CUARENTA Y UNO
Era sábado, el día de la fiesta, y entré al ensayo por si Greta me estaba buscando. Tocaba representar la obra entera, y el señor Nebowitz parecía exasperado. Hacía repetir las frases a los chicos una y otra vez hasta que quedaba satisfecho.
—Se supone que eres una enfermera, Julia —le oí decir—. No puedes quedarte ahí enfurruñada. ¡Venga, chicos! Echadle ganas. Hoy ha venido gente de la ciudad, por si no os habíais dado cuenta. —Señaló los dos asientos a su lado. Un hombre mayor con pañuelo al cuello y una mujer con el pelo rojo brillante estaban presenciando el ensayo. Me pregunté si serían de Annie y habrían venido a ver a Greta. El señor Nebowitz dio unas palmadas antes de pedir a todos que repitieran la escena entera.
Pude ver la cabeza de Greta en la primera fila. Todos los actores que no estaban en el escenario se encontraban sentados en los aterciopelados asientos rojos del salón de actos. El director dijo que era importante que todos comprendieran la obra en su conjunto, no cada uno solo su parte, y eso suponía que cuando no estabas en el escenario tenías que quedarte a ver las demás escenas. Pensé en sentarme al lado de mi hermana. Igual Toby tenía razón y Greta no me odiaba. Quizá se tratase de otra cosa distinta. Pero, entonces, el temor de que me hiciera quedar como una estúpida ahí delante, en la primera fila, me hizo cambiar de idea. Así que me senté al fondo y esperé a que subiera ella al escenario.
En esta ocasión no lo hizo ni mucho menos tan bien como la última vez que la había visto, cuando, ni siquiera vestida como el personaje, había dado la sensación de ser Bloody Mary de verdad. Hasta había llegado a olvidarme de que estaba viendo a Greta. Pero esta vez no fue así, podía ver a mi hermana de la cabeza a los pies, sobre todo cuando cantó «Happy Talk». Todas las notas eran correctas, pero, aun así no me creí ni una palabra. Parecía aliviada de poder bajarse del escenario cuando terminó la canción. Me marché del salón de actos justo antes de que Nellie, a la que interpretaba Antonia Sidell, cantara «Dites-moi» por última vez.
Bajé hasta el vestuario, que estaba casi vacío. Olía a bocadillos rancios, y las únicas personas que había allí abajo eran dos chicas de atrezo y un chaval que pintaba decorados. Interrumpieron su conversación al verme, y luego se giraron y continuaron hablando. Volví a la escalera y cuando llegué arriba me quedé allí, la espalda contra la pared, preguntándome adónde podría ir. Experimenté una gran sensación de soledad, con todo el mundo a mi alrededor tan metido en esa historia de la que yo no formaba parte, y yo sin saber dónde meterme, haciendo tiempo para una fiesta a la que no quería ir. Lo único que me apetecía era llamar a Toby. No tenía nada que decirle, al menos nada interesante, pero daba igual. Me parecía que Toby era la única persona que conocía en este mundo a la que podía llamar para no decirle nada. Busqué en mi bolsillo alguna moneda, el cambio de mi dinero para la merienda, pero no encontré nada. Así que hice lo mejor que podía hacer: irme al bosque.
Soplaba el viento y había la típica humedad de primavera. Una vez que estuve allí, el aire pareció llevarse consigo toda la tristeza. Hacía bastante que no iba, casi me había olvidado de cuánto me gustaba. Vagué sin rumbo fijo al principio, pero luego intenté poner atención. Quería volver a tomar la medida al lugar, asegurarme de saber exactamente dónde estaba cada cosa. Mi plan para la fiesta era vigilar atentamente a Greta y luego escabullirme lo antes posible.
Seguí el río, que bajaba rápido a causa de la lluvia y la nieve del deshielo. No recorrí todo el camino hasta mi rincón junto al arce; me aparté del río antes y anduve hasta un gran peñasco no lejos del instituto. Intenté imaginarme que estaba en la Edad Media, pero no funcionó como antes. Cada vez que estaba cerca de lograrlo, me acordaba de algo que había dicho Toby. O de una pregunta del Trivial Pursuit. O de un fragmento de la letra de una canción de South Pacific. Era como si mi cerebro hubiera cambiado. Como si una parte de él, mi parte preferida, se hubiera apagado.
Abrí la mochila y saqué un cigarrillo. Lo encendí y me senté apoyada en la roca, hasta que se desvanecieron las últimas luces. Hasta que el espacio entre las ramas de los árboles se fundió con las propias ramas, convirtiéndose todo en la misma masa oscura. No tenía miedo. Aquella fiesta era una chiquillada. Yo tenía un amigo secreto en la ciudad, fumaba cigarrillos y había probado el brandy. Yo tenía a alguien a quien cuidar.
Cuando Toby me dijo el nombre de su ciudad natal, me fui a la biblioteca y la busqué en un atlas. No me podía creer lo afortunado que era. Su pueblo estaba justo en el borde de los páramos del norte de Yorkshire. Cumbres borrascosas, Jane Eyre, El jardín secreto. ¿Cómo era posible que alguien abandonara un lugar así? Finn decía que Toby no tenía a nadie, pero debía de referirse a nadie en Nueva York, porque parecía imposible que yo fuera la única persona que tenía en el mundo. Decidí decirle que quería ir a Inglaterra, aunque en realidad mi intención fuera llevarlo de vuelta a casa. Había visto lo feliz que parecía en Londres, en aquella foto del dormitorio, libre y despreocupado. Pero no debía estropear la sorpresa. Había detalles que preparar, llamadas que hacer, un pasaporte que buscar. Había mucho trabajo por delante, pero por una vez iba a hacerlo todo bien. Esta era esa cosa espectacular que iba a hacer para Toby.
Di una calada profunda al cigarrillo para que el ascua reluciera con un naranja brillante y ardiente en la menguante luz del anochecer. Pensé que cuando te necesitaban, cuando tenías un objetivo, adquirías cierto poder. Podía sentirlo endureciendo mis huesos y espesando mi sangre. Me sentía más mayor y más inteligente que nadie que yo conociera. Me sentía capaz de hacer cualquier cosa, lo que fuera.
Pasado un rato, la gente empezó a aparecer bajando por la cuesta desde el instituto. Los vi como puntitos de luz, como luciérnagas dando saltitos por el bosque. Se oían risas y chillidos cuando algunos chicos tropezaban con raíces o se les caían las linternas al suelo. Me oculté en un hueco detrás de un enorme tronco caído y observé.
No vi a Greta, pero sí a Julie, Megan y Ryan, con los brazos unidos por la espalda, bailando el cancán colina abajo. Y a Ben con la capa puesta, seguido por un grupito de chavales más pequeños del equipo de iluminación. Había chicos a los que no conocía. Alguien había traído una guitarra, y otro puso a todo volumen la peor música del mundo en un radiocasete que encajó entre las ramas de un árbol. Tiffany, con su voz ñoña, cantando «I think we are alone now».
La luna era enorme, y el bosque adquirió un brillo desconocido. Había más gente que la vez anterior, y era todo más ruidoso y salvaje. Miré y miré, pero no vi pasar a Greta. Igual me había despistado, porque había visto casi a todos los demás, pero entonces la divisé. Iba sola, bajando por la colina despacio y con cuidado. Llevaba el abrigo largo negro y una bufanda naranja fosforito. El pelo oscuro le caía sobre los hombros hasta bien entrada la espalda, y no sonreía.
Se arrimó a la hoguera y sacó una botella del bolsillo de su abrigo. Se la llevó a la boca y la mantuvo tanto tiempo en alto que debió de vaciar la mitad en ese primer trago. No hablaba con nadie, y pensé en acercarme a ella, pero no lo hice. Me encontraba observándola cuando los nudillos de Ben Dellahunt me golpearon en la cabeza. Me giré y solté un chillido.
—¡Tranqui, tía! —dijo él, retirando su mano.
—¡Me has asustado!
—Ya lo veo. —Señaló la hoguera y sonrió—. Las chicas que espían se vuelven asustadizas.
—No estoy espiando. Le prometí a Greta que vendría, y voy a lo mío, eso es todo.
—Ya, ya.
—Es verdad.
Ben me irritaba actuando como si fuera mucho mayor que yo. Como si fuera un adulto y yo una niña.
—Bueno, escucha esto —dijo—. No me chivaré si me cuentas dónde está el sitio de los lobos.
Lamenté haberle mencionado el tema de los lobos.
—¿Para qué quieres saberlo?
Se llevó la mano al bolsillo y sacó un par de dados de forma extraña. Los lanzó al aire y los recogió al vuelo.
—Una misión. Dragones y Mazmorras. Además, esos chavales de primero se mearán encima si les digo que hay lobos por aquí.
No tenía elección. Necesitaba que me dejaran sola para seguir controlando a Greta. Así que le dije que siguiera el cauce del río hasta un gran árbol partido y que entonces subiera colina arriba.
—Los oirás —dije.
—¡Bien! —Sonrió y me dio unas palmaditas en el hombro—. Y ya sabes, si alguna vez cambias de opinión… —Me dio uno de aquellos extraños dados—. Piénsalo.
—Vale —dije—. Te mantendré informado.
Me miró sonriente un instante, y de repente se abalanzó y me plantó un beso en los labios. Antes de que yo pudiera reaccionar, Ben salió corriendo. Mientras corría, se sujetaba la capa con las manos y gritaba a los demás chavales con un vozarrón de mando que no sabía que tuviera.
Me quedé en la oscuridad, sonrojada. Aquel beso seguramente no significaba nada. Nadie me había besado antes con intenciones. Pero ¿y si por una vez era así? No. Probablemente Ben solo intentaba molestarme. Quiero decir, si alguien se parecía a la Reina Loba de las Regiones Remotas, esa era Greta. Bajo aquella enorme luna reluciente, Greta parecía la reina triste de cualquier cosa. Eso era lo que estaba pensando mientras intentaba localizarla de nuevo. Repasé los rostros reunidos alrededor del fuego. Mis ojos recorrieron dos veces el círculo, pero Greta no estaba allí.
Pregunté a todos los que me encontraba si habían visto a Greta. Nadie. Ryan dijo que le parecía que mi hermana estaba como una cuba, pero se apoyaba en mi hombro mientras me lo decía, como si él estuviese peor. Margie Allen dijo que creía haberla visto subiendo hacia el instituto, pero que no me fiara porque no estaba segura de que fuera Greta. Aun así, corrí colina arriba. Recorrí las traseras del edificio hasta la puerta del vestuario, pero la encontré cerrada con llave. Miré por el ventanuco: la sala estaba vacía.
Si fuera lista, me hubiera ido a casa en aquel mismo instante. Greta no se merecía que perdiera el tiempo buscándola por ahí. Sin embargo, no fui capaz de marcharme. Regresé al bosque, bajé la colina y me senté junto a la hoguera, con la esperanza de que mi hermana apareciera.
El fuego crepitante, las risas, las voces atenuadas y la música del radiocasete fueron creciendo hasta convertirse en una masa confusa en mi cabeza. Me tapé los oídos y todo se desvaneció. Solo quedaba el latido de los bajos de la música, y casi lo disfrutaba. Casi me sentía invisible, justo en medio de todo.
Entonces, vi a unos chavales levantarse. Luego, otros más. De repente, muchos corrían y gritaban y se oían sirenas de policía. Vi luces rojas y azules en lo alto de la colina, en el aparcamiento del instituto, atravesando la oscuridad. A mi alrededor, a la gente le entró el pánico. Esta vez lo habían hecho todo fatal. La hoguera estaba demasiado cerca del instituto y el ruido era excesivo.
Los chicos corrían en todas direcciones. Hacia el interior del bosque o saliendo de él, para poder cortar por las calles sin pasar por el aparcamiento. Alguien tiró tierra al fuego y yo eché a correr como una posesa, buscando a Greta. Se habían dejado el radiocasete, así que la escena parecía tener una banda sonora. Estaba sonando «Blister in the Sun» —por fin una canción buena—, y hacía que todo se pareciera a los dibujos animados que ponen los sábados por la mañana, con las persecuciones de los polis entre los árboles, apuntando con sus linternas y gritando a los chavales que se detengan.
Me moví de árbol en árbol, escondiéndome hasta que resultó seguro avanzar. Me fui adentrando cada vez más en el bosque, en busca de mi hermana. No necesitaba linterna, porque la luna iluminaba bastante. Entonces, sin pensármelo, me di la vuelta y corrí hacia donde había encontrado a Greta la otra vez. Mi rincón.
Fue como si me hubiera estado esperando, como si quisiera que la encontrara. No podía ser una coincidencia que mi hermana conociera este lugar en concreto. Seguramente sabía que era mi rincón. Pero no lo entendí. Greta estaba enterrada en hojas, exactamente igual que en la otra ocasión. Era una noche más cálida, mucho más suave que la última vez, y se había acurrucado debajo de las hojas como si fueran una manta húmeda. Su rostro bañado por la luna parecía algo separado del resto de su cuerpo.
Le quité las hojas rápidamente. Esta vez decidí que mi hermana tendría que andar. Correr, incluso. La incorporé de un tirón y la zarandeé para despertarla. Abrió los ojos y me miró.
—June —susurró—. Eres tú.
—Despierta, Greta. ¡Ahora mismo! —Me levanté y tiré de sus brazos hasta ponerla casi de pie.
—No, no. Escucha. Shhhh. June, creo que me estoy muriendo. —Abrazaba una botella de licor de albaricoque. Había visto esa misma botella no hace mucho, polvorienta y olvidada, al fondo del mueble bar de nuestros padres.
—No te estás muriendo. Solo estás borracha. Venga, arriba.
Se rio y sus ojos volvieron a cerrarse. Luego parpadearon y se abrieron. Se llevó un dedo a los labios.
—Somos amigas, ¿verdad?
—Si caminas, sí —dije—. Somos amigas si caminas.
Y lo hizo. Me pasó un brazo por los hombros y avanzó tambaleante a mi lado por el bosque. Era duro, caminábamos trabajosamente por la orilla del río. No podíamos volver hacia el aparcamiento, por la policía, así que teníamos que atravesar el bosque y luego atajar por las calles como habíamos hecho la última vez. Greta colgaba de mi hombro como una bolsa pesada.
—Vamos —dije, pero se detuvo y no quería seguir.
—¿Te acuerdas de «salón de belleza»?
Ya empezamos otra vez, pensé. Yo arrastrando a Greta a casa mientras ella hacía eses por la calle de los recuerdos. Al principio me enfadé, pero luego ella tomó mi mano entre las suyas y pasó un dedo por cada una de mis uñas.
—¿Te acuerdas de aquellos pétalos de geranio? —dijo, y mi enfado disminuyó, porque me acordaba.
«Salón de belleza» era un juego de nuestra infancia, cuando todavía éramos buenas amigas. Cuando le tocaba a Greta hacer de esteticista, yo tenía que sentarme en la hierba. Entonces, ella se perdía en el jardín, buscando material. Recogía cosas como pétalos de geranio, pelusas de algodoncillos y esas pequeñas violetas moradas que crecían en nuestro césped. Me pedía que me tumbase de espaldas con los brazos extendidos. Luego se ponía manos a la obra. Colocaba violetas en mis párpados, esparcía la pelusa de algodoncillo por mi pelo y, uno a uno, ponía esos pétalos de geranio rojo brillante en las uñas de mis manos y pies, buscando los que tenían justo el tamaño de cada uña. Luego gritaba «¡Foto!» y hacía un sonido de obturador, fingiendo que tenía una cámara en la mano para inmortalizar ese momento.
Cuando terminaba, yo intentaba levantarme con mucho cuidado de no deshacer su obra. Normalmente, solo lograba evitar que se cayeran las uñas de los pies y la pelusa. Con eso bastaba. Sobre todo las uñas de los pies, porque aquellos pétalos parecían esmalte de uñas de verdad.
Lo más vergonzoso es que la última vez que recuerdo haber jugado a eso, yo tenía once años y Greta trece. Las dos sabíamos que éramos muy mayores para ese juego —por entonces ella ya se ponía maquillaje de verdad—, pero también sabíamos que nos gustaba ese juego, y cuando estás sola con tu hermana puedes hacer cualquier cosa vergonzosa que te venga en gana.
—Túmbate —dijo.
Al principio no la entendí, pero luego sí. Greta quería jugar a «salón de belleza» allí mismo, en el bosque. Seguí andando, tirando de ella.
—Imposible —dije.
—¡Jolín, June, venga! Como antes.
—¿Como antes? ¿De qué estás hablando? Tú eres la mala. Tú eres la que te cargaste nuestra relación.
No dijo nada. Apartó el brazo de mi espalda.
—¿Nunca te has parado a pensar que yo también tengo mis problemas? —dije—. ¿Qué podría estar pasando por… cosas?
Greta avanzó a trompicones por delante de mí. Se volvió y se rio.
—¡Pobrecita, la señora afortunada! ¡Pobrecita, la señorita especial, con todos sus problemas! —dijo—. Quizá debería salir por ahí y pillar el sida. Así todos os dedicaríais a adularme y…
—¡Cállate, Greta! ¡Calla!
—¿Así sería lo bastante especial para ti, June? ¿Lo bastante trágica?
Me lanzó una mirada de reprobación y salió disparada, como si se hubiera espabilado de repente.
—¡Espera! —grité. Pero no lo hizo.
Tuve que correr para alcanzarla. La luna iluminaba el bosque con un resplandor fino y plateado. Yo creía que Greta se iba a perder, pero no. Se apartó del río justo en el sitio adecuado, y luego atajó por Evergreen Circle, donde por fin le di alcance.
Recorrimos en silencio el resto del camino, atajando por patios y por las calles de nuestro barrio. Miré la espalda de Greta. Su pelo enmarañado, decorado con hojas marrones y barro. ¿Qué le estaba pasando a mi hermana? ¿Y si yo no hubiera ido? ¿Cuánto tiempo se habría quedado escondida bajo aquellas hojas frías y húmedas? ¿Cuánto tiempo hasta despertarse sola y asustada, con la única compañía de los aullidos de los lobos?
—Greta, tienes que contarme qué te pasa. Me estás asustando, en serio. Me voy a chivar. Se lo contaré a mamá y papá si es necesario.
Me miró y sonrió.
—No, no lo harás. Tú también estás aquí, ¿verdad? Y vas a otros sitios, ¿a que sí? ¿Les cuento lo de tus escapadas? ¿Les cuento que ahora fumas?
—Jolín, Greta, no te lo digo para molestarte. Te ayudaré con lo que sea. En serio.
Se sentó en el bordillo, entre la casa de los Ault y la de los DeRonzi. Me senté a su lado. Una farola nos iluminaba, así que era como estar en un circulito brillante separado del resto del mundo. Me miró con sus agotados ojos de borracha.
—¿De verdad te asusto, June? ¿En serio?
—Sí. Claro que sí.
Parecía a punto de echarse a llorar.
—Eso está bien —dijo, y me abrazó. Un abrazo de verdad, fuerte y largo. Olía a licor y humedad del bosque, pero por debajo estaba el dulce aroma a bebé de Jean Naté. Entonces susurró—: Yo también, Junie. También estoy asustada.
—¿De qué?
Me acarició la mejilla con los dedos y rozó mi oreja con sus labios:
—De todo.