CINCUENTA Y NUEVE
Ya en el piso de arriba, me lavé los dientes y a continuación me senté en el borde de la bañera, mirando el abrigo. Ahí estaba, como un lobo muerto, todos los hermosos olores de Finn eliminados por el agua. Lo toqué, suavemente al principio, acariciándolo con la mano abierta.
—Lo siento —susurré, y froté con más fuerza la tela, una y otra vez.
Aunque las luces estaban apagadas y pasaba de la medianoche, aquel sábado no quería terminar. El día aguantaba, manteniéndome despierta, obligándome a estirarlo hasta el domingo. Tumbada en la cama, repasé una y otra vez lo que Greta había hecho por mí. Por Toby y por mí. Y luego pensé en Toby, y me sentí fatal por el lío en que lo había metido. Me preguntaba si lo tendrían encerrado en el calabozo de la comisaría, pasando frío y empapado. Ese en que nos metieron apretujados a toda la clase cuando fuimos de visita con el colegio en cuarto. «Aquí es donde no os gustaría acabar nunca, ¿verdad, niños?», bromeó el policía. Todos asentimos, excepto Evan Hardy, que apoyó las manos en sus caderas de niño y dijo: «Sí, a mí sí me gustaría». Recuerdo que temí por Evan. Recuerdo que pensé que lo dejarían allí dentro si seguía hablando así. Ahora estaba Toby, y me moría por atravesar corriendo las calles de la ciudad hasta aquel calabozo. Quería llevarle ropa seca y decirle cuánto lo sentía.
Intenté apartar todo aquello de mi mente. Conté hacia atrás desde mil. Escuché el ritmo de los ronquidos de mi padre y traté de acompasar mi respiración a la suya. Abrí la cortina y me tumbé boca arriba. La tormenta había amainado, y contemplé las nubes postormenta que pasaban rápidas por delante de la luna, tapándola para luego dejarla brillar. Entonces, en medio de todo aquello, oí un llanto.
Pegué la oreja a la pared junto a mi cama. El lloro continuó, luego se detuvo un rato y después comenzó de nuevo. Greta estaba despierta.
Las luces del cuarto de mi hermana estaban apagadas, salvo la lámpara nocturna azul con forma de corazón que tenía debajo de su mesa. Cuando abrí su puerta, Greta se acurrucó rápidamente bajo las mantas y volvió la cara hacia el otro lado.
—¿Puedo entrar?
Mi hermana se encogió de hombros y yo me metí en silencio en su cama, apretando mi espalda contra la suya. Permanecimos así, sin decir nada, con los cuerpos rígidos y tensos.
—Gracias por todo lo que contaste —le dije.
Me pareció que se secaba los ojos con el edredón.
—No debí llamarlo. Sé que lo odias… —Noté que mi voz se rasgaba.
Greta se echó a reír sin pizca de alegría, más bien con tristeza y frustración.
—No lo pillas, ¿verdad? —Noté que sacudía la cabeza y me volví. Se había incorporado y buscaba algo bajo el colchón. Sacó una botella de licor—. Baja a buscar algún refresco del frigorífico, ¿vale?
—¿De qué tipo?
—Me da igual, pero no hagas ruido.
Salí con sigilo y regresé con una botella a medias de Cream Soda y un vaso. Greta se echó un poco de licor y lo completó con la gaseosa.
—Toma —dijo, ofreciéndome la mezcla.
Bebí un sorbo. Sabía muy empalagoso y a continuación venía el ardor del licor. Le devolví el vaso y ella se lo acabó de un trago. Volvimos a acurrucarnos bajo las sábanas.
—¿Qué es lo que no pillo? —Bajé la vista, con la esperanza de que me contestaría si no la miraba directamente a los ojos.
—La suerte que tienes —susurró, y luego se dio la vuelta.
—Ya.
—¿Sabes lo que se siente cuando deseas que alguien muera?
—Yo…
—¿Alguna vez te has preguntado cómo supe que Finn estaba enfermo mucho antes que tú pese a que él era tu padrino?
Lo pensé un instante.
—No… A ver, siempre te enteras de las cosas antes que yo. Así ha sido siempre.
Greta se acercó a mí, pegando su cuerpecito a mi voluminosa masa.
—¿Te acuerdas del día en que Finn nos llevó a Serendipity a tomar batidos de chocolate? ¿Te acuerdas del sitio?
Asentí. Serendipity era una heladería estilo antiguo que estaba de moda en el Upper East Side. Por dentro era oscura, con mucha madera, y recuerdo aquellos enormes chocolates helados cubiertos por una montaña de nata. Greta y yo compartimos uno con dos pajitas.
—Eso fue antes de que hubiera empezado con el retrato. Yo tendría tu edad de ahora, o menos. Igual todavía tenía trece, no lo sé. Mamá, tú y yo estábamos en casa de Finn después de volver de Serendipity. Yo fui al baño y dejé la puerta entornada, y mamá entró y me vio usando la barra de cacao de Finn. Todavía recuerdo la cara que puso. Lo recuerdo como si estuviera viendo una foto. De terror. Me quedé helada, sujetando la barra, avergonzada y con sentimiento de culpa, y mamá me la arrancó de la mano. Con fuerza. Me hizo daño y todo. Se metió en aquel pequeño cuarto de baño y cerró la puerta. Yo no comprendía qué estaba pasando. Sabía que no debía tocar las cosas de Finn, pero él siempre se ponía aquel bálsamo para labios que olía a coco y piña. ¿Te acuerdas? Olía tan bien.
Me acordaba. Sabía exactamente de qué olor estaba hablando.
Greta se encogía a medida que hablaba, hasta que su columna formó una curva apuntando hacia la mía.
—No sabía lo que estaba pasando. No tenía ni idea. Y mamá empezó a gritarme intentando no elevar la voz. Luego, de repente, se echó a llorar y me abrazó. Me preguntó si era la primera vez que usaba la barra de labios de Finn. Le contesté que sí y pareció calmarse, y me abrazó con más fuerza. Entonces me contó que Finn estaba enfermo. Me dijo lo del sida. Me lo contó y me hizo prometer que no volvería a usar sus cosas nunca más. Dijo que no debía preocuparme, porque solo había sido una vez. Me tranquilizó diciendo que no pasaría nada. No pasará nada, repetía, mientras me frotaba los labios con papel higiénico. Le prometí que no volvería a hacerlo nunca más. ¿Te acuerdas de los labios de Finn, June? ¿Te acuerdas de lo agrietados que los tenía? Todos los inviernos le sangraban.
Asentí. No sabía qué decir.
—Pero ¿sabes qué? —Giró el cuerpo para mirarme directamente, de modo que nuestras caras casi se tocaban—. Pues que no me asusté ni nada. Cuando mamá cerró la puerta y volvió al salón, me senté en el suelo del lavabo y estaba feliz.
—¿De qué hablas?
—Pensé en Finn… Si se estaba muriendo, entonces igual podríamos volver a ser como antes. ¿Has visto cuánta maldad? ¿Has visto lo mala que soy? —Se tapó la cara con la sábana.
—Pero si tú me odias.
Greta resopló.
—Eres tan, tan afortunada, June. ¿Por qué tienes siempre tanta suerte? Mírame. —Asomó los ojos, cubiertos de lágrimas—. Me he pasado todos estos años observándoos a ti y a Finn. Y después a ti y a Toby. ¿Por qué, June? ¿Cómo has podido preferir a Toby antes que a mí?
—Pero Finn siempre te preguntaba si querías venir con nosotros. Lo sabes. Y tú siempre te comportabas como si fuera lo último que te apeteciese.
—Finn siempre me preguntaba, claro que sí. Pero yo sabía que tú esperabas que le dijera que no. No me mientas, sé que lo deseabas. Era como una trampa. Si yo os acompañaba, te molestaría. Y si no iba, bueno, entonces no formaría parte de lo vuestro.
Era cierto. Por supuesto, mi hermana se daba cuenta.
Busqué su mano, pero no la encontré y le acaricié suavemente el hombro.
—No lo sabía.
—¿Ni siquiera te acuerdas de lo unidas que estábamos? Yo pensaba que me encontrarías en el bosque y…, y te preocuparías. ¿Cómo iba a competir con Finn? ¿Cómo iba a ser yo mejor que Toby? Me voy, June. Un par de meses más y me iré, y luego… no sé. ¿Y si acabamos como mamá y Finn? ¿Y si me marcho y se acaba lo nuestro? Es como… Siento como si me estuvieran arrojando al mar. ¿Entiendes? Cuando te seguía por el bosque, vi que jugabas como una niña. Como una niña de verdad, ¿sabes? Como hacíamos antes. Me moría de ganas de gritarte: «Eh, June, estoy aquí. Oye, déjame jugar contigo».
Se tumbó boca arriba, y yo también, las dos mirando al techo, bajo el edredón blanco estampado de arcoíris y nubes de Greta, el mismo que tenía desde los diez años. Los ronquidos de mi padre se oían en el silencio. Un rayo de luz de luna se coló entre las cortinas e iluminó el polvoriento globo terráqueo que había en la mesa.
Estuvimos charlando en la oscuridad durante horas. Le conté todo lo que había pasado ese día: lo del cuadro; que nuestros padres pensaban que era todo culpa mía; que dejé que lo creyeran, porque era lo correcto, lo noble. Greta me contó que había intentado estropear el retrato, pero que nunca lo conseguía. La calavera y los labios. En cierto modo, lo hacían más hermoso, dijo. Me explicó que a veces bajaba a la cámara del banco y se quedaba sentada, con la esperanza de que yo apareciera por allí. De que la pillara. Lo mismo que hacía con Bloody Mary. Ella intentaba cagarla todo el rato, pero, de algún modo, cuanto más empeño ponía en hacerlo mal, mejor le parecía a la gente el resultado.
—Yo lo noté —dije—. Te vi en el escenario y supe que estabas intentando cagarla. Fui la única que pareció darse cuenta.
—Sé que eres la única. Esa es la historia. Somos dos huérfanas. Sabía que tú lo notarías. Siempre te decía que vinieras a los ensayos, pensando que… No sé. —Su voz se le atragantó en la garganta—. No quiero que volvamos a tratarnos mal.
—Yo nunca quise —dije. Y finalmente descubrí que habíamos sido las dos. Siempre fuimos las dos, no era solo ella. Todo lo que había dicho era cierto. Después de tantos años siendo amigas fieles, yo la había abandonado. ¿Cómo pude no darme cuenta? ¿Cómo pude haber sido tan egoísta?
Greta se bajó de la cama y encendió la radio con el volumen muy bajo. Tenía una percha pegada a la antena y podía pillar la WLIR desde Long Island. La WLIR era la radio que molaba, porque ponían sobre todo música inglesa. Estaba sonando esa canción de Echo and the Bunnymen, «The Killing Moon», y la escuchamos.
—Cuéntame qué pasó en el bosque —dije después de un rato.
—Vete a dormir.
—Lo siento si Toby te asustó —susurré—. No sabía qué hacer.
Greta se alejó más de mí para que ya no nos rozáramos. Parecía que no iba a decir nada, pero luego, tras una larga espera, carraspeó.
—Creo que lo asusté más que él a mí —dijo.
—¿Estabas sola en el bosque? —pregunté bajito, temiendo que Greta se encerrara en sí misma.
—Al principio pensé que eras tú. Luego oí una voz de hombre. Muy ronca. Me llamaba por mi nombre y decía que no me inquietase. No dijo «No te asustes», sino «No te inquietes». Entonces fue cuando grité. Y yo sé chillar fuerte cuando quiero. Él dio un respingo y parecía que iba a echar a correr, pero entonces balbuceó algo sobre que mamá y papá habían visto el cuadro. Dijo que venía de tu parte, que era el amigo de Finn. Y entonces todo encajó. Intenté ponerme en pie. Me sacudí las hojas, pero estaba llena de barro y chorreaba. Me resbalé. No quería su ayuda, pero no tenía opción. Apenas podía mantener los ojos abiertos. Y entonces él se quitó el abrigo, de eso sí me acuerdo. Se quitó el abrigo, lo extendió en el suelo y me depositó encima. Luego me dijo que me volviera a dormir. Que todo iba a salir bien.
—Toby no es cómo piensas, Greta.
Entonces le conté todo lo que sabía sobre mamá. Todos sus celos y su pena. Toda la maldad que puede surgir cuando quieres a alguien más de la cuenta.
Greta se rio, apenas un ligero y triste resoplido por su nariz.
Cerré los ojos y dejé que Depeche Mode, Yaz y The Cure borraran todo lo que había pasado. No quería que mi mente fuera más allá del ahora, porque cada vez que lo hacía, veía la cara desconsolada de Toby en el coche patrulla y no podía soportarlo. Todavía no.
Permanecimos un buen rato en silencio, pero ninguna de las dos podía dormir. Pasado un rato, Greta me dio un golpecito en la espalda.
—¿Qué?
—¿Te has enterado de que la WPLJ ha prohibido esa canción tan estúpida de George Michael, «I Want Your Sex», por lo del sida?
Moví la cabeza.
—Como si la gente se fuera a poner cachonda al escuchar esa bazofia.
Ahí fue cuando estallamos en carcajadas. Nos reímos hasta que Greta se cayó de la cama. Y siguió riéndose en el suelo. No me acordaba de la última vez que habíamos reído así las dos juntas, y comprendí que eso significaba que mi hermana estaba empezando a volver. Que, de algún modo, Toby había ido al bosque y había sacado de allí a Greta para mí. Me había devuelto a mi hermana.
Escuchamos más música, bebimos brandy con Cream Soda y charlamos sin parar, y aquel sábado no acabó nunca. No para nosotras. Nos quedamos despiertas hasta que el mundo empezó a iluminarse de nuevo. Hasta que vimos el rosado amanecer por encima del seto recién podado de los Gordano.