se acercaba con una sonrisa que no era una de esas sonrisas de adulto, demasiado grandes y sin pensamientos detrás. Era una sonrisa de verdad. Como si se alegrara tanto de verme que no pudiera creerse su suerte.

—Vamos —dijo, como si ya nos conociéramos.

Era una hora extraña del día. Mucha gente todavía no había salido de trabajar, y los que sí, se dirigían en su mayoría hacia el norte, de vuelta a sus casas desde la ciudad. Monté en un tren dirección sur, intentando no pensar demasiado en lo que estaba haciendo.

El vagón estaba casi vacío. Toby señaló cuatro asientos enfrentados dos a dos.

—¿Aquí?

Asentí y me senté. Toby ocupó el asiento de pasillo, en diagonal respecto a mí. Sus rodillas invadían el espacio entre nosotros, lo que me obligaba a ladearme hacia la ventanilla para evitar tocarlo.

—Gracias por venir —dijo. Noté que intentaba establecer contacto visual conmigo, pero yo no quería. Mantuve la cabeza vuelta, mirando por la ventanilla un anuncio de vodka Absolut que había en el andén. En la parte de abajo, alguien había escrito «Def Leppard mola», pero otro había tachado el «mola» y había puesto «KK» encima.

—De nada —dije, sin dejar de mirar por la ventanilla.

—No estarás asustada ni nada de eso, ¿verdad? Sé lo que debí de parecerte por teléfono y sé lo que piensa de mí tu familia, por eso me costó encontrar un modo de hablar contigo.

El tren se puso en marcha, meciéndose lentamente de un lado a otro.

—No, no me asustas.

—Bien. Eso está bien. —Miró un asiento vacío al otro lado del pasillo, y luego se giró lentamente hacia mí—. ¿Les has contado a tus padres que venías?

Al principio, no contesté. Luego me volví, lo miré fijamente y dije:

—Esa es una pregunta un poco siniestra, ¿no crees?

Toby pareció preocupado. Hizo una ligera mueca, como si supiera que había cometido un error, pero luego se rio.

—Tienes razón. Es siniestra. Muy siniestra. No era mi intención. —Puso los ojos en blanco. Los tenía castaño oscuro y eran tiernos, me recordaban a los de un animal. Como los ojos grandes y marrones de un caballo—. Finn siempre decía…

Enderecé la espalda cuando pronunció el nombre. Todo mi cuerpo se tensó, y Toby debió de notarlo, porque frunció el ceño y me ofreció una especie de gesto suplicante.

—Oh, no importa —dijo, sacudiendo su larga mano en el aire. Ladeó la cabeza e intentó captar de nuevo mi mirada. Intentó ver si confiaba en él.

—De todos modos, la respuesta es no. No le he contado esto a nadie. —Llevaba una navaja suiza en el bolsillo del abrigo, con el sacacorchos ya sacado. Por si acaso.

Toby rebuscó en su mochila y sacó una bolsa arrugada del Dunkin’ Donuts con una trenza dentro. Partió un trozo y me lo ofreció. El pringoso glaseado se había derretido un poco y el pastel tenía un aspecto asqueroso. No quería aceptarlo, pero había venido directamente del instituto y me moría de hambre.

—Gracias —dije.

Me dediqué a separar las dos tiras de la trenza y, cuando levanté la cabeza, vi que Toby hacía lo mismo. Los dos sonreímos, nerviosos, sin saber qué decir. Luego lamenté haber sonreído, porque no quería que pensase que éramos amigos o algo así.

El tren se detuvo. Las puertas se abrieron y una ráfaga de aire frío se coló en el vagón. Toby ni siquiera parecía darse cuenta de que habíamos parado. Pensé que ya deberían ser casi las cuatro, pero no quería decir nada. Ya le había dicho que no estaba asustaba, y no lo estaba. Las puertas se cerraron de nuevo y el tren arrancó.

—Es como el ADN, ¿verdad? —Sostuvo las dos mitades separadas de la trenza—. Ya sabes, la doble hélice.

Era el tipo de cosa que me hubiera dicho Finn, y no pude reprimir una sonrisa. Había algo que me resultaba familiar en Toby, y me era imposible no seguirle la conversación.

—ADN Dunkin’, glóbulos Dunkin’, una caja de una docena de ojos Dunkin’…

Toby se llevó la mano a la boca para no escupir su pastel. Tenía los labios cubiertos del pringoso glaseado.

—Y bacterias Dunkin’, virus Dunkin’…

Comprendí que se arrepentía de haber dicho esa palabra. «Virus.» Aparté la mirada. Él bajó la vista al suelo, y cuando volvió a levantarla tenía gesto serio.

—Lo echo de menos, ¿sabes? —dijo.

Me comí el último trozo de pastel y contemplé los patios cercados de las casas que limitaban con la vía. A través de algunas ventanas podías ver gente en sus cocinas, preparando la cena. Me limpié los dedos pegajosos en la tela del asiento.

—Yo también —dije, después de un silencio.

—No paraba de hablar de ti. Lo sabes, ¿verdad?

Sentí que se dibujaba una sonrisa en mis labios y que me sonrojaba, así que volví rápidamente la cabeza. Luego comprendí lo que aquello significaba. Yo no había sido un secreto. Toby sabía de mí.

—Sí, claro —dije, encogiéndome de hombros como si no me importara.

—Es verdad.

Permanecimos sentados en silencio. Él jugueteaba con su billete del tren. Lo doblaba y desdoblaba una y otra vez.

—Y ¿qué?… ¿Tú también eres una especie de artista? —pregunté.

—¡Qué va! No. Yo soy una mierda. Un auténtico negado. —Se rio—. Una vez Finn intentó enseñarme algo de escultura, pero… —Me miró. Yo debía de estar torciendo el gesto, porque cambió de tono—. No sé. No funcionó, sin más.

—Igual que yo, entonces.

—¿Por qué lo dices?

—Porque no se me da bien el arte. Ni siquiera soy de las mejores de mi clase. —No quería contarle nada sobre mí, pero me salió sin querer.

—Bueno. Finn pensaba que eras buena. Muy buena. —Descruzó las piernas y se inclinó hacia delante—. Decía que el arte no consiste en dibujar o pintar una bandeja de fruta a la perfección. Tiene que ver con las ideas. Y decía que tú tienes buenas ideas para toda una vida.

—¿Dijo eso?

—Ajá.

Me sonrojé de nuevo y aparté la vista. Miré por la ventanilla y por un segundo fue como si Finn estuviera en el tren con nosotros. Como si Toby tuviera un fantasmita de Finn sobre el hombro susurrándole exactamente lo que debía decir.

No quería dejarme atrapar por todos esos cumplidos, pero resultaba difícil, muy difícil, no regocijarme para siempre escuchando todas las cosas bonitas que Finn había dicho sobre mí. Miré a Toby. Seguramente se lo estaba inventando todo. Él era el especial, al fin y al cabo. Yo solo era la sobrina tonta, y de repente me pareció mal que ese tipo, ese extraño, hubiera hablado de mí con Finn. Que supiera tantas cosas sobre mí y yo nada de él.

—Entonces, ¿te has quedado con el piso de Finn? —pregunté con tono malicioso, más como Greta que como yo misma, pero no me importó.

Toby agachó la cabeza.

—Yo…

—Da igual. No quiero saberlo.

Una pausa.

—Sabes que puedes pasarte siempre que quieras —dijo—. Siempre. Lo digo en serio. A cualquier hora.

Me encogí de hombros. Y, sin poder evitarlo, sentí que me escocían los ojos, que las lágrimas asomaban, y cuanto más intentaba detenerlas, más querían salir. Me giré, pero Toby se inclinó y puso una mano en mi espalda. Me aparté. Respiré lo más lento que pude hasta que sentí que volvía a la normalidad.

—Eh, no pasa nada —dijo. Alcanzó su jersey del asiento a su lado y se lo puso sobre las rodillas, dándome a entender que podía sentarme a su lado si quería.

Miré el asiento vacío para que viese que lo había entendido, pero que no tenía intención de moverme. No necesitaba su ayuda. Pero él no devolvió el jersey a su sitio, sino que dejó aquel asiento vació entre nosotros.

El tren se detuvo en cuatro estaciones más, y yo seguí allí sentada, permitiendo que me alejara cada vez más de mi casa; dejábamos atrás los bosques y atravesábamos los suburbios hacia el ambiente gélido y duro de la ciudad.

Cuando el tren llegó a Grand Central Station, bajamos.

Toby me dio las gracias unas veinte veces más por haber acudido y dijo que esperaba que no fuera la última vez que nos veíamos. Entonces abrió la mochila y me entregó una bolsa de papel marrón.

—De parte de Finn —dijo, acercándose a mí para luego apartarse rápidamente—. Y hay más cosas.

Alcancé la bolsa sin mirarla, como si no fuera importante.

—Bueno, ¿y por qué no las has traído, si hay más?

Él pareció incómodo. Se llevó las manos a la espalda y miró el sucio suelo de la estación.

—Porque pienso que cuando lo tengas todo ya no volverás. Y necesito…, quiero que vuelvas. Muchas más veces.

Luego se llevó la mano al bolsillo, sacó unos billetes y me los dio. No estaban ordenados ni nada; era como si se hubiera metido en el bolsillo un puñado de una gran pila que tuviera por ahí.

—Toma. Ya sabes, por si necesitas algo.

No me fijé demasiado, pero se veía que era mucho. Nuestra vecina la señora Kepfler a veces intentaba darnos un dólar a Greta y a mí. Solo porque parecíamos unas buenas chicas, decía. Pero mi madre nunca nos dejaba aceptarlo. «No aceptéis dinero a menos que sea de alguien de la familia», decía siempre antes de obligarnos a devolverlo.

—No puedo aceptarlo —le dije, tendiéndole los billetes.

—No, no. Sí que puedes. Es de Finn. No es como si os lo diera yo. Y queda un montón. No te preocupes.

—Las cosas que quiero no cuestan dinero —repuse y devolví los billetes a su mano, sin saber si me comprendía: lo que yo quería era que el tiempo retrocediera y que Finn nunca lo hubiera conocido, que nunca se hubiera contagiado del sida y que todavía estuviera aquí conmigo, solos él y yo. Siempre había creído que las cosas serían así.

—Vaya —dijo Toby, y de repente pareció sentirse tonto.

Me pregunté qué pareceríamos los dos, parados en medio del abarrotado vestíbulo de la estación, él con ese puñado de dinero, como esperando a que alguien se lo arrebatara de la mano. Intentó meterse torpemente los billetes en el bolsillo, sin conseguirlo, y entonces, solo por un instante, sentí una especie de lástima por él.

—Vale, vale —dije, y abrí mi mochila—. Pero date prisa.

Sonrió y metió el dinero dentro.

—Es lo que hubiera querido Finn, ¿de acuerdo?

Estuve a punto de decirle que nadie sabía lo que Finn hubiera querido, pero tuve el desagradable presentimiento de que quizá Toby sí lo sabía. Quizá solo yo no tenía ni idea.

—¿Podemos… no sé, tomar un café? ¿Un helado? ¿Algo de beber? —Indicó con la cabeza hacia el bar de la estación.

Miré el gran reloj. Las cuatro y cincuenta. Aunque hubiera querido ir a algún sitio con Toby, ya era demasiado tarde. Tenía que volver para la fiesta.

Negué con la cabeza.

—Tengo que ir a un sitio.

—Claro, claro. Otra vez será, ¿vale? Volveremos a vernos, ¿verdad?

Lo miré de arriba abajo. Estaba ahí con los hombros caídos, sus dedos jugueteaban con un hilo suelto en la costura de su jersey, y sus grandes ojos castaños me miraban como si realmente le importara mi respuesta.

—Bueno…, supongo que te llamaré. Alguna vez, si no tengo nada mejor que hacer.

Su cara se iluminó. Movió la cabeza y me tendió la mano para que la estrechara, pero no lo hice.

—Genial. Cuando quieras, ¿vale? Cuando quieras. Yo siempre estoy libre. Y si alguna vez necesitas algo…, lo que sea… Lo digo en serio.

Así lo dejamos. Antes de que me fuera me preguntó cinco o seis veces si sabría regresar a mi casa, y cuando finalmente se convenció de que sí, nos despedimos. Se dirigió por el pasaje que conducía a la salida, pero aún se detuvo para volver a mirarme. Sonrió y me saludó con la mano, e hizo como si estuviera marcando un teléfono con el pulgar y el meñique y luego me señaló. Asentí para que se fuera, y a continuación saqué un billete de vuelta a casa. Pagué con el dinero que había llevado. Mi dinero, no el que Toby acababa de darme. No volví a mirar el pasaje por donde se había ido. Me quedé en el andén, contemplando las mugrientas vías, esperando mi tren, pensando que probablemente no volvería a verlo nunca.