TREINTA Y TRES
A veces me entretengo jugando a imaginar que me han sacado de mi tiempo. Que en realidad soy una chica de la Edad Media dándose un garbeo por 1987. Funciona en todas partes. En el instituto y en el centro comercial. Cuanto más moderno, mejor. Es una forma de ver todo tal como es. La última vez que lo hice estaba en el supermercado Grand Union, haciendo unas compras que me había encargado mi madre. Fue al día siguiente de mi visita a Toby, y aún procuraba sacarme la nota de Finn de la cabeza.
En cuanto llegué a casa, guardé la agenda ilustrada en el armario, lo más al fondo posible, y cerré la puerta de golpe. Mi plan era ignorarla. Si fingía que no la había leído, no importaría. ¿Quién iba a saberlo?
Pero, evidentemente, aquello no funcionó. Una vez que conoces algo no puedes desconocerlo, y el libro estaba allí, como un fuego ardiendo dentro de mi armario. Algo que yo tenía que apagar. Quizá no estaría tan mal si todos mis recuerdos de mi tío no acabaran hechos trizas. O si me hubiera pedido que cuidara de alguien, de cualquiera que no fuera ese tipo que se lo había cargado todo, empezando por el propio Finn.
Salí de clase con la lista de la compra de mi madre en el bolsillo. En el Grand Union, miré el techo y pensé que los paneles de luz parecían montones de estrellas estiradas como masa de pan con un rodillo. Que los carritos de la compra servirían para cargar leña si tuvieran las ruedas más grandes. Que los plátanos, mangos y kiwis no se parecían a nada que hubiera visto antes. Estaba con un plátano en la mano, sosteniéndolo delante de mis narices, contemplando su piel cerosa y murmurando para mis adentros, cuando de repente Ben Dellahunt se plantó a mi lado y me miró como si fuera el bicho más raro del mundo. Sentí que me ardía el rostro y noté que me estaba poniendo colorada como una tonta.
—¿Qué es esta cosa que los terrícolas llamáis «plátano»? —dijo imitando la voz del señor Spock.
Por mi cabeza desfilaron mil justificaciones diferentes y me dispuse a soltarle una a Ben, pero entonces decidí que mejor no. ¿Por qué debería hacerlo? Tenía cosas más importantes de las que preocuparme. Que Ben pensara lo que le diese la gana.
Me di la vuelta, lo miré fijamente a los ojos y dije:
—Soy un bicho raro. —No era lo que se esperaba, y una sonrisa de perplejidad se extendió por su cara—. A veces me dedico a imaginar que soy una niña medieval que ha aterrizado en nuestro tiempo y que todo lo que me rodea me parece extraño, nuevo y ridículo. ¿Vale? Ahora que ya sabes lo rara que soy, puedes reírte, contárselo a todos tus amigos o lo que te dé la gana. Adelante. No hay más preguntas.
Ben se quedó atónito, con la sonrisita todavía pegada a su rostro. Asintió lentamente como si estuviera buscando una réplica.
—Me gusta —dijo, pasado un rato.
Eso me pilló en fuera de juego, y mi arranque de valentía se esfumó. Acabé sonrojándome de nuevo, y procuré evitar mirarlo a los ojos.
—Bueno —dije—, se supone que no debería gustarte.
—¡Caramba! «Se supone», las dos palabras que más odio. —Ben era tan ñoño que me hizo sentir molona por unos instantes. Intenté devolver el plátano al montón disimuladamente, pero, como cabía esperar, tiré otros dos en el proceso. Ben se agachó para recogerlos.
—No se lo contaré a nadie —dijo—. No soy un bocazas.
—Gracias.
—June.
—¿Sí?
—Tu tío… Vi el artículo en la biblioteca. —Apartó la mirada un segundo—. ¿De verdad tenía sida?
Asentí. Algunos se habían acercado a hablar conmigo en el instituto después de ver el artículo. Supongo que éramos las primeras en tener algo que ver con aquel asunto tan grave que siempre salía en las noticias. Las primeras que ellos conocían, por lo menos, y aquello parecía fascinar a la gente. Cuando me preguntaban, siempre había un ligero tono de respeto en sus voces. Como si el hecho de que Finn tuviese el sida me hiciera de algún modo más interesante a sus ojos. Nunca intenté sacar partido de eso. Cuando la gente me comentaba el tema, se pensaban que estaban hablando de un pariente sin más. Para la mayoría de las personas, un tío es eso. No tenían ni idea de lo que yo sentía por Finn, ni de que al oírles hablar del sida como si la enfermedad fuera la parte más importante de la historia —más importante que saber quién era Finn, o lo mucho que lo quería, o que siguiese rompiendo mi corazón cada hora de cada día— me entraban ganas de chillar.
—Lo siento mucho —dijo Ben.
Eso fue todo. No me hizo preguntas inquisitorias, cosa que le agradecí mentalmente.
Al día siguiente me puse mis ropas de estilo antiguo para ir al instituto. El vestido Gunne Sax con un jersey por encima, un par de gruesos leotardos de lana y, por supuesto, las botas. Llevaba mis típicas trenzas, pero me las até por detrás con un lacito rojo, que conseguí cortando el marcador de una enciclopedia. No me importaba lo que dijera la gente. La nota de Finn me seguía a todas partes, dando vueltas en mi cabeza, y aquel atuendo, aquel otro yo, me parecía un modo de esconderme de ella.
La última clase del día era laboratorio de informática, y me hundí en una de las sillas giratorias. Había chicos de mi clase que ya habían pasado a programar con Fortran, pero yo seguía atascada con el Basic. Semana tras semana, intentaba diseñar un programa que sacara porcentajes cuando introducías números, y no sé por qué, mi aplicación seguía bloqueándose. Aquel día ni me preocupé por trabajar en mi programa de porcentajes, porque lo único en que podía pensar era en aquel «Cuida de él. Hazlo por mí». Escribí el único programa que nunca fallaba:
10 print "¿Qué debo hacer?"
20 goto 10
30 run
Contemplé, hipnotizada, cómo las palabras caían sin parar en un torrente por la pantalla. Aguardé, con la esperanza de que el ordenador fuera más inteligente que yo. Que pudiera detener la estúpida cascada de palabras que lo había forzado a verter en su pantalla y me escupiera una respuesta. Pero, como cabía esperar, no pudo. Siguió mostrando mi absurda pregunta una y otra vez, hasta que el señor Crowther se acercó y me dijo que me pusiera a trabajar en serio.
Después de clase, la luz roja del contestador me indicó que había dos mensajes. Arrojé la mochila sobre la mesa y los escuché. Primero apareció la voz de mi madre:
«A ver, chicas. Solo llamaba para decir que compraremos unas pizzas de vuelta a casa. Estaremos allí a eso de las ocho. No os preocupéis por la cena. Haced los deberes. Volveremos pronto. Os quiero.»
Luego, la de Greta:
«Hola. ¿Mamá? Bueno, quién sea, da igual. Voy a cenar con Megs en la cafetería, ¿vale? Tengo ensayo hasta las nueve… por lo menos. Ciao.»
Aquella noche mis padres trajeron pizza de champiñones y una gran ensalada griega, dos cosas que normalmente me apasionaban, pero en lugar de lanzarme sobre ellas, les dije que me encontraba mal. Después de posarme la mano en la frente por turnos, me dejaron subir a la cama.
Estuve la siguiente hora pasando muy despacio las páginas de la agenda ilustrada otras tres veces, buscando en vano alguna anotación más, algo que me dijera exactamente lo que se suponía que debía hacer.
Escuché a Greta entrar en casa a las nueve y media. Pegando la oreja a la pared, oí que ponía el New Year’s Day de U2. La oí canturrear, así que apreté más la oreja contra la pared. Me encantaba oír cantar a Greta, sobre todo si ella no sabía que la estaba escuchando.
Deslicé la agenda ilustrada bajo mi almohada y alcancé las dos latas de Yoo-hoo que me había parado a comprar después de clase. Luego llamé a la puerta de mi hermana. No contestó, pero entré de todos modos.
De espaldas a mí, Greta se estaba poniendo el pijama, que era de franela y a cuadros escoceses. La abuela Elbus siempre nos mandaba pijamas de franela a juego por Navidad.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada. Solo me apetecía hablar.
—¿Tienes un hueco para eso en tu horario?
—Olvídalo.
—Venga —dijo Greta—. Solo estaba haciendo el tonto. Cierra la puerta.
Lo hice y dejé las latas de Yoo-hoo sobre su mesa. Quité un montón de ropa de la silla, lo deposité en la cama y me senté.
Greta se quitó el sujetador y se lo sacó por la manga. Cuando ya estaba vestida del todo, se dio la vuelta. Al ver que yo llevaba el mismo pijama, puso los ojos en blanco.
Greta era la única persona a la que podría contarle lo del libro, lo que me había pedido Finn. Mi hermana se estaba mordiendo las uñas, algo que llevaba años sin hacer, y yo intentaba decidir si podía confiar en ella o no.
—Se supone que el coreógrafo viene mañana —dijo—. Así que estaremos bailando toda la tarde. —Se dio otra vez la vuelta y empezó a peinarse.
—¿Eso es bueno o malo?
—Ya me da todo igual. —Me miró y luego dijo—: Podrías venir si te apetece.
—No sé. Sería raro, ¿no crees? Presentarme yo allí, de repente. —La conversación era frágil, como me pasaba siempre con Greta.
—No, qué va. Puedes juntarte con la pandilla de cerebritos que se encargan de las luces. Sube a ver lo que hacen allá arriba.
—Greta.
—¿Qué?
—¿Te has visto alguna vez en una de esas situaciones en que no sabes si hacer una cosa y, aunque decidas hacerla, no estás segura de cómo?
Me miró fijamente, entornando los ojos como si intentara sonsacarme la verdad. Luego, lentamente, una sonrisa se adueñó de su rostro. Se acercó y se sentó a mi lado.
—¡Lo sabía! —dijo, dando un palmadita en la cama—. Hay alguien. Todas esas escapadas. El maquillaje… Ay, Dios, sabía que tenías algún novio secreto. Si mamá se entera date por muerta.
—No. No es eso…
—June, escúchame. No debes tener sexo a menos que estés total y completamente preparada. Lo digo en serio. Lo que le pasó a Hallie Westerveldt, la hermana pequeña de Keri, ¿sabes? Bueno, lo lamentará el resto de su vida.
—No es cosa de sexo. En serio… —De repente me eché a reír, porque me pasó por la cabeza la absurda idea de que Toby fuera mi novio secreto.
—¿Ves? Te he pillado. Lo sabía. Esa risita te delata.
—¡Calla, anda! No hay ningún novio secreto. ¿Quién iba a querer montárselo conmigo? Por favor.
—Pues alguno habrá. ¿Ben? ¿Es Ben Dellahunt? Es Ben, ¿verdad? Me dijo que le gustaban tus botas.
—Bueno, pues que se lo monte con mis botas, entonces.
Las dos nos desternillamos de risa.
—Menuda guarrada, June. Eres una guarra.
Estar las dos juntas, con nuestros pijamas a juego, partiéndonos de risa en el cuarto de mi hermana, sentaba muy bien.
Yo seguía riéndome, pero Greta se paró, con un repentino gesto de seriedad.
—June, lo digo en serio, ¿vale? No hagas ninguna tontería.
—Vale.
—En serio. De verdad.
—Vale.
—Y no te ofendas, pero puedo ayudarte con el maquillaje si quieres. Se te va un poco la mano.
Me reí otra vez.
—Vale —dije.
—Entonces, ¿qué? ¿Te vienes a la fiesta el sábado? —No sabía nada de una fiesta y puse cara de sorpresa.
—En el bosque otra vez. Como la última. Todo el reparto de la obra, los ayudantes y… Ben.
—No sé.
—Pues claro que vas a venir —dijo.
Y en ese momento me recordó de nuevo a la Greta de antes. La Greta de nueve años que esperaba el autobús sujetando por los hombros a su hermanita de siete. Las niñas Elbus. Así nos llamaban. Como si no tuviéramos nombres diferenciados. Como si fuéramos una unidad sólida e inquebrantable.
Me alegré de no haber sacado el tema del libro. Greta quería que le confiara cosas normales. Novios, sexo y enamoramientos. Cosas que podíamos tener en común. Pero lo único que yo tenía era a un hombre raro en la ciudad, excursiones secretas a Playland y peticiones de ayuda de los muertos.