TREINTA Y DOS

Cuando tenía doce años y medio, justo antes de descubrir que Finn estaba enfermo, conseguí pasar cuatro días en su casa. Fue el fin de semana del 4 de Julio. Greta estaba en un campamento de verano en Rhode Island, y mis padres tenían planeado hacer una escapadita a Maine con los Ingram y otra pareja. Intentaron buscarme otro sitio, pero no había nadie disponible, así que tuve suerte.

Todas las noches, Finn bajaba The Joy of Cooking de la estantería de la cocina. Lo sostenía en alto y decía: «A ver qué damos de comer hoy al cocodrilo». Tamborileaba con los dedos sobre el libro como dispuesto a buscar una receta, pero yo me sabía su truco. Finn había vaciado ese libro y lo había convertido en una caja secreta donde guardaba menús de los mejores restaurantes de la ciudad. Todas las noches hizo lo mismo. Los repasábamos hasta encontrar exactamente lo que más nos apetecía. Un país distinto cada noche. Así eran las cosas en casa de Finn. No es que él no supiera cocinar, pero no quería meterse en terreno de otros. «La gente debe hacer lo que mejor se le da —decía—. Nosotros simplemente colaboramos con ellos, ¿verdad, cocodrilo?»

El 4 de Julio le pregunté si podíamos ir a ver los fuegos artificiales. Finn se encogió de hombros.

—Te seré sincero, June. No me entusiasman demasiado. No les pillo el punto.

—Bueno, es el día de la Independencia.

—Independencia, ¿de qué, exactamente?

—Pues ya sabes, de los ingleses.

—Bueno, dime, ¿qué tienen de malo los ingleses?

—No lo sé. Nos obligaban a pagarles tributos y esas cosas, ¿no? Nos traían su té y luego nos hacían pagar un montón de impuestos.

—Los impuestos no son el fin del mundo.

—Díselo a mamá y papá.

Los dos reímos. Finn se estaba dejando el pelo largo y se lo recogió detrás de la oreja, pero cada vez que se reía se le escapaban unos mechones. Me daban ganas de acercarme y colocárselos bien, pero hubiera resultado extraño.

—Yo tengo un montón de amigos ingleses, June. —Hizo una pausa—. ¿Sabes?, uno de mis mejores amigos es inglés. —Me miró, como esperanzado en que yo fuera a preguntarle por su amigo.

Y estuve a punto de hacerlo. Aquel fue el único instante que yo recuerde en que podría haber descubierto a Toby. Durante aquellos ocho años, fue el único momento que hubo. Podría haberle preguntado y quizá Finn lo habría soltado todo. Pero no me gustaba pensar que Finn tenía otros amigos íntimos, quería imaginarme que era como yo, que solo nos teníamos el uno al otro. Así que no le pregunté y dejé que pasara el momento. En su lugar, entorné los ojos.

—Los ingleses ya no son malos. Ya sé que ahora son simpáticos e inofensivos.

Finn me dio unas palmaditas en la espalda.

—Tienes razón. Ve a ponerte el abrigo. Conozco una azotea desde donde podremos ver los fuegos artificiales.

Aquella noche, Finn me agarró de la mano y paseamos juntos por la calurosa noche de la ciudad. Sabía que me sudaba la palma, pero él no dijo nada. Si había algo o alguien que queríamos que el otro viera, nos apretábamos la mano, no muy fuerte, lo justo para hacernos saber que había que mirar. Llevábamos haciendo eso desde siempre. Normalmente, era Finn el que apretaba mi mano, porque siempre se fijaba primero en las cosas, y luego yo tenía que mirar rápidamente alrededor hasta localizar lo que él me estaba indicando. Pero aquella noche había tantos locos sueltos por las calles que nos dábamos los apretones a la vez, apretando con fuerza las palmas. A veces, yo le apretaba incluso cuando no había nada, solo porque no podía evitarlo. Entonces Finn buscaba en todas direcciones, hasta que finalmente renunciaba y me miraba todo sorprendido. Yo me reía y él me daba un golpecito con el hombro. Me encantaba.

Estaba en el tren de regreso de las 3.37. Tenía ese olor a tren de cercanías —perfume, sudor y papel de periódico— e iba casi lleno. Tuve suerte y encontré dos asientos vacíos al final del vagón. Sabía que no debía hacerlo, pero puse mi mochila a mi lado para que nadie pudiera sentarse.

Tenía el regalito encima de las rodillas, envuelto con el papel azul de mariposas. No lo abrí, porque me daba reparo abrir algo de un muerto. Sobre todo, de un muerto al que había querido. Abrir un regalo de alguien vivo ya da bastante miedo. Siempre existe la posibilidad de que el regalo sea muy malo, algo que no te guste nada, que te demuestre que esa persona no te conoce en absoluto. Con aquel regalo de Finn no ocurriría así, pero lo que me daba miedo era que sabía que sería perfecto —completa, totalmente perfecto—. ¿Y si nadie volvía a conocerme así? ¿Y si me pasaba toda la vida recibiendo regalos mediocres —cestas de baño, cajas de bombones y patucos para dormir— sin encontrar nunca a alguien que me conociera como Finn?

Pasé los dedos por el papel sedoso con los ojos cerrados, y luego despegué la cinta adhesiva con sumo cuidado. Era un papel de regalo elegante, recio, así que no me costó quitar la cinta sin rasgarlo. El papel iría al fondo del armario con el resto de cosas secretas y valiosas.

Deslicé el libro sobre mi regazo.

La mujer medieval: una agenda ilustrada.

La portada era granate y tenía una ilustración con hombres y mujeres de la Edad Media recogiendo manzanas y peras. Justo en medio había una mujer con una cesta de manzanas en equilibrio sobre la cabeza y una mano en la barriga, como si hubiera comido demasiada fruta.

Apreté el libro contra mi regazo, temerosa de abrirlo, porque Finn era de esas personas que siempre escriben algo dentro de los libros y no quería ponerme a llorar en aquel tren. Así que en lugar de abrir la portada, ojeé algunas páginas del medio. Era un libro bonito. Tenía dibujos a un lado y seguía un calendario mensual por semanas. En julio salían mujeres escultoras, una panadera y un par de mesoneras. En agosto aparecía una vendedora de puerros, tres canteras construyendo las murallas de una ciudad y una cirujana realizando la incisión de una cesárea. En esta última ilustración, el bebé estaba medio asomado y parecía una niña de ocho años confusa en lugar de un recién nacido, lo cual confería al conjunto un aire bastante tétrico.

Seguí pasando las hojas. Me pareció que era quizá el mejor libro que había tenido jamás. Entonces, caí en la semana del 13 al 18 de septiembre y fue como descubrir una araña trepando por mi manga: la delicada letra de Finn se extendía por la página. Tapé sus palabras con la mano y cerré el libro de golpe.

Una mujer al otro lado del pasillo me miró.

—¿Estás bien?

Asentí, y la mujer volvió a concentrarse en su revista.

Abrí lentamente el libro. La nota era un galimatías. Garabateada y torcida.

Queridísima June:

Tengo que decirte esto.

Todo está fatal. Toby no tiene a nadie.

Por favor, cocodrilo, créeme. Es bueno y cariñoso.

Cuida de él. Hazlo por mí.

Necesito unas manos nuevas. ¡Estas ya están gastadas! ¿Puedes leer esto?

Me apareceré en los Cloisters para ti si puedo.

Con todo mi amor,

Finn

En la otra página había un detalle de una pintura francesa del siglo XV. Se titulaba Enfermera dando de comer a un enfermo. El paciente se encontraba en una cama, tapado con una manta azul marino en una habitación en la que había muchas otras camas. Tenía mal aspecto —gris y calvo, una mano en el pecho como intentando captar el momento preciso en que su corazón dejaría de latir—, pero el de la enfermera era incluso peor. Le estaba metiendo una cucharada de algo en la boca, y su rostro parecía asustado y más gris que el del hombre.

Cerré el libro y lo guardé en la mochila. La metí bajo el asiento de delante. Estuve mirando por la ventanilla durante el resto del trayecto. Edificio, árbol, coche, coche, furgoneta, muro, descampado, furgoneta. Miré atentamente, intentando encontrar un patrón, pensando que si miraba con atención, igual las piezas del mundo volverían a encajar y formarían algo que yo pudiese entender.