CUARENTA
La mañana siguiente, me senté sola cerca del final del autobús. Encontré una página en blanco en mi cuaderno de Lengua Inglesa, lo cual no fue difícil porque en esa clase no tomo apuntes. Cuando te has leído De ratones y hombres, ¿para qué necesitas perder el tiempo anotando que George y Lennie compartían una maravillosa amistad o que la muerte de Lennie era algo inevitable? Sencillamente, lo sabes. Son cosas que resulta imposible olvidar.
En la parte superior de la página escribí:
Cuidar de Toby:
Fase 1: Llamarlo y visitarlo siempre que sea posible.
Fase 2: Algo grande y espectacular (fase aún en construcción).
Aquel día, me escapé del instituto en cuanto pude. Me arriesgué a saltarme Ebanistería y Aula de Estudio para llegar al tren de las 13.43. Cuando llamé al timbre, Toby salió a la puerta en pijama y con una vieja bata azul afelpada que me recordó al Monstruo de las Galletas de Barrio Sésamo. Sus ojos parecían enormes, más grandes que nunca.
—Lamento que haga tanto frío aquí dentro, pero pasa. ¡Qué adorable! Es encantador verte.
No me pareció que hiciera frío en absoluto, pero no dije nada. Lo que sí merecía una disculpa era el gran desorden que reinaba en el piso. Platos y vasos sucios por todas partes, discos tirados sin sus fundas, y al menos tres ceniceros a rebosar de bolsas de té y colillas. No me importaban demasiado esas cosas, pero la casa de Finn nunca estuvo hecha un desastre, de modo que casi parecía un sitio diferente.
Recogí un par de platos y me dirigí a la cocina.
—¡No, no! —protestó Toby—. Déjalos. —Me los quitó de las manos y volvió a dejarlos sobre la mesita del café.
—No me importa. Puedo ayudarte un poco.
—Lo sé, pero este es mi desorden. —Se detuvo y miró a su alrededor. Entonces pareció comprender algo. Me miró apurado y añadió en voz baja—: Te molesta, ¿verdad? Ver esto así.
Me encogí de hombros.
—Tienes razón. Es espantoso. —Compuso una sonrisita compungida—. Finn me mataría si lo viera.
No, no lo haría, pensé.
—¡Venga, pues! —dijo—. Vamos a limpiar esto.
Me pasé la siguiente hora recogiendo platos, tazas y puede que una docena de copitas de color rubí repartidas por toda la casa. Lo llevé a la cocina y Toby se puso a fregar. Cuando todo eso estuvo limpio, me senté cruzada de piernas delante de una montaña de discos sueltos e intenté encontrar sus fundas y cubiertas.
—Por esto sí que te mataría Finn —comenté cuando entró Toby secándose las manos en un trapo de cuadros.
—Lo sé.
Se sentó en el suelo y me ayudó a ordenar los discos. Yo lo observaba a hurtadillas. Al principio no me había parecido justo que algunas cosas que me encantaban en Finn pudieran provenir de Toby, pero comenzaba a pensar que igual tenía algo de positivo. Igual podía funcionar a la inversa. Si miraba atentamente, podría captar retazos de Finn brillando a través de Toby.
Toby deslizó un montón de discos ya enfundados en una estantería y luego me miró. Sonrió y metió una cinta en el radiocasete. Se sentó en la silla azul de Finn y, de repente, una intrincada música de guitarra clásica inundó la estancia. Bach, me pareció. Y me resultaba familiar. Quizá Finn había puesto esa misma casete durante alguna de mis visitas.
—¿Qué es? —pregunté.
—¿Te gusta? —Se agachó para recoger otro disco.
—Sí, es… —rebusqué en mi mente algo inteligente que decir— compleja.
—¿Eso es bueno o malo?
—Bueno. Complicado es lo malo. Complejo es bueno, ¿no? Entonces, ¿qué es?
—Nada. Algo que solía tocar antes.
—¿Tú?
Asintió.
—Pero suena como si fueran dos o tres guitarras.
—Ahí está el punto. Por eso es tan difícil. Soy el hombre de las manos de oro, ¿recuerdas?
Lo miré. Su cuerpo larguirucho apenas encajaba en la silla. Lo conocía, pero sin saber nada de él. Empecé a comprender por qué Finn lo había elegido. Toby realmente tenía algo que ofrecer. Sin embargo yo, ¿qué tenía yo? ¿Algún día tendría algo? Estaba condenada a la mediocridad. Como Salieri en Amadeus, consciente de que jamás será tan bueno como Mozart, y encima es el malo de la película, al que todos terminan odiando.
—Claro —comenté, apartando la vista—. El hombre de las manos de oro.
Le dije que quería ir al baño, pero en vez eso, me colé en el dormitorio. Abrí los cajones del tocador y fisgoneé en el armario. Abrí un cajón tras otro, buscando algo, sin saber el qué. Quizá algo que no existía. Igual esperaba dar con algún objeto que demostrara que todas las horas que pasé con Finn significaron para él tanto como para mí. Saqué unos calzoncillos tipo bóxer del tercer cajón. Los desdoblé y extendí ante mis ojos, intentando adivinar de quién eran.
—Puedes llevarte lo que quieras, ya sabes.
Me volví sobresaltada. Toby estaba en la puerta, el hombro apoyado en el marco. Me quedé paralizada, con aquellos calzoncillos azules desplegados entre mis manos como un mapa.
—No te recomendaría unos calzoncillos míos como primera elección, pero, ya sabes, eres libre de llevarte lo que quieras.
Varias capas de vergüenza me cubrieron en ese momento, y me puse tan colorada que temí que me iba a estallar la cabeza. Hice una bola con los calzoncillos y los dejé encima del tocador.
—Lo siento mucho, yo… —Empecé a sentir el calor de unas lágrimas incipientes y bajé la mirada al suelo.
—No le des importancia.
Entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama, en el lado de Finn. Dio unas palmaditas al colchón y, sin mirarlo a los ojos, me arrimé furtivamente y me senté. Toby pasó su largo brazo por mis hombros y me encontré apoyando la cabeza en su pecho. Permanecimos así sentados un buen rato, en silencio. Vi las fotos en la mesilla del lado de Finn. Toby aparecía con aspecto joven, e incluso estaba guapo a su manera, con esos ojos oscuros y ese pelo desaliñado. Me acurruqué más cerca de él y sus brazos me apretaron más fuerte. Sentaba bien. Toby era cálido y amable y, de un modo extraño, resultaba casi familiar. Y triste. Igual que yo.
—¡Ey! ¿Sabes qué? He estado pensando —dijo Toby—. Ya sabes que me estoy muriendo, ¿verdad?
Nunca me había dicho algo así. Algo tan fuerte, tan explícito. Me quedé bloqueada, como si hubieran echado cemento líquido en todos los rincones de mi cabeza donde solía esconder los «quizá».
—Supongo que sí.
—¿Entiendes lo que eso significa?
—Eso creo.
—Dímelo.
—Significa que no estarás mucho más por aquí.
Toby asintió.
—Sí, eso, pero también algo más, ¿no lo ves? Significa que puedo hacer lo que me apetezca. Podemos hacer lo que queramos. —Por un instante desagradable, sentada a su lado en la cama, pensé que se refería al sexo. Puse cara de asco y él se apartó tan rápido de mí que casi me caigo al suelo. Se cruzó de brazos y dijo—: ¡No, no! Nada de eso. Ay, Dios, June, ¿no habrás pensado que…?
—¡Puaj! No seas guarro.
Ese era un truco de Greta. Haz que la otra persona piense que es ella quien ha tenido una idea asquerosa y te librarás del apuro.
Toby se relajó un poco.
—Vale. Está bien. En serio, June.
Me levanté y me paseé por la habitación. Vi un pisapapeles de cristal y deslicé los dedos por su superficie suave y fría. Pensé en lo que acababa de decir Toby sobre poder hacer cualquier cosa. No tenía mucho sentido.
—Bueno, no te ofendas, pero yo no me estoy muriendo.
—No, pero ¿qué es lo peor que podría pasarte? A mí, me podrían enviar a la cárcel o deportarme, pero ahora eso ya no importa. Soy libre. ¿Lo entiendes?
—Sí, creo que sí.
—Entonces dime: si pudieras hacer lo que fuese, ¿qué te apetecería? Lo que quieras, June.
Así de golpe no se me ocurría nada. Además, no creía que Toby comprendiera que aunque a mí seguramente no me metiesen en la cárcel, en casa sí podría buscarme problemas gordos.
—Pues no lo sé. Es una bonita oferta y tal. Me lo pensaré, ¿vale?
—No pretendía ponerte en un compromiso. Tómate tu tiempo. Piénsalo.
—Toby.
—¿Sí?
—¿Cuánto tiempo es no mucho?
En circunstancias normales, no le preguntaría algo así. En circunstancias normales, no me apetecería saberlo. Greta es la que siempre quiere saberlo todo hasta el menor detalle. Yo en cambio comprendía que, si sabes demasiado, puedes echarlo todo a perder. Sin embargo, ahora las cosas eran distintas. Yo era la encargada de cuidar de Toby. Necesitaba saber cosas.
Toby se encogió de hombros.
—No soy mucho de médicos. —Luego puso una voz escamosa y etérea, y añadió—: Hay que ir día a día, June. Día a día.
Se inclinó hacia la mesilla de su lado y sacó dos cigarrillos de la cajetilla. Sonreí, porque había estado practicando en una esquina de nuestro patio cuando no había nadie en casa. Me senté en la cama y eché la cabeza atrás para dar una calada larga. El humo entró cálido y reconfortante, como una manta que se extendiera por mi interior.
—Finn no parecía muy preocupado por estar muriéndose —dije. Y era cierto. Había estado tan tranquilo como siempre hasta la última vez que lo vi.
—¿No lo sabes? Ese es el secreto. Si siempre te encargas de ser exactamente la persona que esperabas ser, si siempre te aseguras de rodearte solo de la mejor gente, entonces te da igual morirte mañana.
—Eso no tiene sentido. Si fueras tan feliz, te apetecería seguir vivo, ¿no? Querrías vivir para siempre, para seguir siendo feliz. —Estiré el brazo y tiré la ceniza en un bonito plato de cerámica que Toby usaba de cenicero.
—No, no. Los más infelices son los que quieren seguir viviendo, porque piensan que no han hecho todo lo que querían hacer. Creen que no han tenido tiempo suficiente. Se sienten timados. —Extendió las palmas de ambas manos y, por medio de gestos, hizo como si frotara un cristal—. Dar cera, pulir cera —dijo, moviendo una mano en círculos y luego la otra—. Estás consiguiendo que me convierta en todo un señor Miyagi con esta charla. Siento que estoy en Karate Kid.
Me reí, porque no podía imaginarme que Toby hubiera visto aquella peli. Lo que decía seguía careciendo de sentido, pero tuve la sensación de estar a punto de captar alguna cosilla. Por un instante me pareció comprender, aunque luego todo se volvió a evaporar.
—¿Y tú? —dije.
—¿Yo?
Asentí.
—Quiero decir… ¿te sientes timado?
Dio una profunda calada a su cigarrillo y estiró el brazo sobre la cama.
—Supongo que pertenezco a ese reducidísimo grupo de gente que no espera a que su historia se desarrolle. Si mi vida fuera una película, ya me habría ido del cine.
—Vaya, pues yo no. No me iría.
—Porque no has visto la primera parte.
—Cuéntamela, entonces. Toda.
Se pasó una mano por el pelo, frunciendo el ceño por un segundo.
—En otra ocasión, ¿vale? Otro día. Mira, hace bueno. Por una vez no has traído la lluvia contigo —bromeó con una sonrisa—. Vamos a algún sitio.
Comprendí que nunca conocería la verdadera historia de Toby. No habría otra ocasión. Todo lo que había entre él y yo se reducía al aquí y ahora. No teníamos más. El aquí, el ahora, y Finn. No más historias, solo algunos retazos y los meses venideros. Y, la verdad, aquello tenía algo de perfecto. Significaba que todo se podía arreglar. Todo podía ser nuevo y tal como debería ser.
—¿Vas a salir con eso? —pregunté, señalando la bata azul de rizo.
—Solo si tú me lo pides —dijo con tono jocoso.
Me levanté y salí del dormitorio, cerrando la puerta para que pudiera cambiarse.
Cuando iba a la ciudad, siempre tenía la sensación de que todo el mundo podía ver mi interior. Como si la auténtica gente de ciudad pudiera ver al instante que yo provenía de la periferia. No importaba lo que me pusiera o lo moderna que intentase parecer, se notaba que llevaba Westchester escrito de pies a cabeza. Pero no cuando estaba con Finn. Mi tío era como un pasaporte para ser una verdadera persona de ciudad. Desprendía un brillo que me cubría con genuina luz urbanita. Pensé que me pasaría lo mismo con Toby, pero no. Con Toby me daba la sensación de que los dos éramos unos extraños en aquel lugar. No solo me sentía de los suburbios, sino que venía de algún sitio a un mundo de distancia de allí. Como si no estuviese en mi lugar y tampoco quisiera estarlo. Como si no me importara. Y, en cierto modo, aquello me sentaba igual de bien que mimetizarme con la ciudad, incluso mejor.
Era una hermosa tarde. Cálida y con un cielo azul resplandeciente, y todo el mundo parecía de buen humor. Paseamos hasta Riverside Park, un parque largo y estrecho que se extiende junto a la orilla del Hudson hasta la Calle 158. Era agradable volver a tener a alguien con quien charlar, y hablé demasiado. Le hablé de Greta, de South Pacific y de Annie, de que mi hermana estaba probablemente a punto de convertirse en una estrella de Broadway.
Toby se rio.
—¿Broadway? Vaya, June, a Finn le habría encantado verla.
Entonces le conté lo del día que la encontré tapada bajo las hojas después de la fiesta. Le conté que las dos habíamos sido muy amigas, pero que ya no. Que ahora Greta me odiaba.
—No te odia de verdad —dijo Toby, pero repliqué que sí, que me odiaba de verdad.
—Y hay otra fiesta el sábado —añadí—. Me ha enredado para ir, pero yo no quiero.
—Igual te lo pasas bien.
Le lancé una mirada que expresaba que no había ninguna posibilidad de eso. Toby me devolvió una mirada comprensiva.
—Por ese motivo Finn pintó el retrato, ¿sabes? —dijo después—. Tenía la convicción de que si os pintaba juntas, entonces siempre habría algo que os uniría. No sé exactamente qué pensaba, pero quería hacer algo debido a cómo acabaron las cosas entre él y tu madre.
—¿Qué quieres decir?
Toby arrugó la frente y no me respondió enseguida. Luego, pareció tomar una decisión.
—No debería contarte esto; no es algo que me incumba. Pero ¿a quién le importa? ¿Qué más da ahora? Finn siempre estuvo triste porque él y Danielle no fueran tan buenos amigos como en el pasado, porque su hermana se hubiera alejado de él. ¡Antes estaban muy unidos! Como cambiaban tanto de ciudad, durante muchos años solo se tuvieron el uno al otro. Ella fue la que se encargó de que su padre nunca sospechara que Finn era gay. A Finn le daba igual que la gente lo supiera, pero tu madre comprendió lo que supondría, teniendo en cuenta que su padre era un militar. Organizaba citas entre Finn y sus amigas para mantener las apariencias. Y, por supuesto, todas terminaban enamorándose de él, así que, en el fondo, resultaba hasta cruel.
Me sonrojé.
—Finn me contó que no era su intención pasar tanto tiempo fuera. Lo sabías, ¿verdad? ¿Sabes cómo se marchó Finn? —Asentí como si llevara años sabiéndolo, cuando en realidad era otra de esas cosas que nadie se había preocupado por compartir conmigo—. Me contó que le escribía todo el tiempo. Desde el día que se fue, en el autobús en que se marchó. Durante años no recibió respuesta, ni una sola carta. Y, ¿sabes?, puedo entenderlo. Pero Finn no pretendía hacerle daño con su partida. Él no lo veía como dejarla tirada. Siempre pensó que volvería en unos meses. Pero como ella no le escribía y él empezó a moverse por el mundo… Bueno, solo tenía diecisiete años. Imagínalo.
No podía. No quería.
—Finn me contó que una vez hasta le envió dinero a tu madre, para que se reuniera con él en Berlín. Igual fue su oportunidad para haber hecho algo distinto con su vida. No lo sé. Pero ella no fue, así que ahí se quedó todo. Y luego, de repente, Finn vuelve a América y ya no se parece en nada al hermano pequeño que ella conocía. Al jovencito de la playa. Y lo siguiente que descubre es que está enfermo, así que Danni vuelve a perderlo. No es justo. Nada es justo. Que yo me quedara fuera de la relación que Finn tenía con vosotras, toda esa historia, era la forma que tenía Danielle de decirle a su hermano que no se puede tener todo. Que él también debía hacer algún sacrificio. Finn siempre sintió que le debía algo a Danni…, y supongo que yo acabé siendo ese algo.
—Pero es absurdo. No resolvía nada.
—Pues claro que no.
Me acordé de la historia de mi madre. La de Finn llevando en brazos aquel enorme cangrejo herradura para ella.
—Pero si se querían tanto, ¿no podían hablarlo?
Toby soltó una risa exasperada.
—Al final te vas acostumbrado a las cosas. Es la forma de ser de cierta gente. —Fijó la vista en un banco vacío como si pudiera ver a toda la gente que se hubiese sentado allí en el pasado, y toda la que se sentaría en el futuro. O igual solo estaba pensando en Finn—. A veces es duro, ¿sabes? Es duro parar. Finn no quería que a Greta y a ti os sucediera lo mismo. Así que os metió juntas en ese cuadro.
Dos mujeres con falditas de tenis pasaron corriendo por nuestro lado. Después, adelantamos a un hombre que paseaba a dos rechonchos perros salchicha. Los animales jadeaban, las lenguas colgando y casi rozando el suelo.
¿Cómo iba a conseguir mi tío hacer un cuadro que no le sentara mal a Greta? Entonces se me ocurrió que tal vez había sido Finn quien enviara la foto del retrato al periódico. Tal vez, de algún modo, era todo parte de su plan. Exponernos así al mundo. Las dos en el candelero, juntas, a la vista de todo el mundo. Pero ¿qué iba a cambiar con eso?
Toby se detuvo ante un puesto de granizados Slush Pippie y compró uno de naranja para mí y otro de mora para él. Nos sentamos en los escalones del Monumento de Soldados y Marines, sorbiendo de nuestras grandes pajitas.
—Lo siento —dije.
—¿Por qué?
—Por haber tenido que esconderte de mí.
Se encogió de hombros.
—No es culpa tuya.
Sabía que no lo era, pero la idea de que fuera culpa de mi madre me parecía peor que asumir la responsabilidad. Era una demanda tan infantil, tan desesperada y ruin… No quería pensar que mi madre era así. Me hacía sentir lástima de ella.
—Eh —dije, intentando que nos animáramos un poco—, ¿quién le pidió a Matilda que se fuera a recorrer el mundo con él?[1]
—¿Qué es eso?
—Trivial Pursuit. Es una pregunta. Te estoy poniendo a prueba.
—Oh, no, las pruebas no son mi fuerte. Déjame ver…
Toby empezó a tararear el principio de la canción, pero desistió. Desafinaba mucho, así que me llevé la mano a la boca para no reírme. Resultaba difícil creer que alguien pudiera hacer una música tan maravillosa con una guitarra y cantar tan mal.
—Un simpático bracero, ¿no? —respondió finalmente.
Asentí, todavía riéndome.
—¿Y qué es un bracero?
—Me parece que algo así como un vagabundo. Un jornalero que vive de acá para allá.
A veces, como en aquel momento, a Toby le salía un acento marcado. Me encantaba cuando eso sucedía. Nunca había oído a nadie hablar así, y desde luego habría escuchado cualquier cosa que quisiera decirme.
—Y entonces, ¿quién es Matilda? —pregunté.
Toby inclinó su vaso y revolvió el granizado con la pajita.
—Supongo que Matilda es la chica a la que consideraba su hogar.
Aquella noche volví a leer la nota de la agenda ilustrada. A veces, cuando la releía, veía en esas palabras que Finn me quería. En otras ocasiones, solo podía ver que quería a Toby, que solo le preocupaba asegurarse de que Toby estuviese bien.
Me tapé bien con las mantas, como el enfermo del dibujo. Así son las cosas, pensé, y sentí una punzada de rabia en el vientre, porque lo que yo quería era que cuidaran de mí, que alguien me cuidara, como se suponía que debía ser. ¿Acaso no era yo la niña? Toby era el adulto, el mayor. Ser el enfermo parecía mejor que ser la enfermera. Estar tumbada, con gente que te trajera todo lo que necesitases. ¿Quién no iba a querer eso?
Pero entonces me lo pensé mejor. El enfermo siempre iba a ser el enfermo, mientras que la enfermera solo tenía que serlo por un tiempo. Y entonces fue cuando comprendí lo que significaba, lo que Toby estaba intentando decirme antes. Él iba a morir, estaba claro. No disponíamos de tiempo, pero tampoco había límites. Si yo iba a hacer algo por él, algo importante, tenía que hacerlo pronto.
Bajé a hurtadillas a la cocina después de que todos se durmieran y llamé a Toby. Hablamos un ratito y luego fui directa a lo que me interesaba saber:
—¿Cómo se llama tu ciudad? El sitio donde naciste en Inglaterra.