VEINTISIETE

Greta era la única que se encontraba en casa cuando llegué. La campaña de la declaración de la renta estaba entrando en su fase dura. «La hora de la verdad», como lo llamaban mis padres, lo que significaba que la mayoría de las tardes no volvían a casa antes de las ocho. Greta, tirada en el sofá, veía un episodio de Fama que tenía grabado en vídeo. Leroy estaba de pie con las manos en las caderas, echando la bronca al profesor de ballet como de costumbre.

Ya casi había pasado una semana desde la fiesta, y el tema de lo sucedido en el bosque aún no había salido entre nosotras. Seguía sin saber cómo Greta había llegado hasta mi rincón preferido, pero no podía preguntárselo. No sin desvelar lo que yo hacía en el bosque. A veces la observaba, cuando esperábamos el autobús o durante la cena, intentando adivinar si recordaba algo de lo que había dicho, pero no veía señales de que así fuera. Cuando me oyó entrar aquella noche, sonrió.

—Problema. Gordo.

—¿Qué pasa?

—Bueno, ¿dónde estabas?

—¿A ti qué te importa?

Había algo en haber salido por ahí con Toby, en haberme ido tan lejos de casa sin que nadie lo supiera, que me hacía sentir poderosa. Me planté delante de Greta, y por un momento mi hermana me pareció pequeña y triste. Entonces apagó la tele, se sentó con la espalda recta y, como siempre, recuperó el control de la situación.

—¿Y bien?

—En la biblioteca, ¿vale? Con Beans. ¿Te resulta muy interesante?

Una ancha sonrisa se extendió por su cara, y siguió mirándome como a la espera de que yo comprendiera algo.

—¿Qué pasa? —dije.

—Así pues, ¿hoy era el día de las niñas con pinta de prostitutas en la biblioteca?

—¿De qué hablas?

Volvió a encender la tele, dejó de mirarme y luego dijo: «Bonito maquillaje». Entonces se me cayó el alma a los pies. Todavía llevaba el montón de maquillaje que me había puesto para la foto. No queríamos ponérnoslo, pero la mujer de Playland había insistido. Toby se quitó el suyo en cuanto terminamos, pero yo no. No es que me gustase cómo me quedaba. Era más bien que me sentaba bien llevar un aspecto distinto al de siempre. Y, lo reconozco, quizá estaba más guapa.

Resultó que mis padres iban a cenar fuera con un cliente, así que me serví un tazón de sopa de pollo y arroz y me senté a la mesa de la cocina. Me costó no volver corriendo al salón y contarle a Greta todo sobre Toby; sabía que la dejaría boquiabierta. Me hubiera encantado contarle que él andaba detrás de mí. Que había venido a buscarme. Quería abrir esa carpeta de bocetos, tirárselos a Greta a la cara y decirle: «Mira, ¿ves? Sé un montón de cosas que tú ignoras».

La sopa estaba caliente y salada, y me la tomé lo más rápido que pude. Luego subí a mi cuarto y encendí todas mis velas. Tenía un conjunto de seis velas eléctricas parpadeantes que estaban muy baratas en los almacenes Woolworth’s después de las Navidades. La llama era demasiado anaranjada, pero eran lo mejor que tenía. En mi habitación hay dos ventanas, así que puse una vela en cada una. Apiñé el resto sobre mi mesa. Cuando tenga mi propia casa pondré velas de verdad por todas partes. Candelabros sobre la chimenea, y grandes lámparas de araña llenas de velas colgando del techo. Incluso si acababa en algún pisucho por ahí, lo convertiría en algo de otra época. La gente llamaría a mi timbre y, cuando les abriera, no darían crédito a sus ojos.

Una vez le conté eso a Finn. Estábamos en una exposición de cerámicas turcas del siglo XVI en el Metropolitan. Nos encontrábamos delante de esos portavelas pintados de azul y blanco con tanto detalle, y yo le expliqué exactamente cómo sería mi casa un día. Él se volvió hacia mí sonriendo, sus ojos más azules que nunca, y dijo:

—Eres una romántica, June.

Yo estaba justo a su lado para no perderme ni una palabra de todo lo que sabía sobre la exposición. Al instante, retrocedí un paso y me sonrojé tanto que casi no podía respirar. Me pareció que toda la sangre me había subido a la cara, dejando la piel alrededor de mi corazón completamente transparente.

—No lo soy —protesté. Mantuve la cara apartada, temerosa de que Finn pudiera ver lo avergonzada que estaba. Aterrada de que fuera capaz de leer todos los extraños pensamientos que tenía.

Cuando por fin volví a mirarlo, él puso una mueca divertida, pero un atisbo de preocupación le surcó el rostro. Luego sonrió, como intentando ocultarlo.

—Una romántica, he dicho, no una bobalicona. —Se inclinó como si fuera a darme un codazo juguetón, pero no lo hizo.

—¿Qué diferencia hay? —pregunté con cautela.

—Ser una romántica significa que siempre ves las cosas hermosas. Todo lo bueno. Te niegas a ver la cruda realidad de lo que te rodea. Crees que todo terminará saliendo bien.

Respiré aliviada. Eso no estaba tan mal. Sentí que la sangre iba bajando de mi cara.

—Bueno, ¿y tú? —me atreví a preguntarle—. ¿Eres un romántico?

Finn se lo pensó. Me miró entornando los ojos, como intentando atisbar mi futuro. O eso me pareció. Luego dijo:

—A veces. A veces lo soy, y a veces no.

Saqué la carpeta de bocetos y los fui pasando hasta llegar al del lobo. La tenue luz de mi cuarto parecía destacarlo aún más. O quizá se debía a que ya lo había visto antes y mis ojos sabían cómo llegar al espacio negativo. Repasé el borde con el dedo, adormilándome por momentos.

Aquella noche dormí con la carpeta de bocetos bajo la almohada y las velas eléctricas encendidas, que no dejaron de titilar. Soñé con los lobos del bosque, saliendo del espacio entre Greta y yo. Los vi saltando con gracia del retrato al mundo real. Uno tras otro, se sacudieron su esencia pintada y se volvieron reales, hasta que hubo una manada completa. Una manada entera y hambrienta corriendo sobre el manto de nieve del bosque. Soñé que yo estaba allí. Que podía entender su lenguaje.

«Tú quédate con su corazón —gruñó uno de ellos—. Yo me quedo los ojos.»

Y en el sueño ni siquiera eché a correr. Permanecí donde estaba, esperando a que los lobos me hicieran trizas.