TRECE

—Mamá.

—¿Sí?

—¿Qué va a pasar con el piso de Finn?

Era aquella misma noche, un poco más tarde. Esperé a que Greta se fuera a la cama. Mi padre estaba viendo el telediario y mi madre lavando la olla eléctrica en la cocina. Llevaba puestos los guantes amarillos de goma, y su espalda vibraba con el esfuerzo de frotar. Se podía saber a qué altura estábamos de la campaña de la declaración de la renta por las cosas que hacía mi madre por la noche. De momento todavía preparaba comida antes de irse a la cama. Para mediados de marzo, la olla eléctrica tendría las noches libres y mi madre estaría en el sofá con mi padre, los dos agotados y con carpetas llenas de documentos sobre las rodillas.

Cuando oyó mi pregunta, dejó de frotar y se quedó mirando por la oscura ventana de la cocina. Después se quitó los guantes y los lanzó al fregadero. Cuando se dio la vuelta tenía el ceño un poco fruncido, pero procuraba evitar ese gesto.

—Vamos a sentarnos. —Señaló por el pasillo, hacia el salón—. Ve tú primero. En un minuto estoy contigo.

La carta doblada seguía en mi bolsillo y con los dedos palpé los bordes del papel. Miré a mi madre y pensé que ella no tenía ni idea de lo que estaba pasando; decidí contárselo a su debido tiempo.

En el salón, los ojos del retrato se posaron en mí. Lo habíamos colgado unas horas después de que el señor Trusky lo entregara. Al principio, mi madre dijo que debería alternarse en nuestros cuartos. En el de Greta un mes, luego en el mío otro mes… Vuestro tío quería que fuera vuestro, nos recordó. Greta dijo que no lo quería en su cuarto. Le daba mal rollo y no le gustaba cómo la había pintado Finn. Decía que la había hecho con pinta de idiota a propósito. Luego añadió que tampoco le gustaba cómo me había pintado a mí.

—¿Por qué no? —pregunté—. Yo me veo bien.

—Pues claro que te ves bien. Te puso mucho más guapa de lo que has sido nunca. Por fuerza tiene que gustarte.

Era verdad. Me gustaba cómo salía en ese retrato. En mis ojos había una especie de inteligencia que seguramente no existía en la vida real, y parecía más pequeña. Greta, Finn y mi madre tenían la misma constitución delgada. Mi padre y yo éramos los corpulentos, los osos deformes. Pero en el retrato, Greta y yo teníamos casi el mismo tamaño.

Aun así, si mirabas a Greta y mirabas el cuadro, se podía ver que Greta era más guapa en la realidad, aún más que en el retrato, y se lo dije.

—No soy más guapa, pesada. Solo soy más mayor. ¿Es que no entiendes la diferencia?

Era todo un detalle por su parte. A su manera. Con Greta hay que buscar las cosas bonitas enterradas bajo su maldad. Su forma de hablar es como una geoda. Fea por fuera y, por lo general, fea por dentro, aunque de vez en cuando aparece algo que brilla.

—Bueno, entonces voy a ser egoísta —dijo mi madre—. No es justo que el cuadro se quede encerrado en el cuarto de una para siempre, así que propongo colgarlo encima de la chimenea. ¿De acuerdo?

Greta gruñó.

—Eso es peor. Dará un toque tétrico a todo el salón. Además, todos los que vengan de visita tendrán que ver esa cosa.

—Me temo que así será. June, ¿estás de acuerdo?

—Sí, está bien.

—Entonces, decidido. Le diré a tu padre que lo cuelgue.

Desde que lo pusieron ahí, he pillado a mi madre mirándolo un montón de veces. En casa de Finn era como si el retrato no le interesara para nada, como si casi le repugnara, pero ahora parece como obsesionada con él. La he visto estudiarlo igual que hacía Finn. Ladeando la cabeza, murmurándole cosas en voz baja, acercándose a él para luego retroceder. Esto pasa sobre todo por la noche, cuando se supone que tengo que estar en la cama, y si mi madre me descubre, esboza una sonrisa de vergüenza y se marcha del salón como si nada.

Me aseguré de que Greta no andaba cerca cuando pregunté por el piso. Pensé que mi hermana probablemente ya conocería los terribles detalles sobre lo que iba a pasar con él. Probablemente sabría que lo restregarían con lejía hasta que no quedase ni rastro del aroma a lavanda o naranja. Probablemente sabría con exactitud quiénes iban a ser los nuevos dueños, que sería una gente horrible que lo convertiría en un sitio cutre cualquiera, con televisores, aparatos de música y cables por doquier. Finn odiaba los cables. Odiaba tener cosas enchufadas por todas partes.

Al principio, cuando mi madre vino al salón, no dijo nada. Miró el retrato, y luego a mí. Se sentó a mi lado en el sofá, muy cerca, y me pasó el brazo por los hombros. Olía a lavavajillas de limón.

—Junie —me dijo—, tienes que entender ciertas cosas sobre Finn. —Apartó el rostro un instante y luego volvió a mirarme—. Ya sé lo mucho que querías a tu tío. Yo también. Era mi hermanito pequeño. Lo quería con locura.

—Quiero.

—¿Qué?

—Lo quiero, en presente. Todavía podemos quererlo.

Mi madre parpadeó y dijo:

—Claro que podemos. Tienes razón. Pero la cosa es que Finn no siempre tomaba las mejores decisiones. Hacía lo que quería cuando quería. No siempre…

—¿… le preocupaba lo que los demás querían que hiciese?

—Exacto.

—No le preocupaba lo que tú querías que hiciese.

—Eso no es importante. Lo importante es comprender que Finn era un espíritu libre y una buena persona, pero igual a veces resultaba demasiado cándido e infantil.

Mi madre decía esa clase de cosas sobre Finn con frecuencia. Que no maduraba. Lo decía como si fuera algo malo, pero para mí era una de las mejores cosas que tenía.

—¿Y eso qué tiene que ver con su piso?

—Nada. Solo, bueno, que Finn tenía un…, un estilo de vida diferente. ¿Entiendes a qué me refiero?

—Ya sé que Finn era gay, mamá. Todo el mundo lo sabía.

—Pues claro, pues claro que sí. Así que dejémoslo en eso, ¿vale? Ya no tenemos que preocuparnos por el piso. —Me masajeó la espalda y sonrió. Iba a levantarse, pero yo no había terminado.

—Bueno, ¿y si me apeteciese ir?

Ella sacudió la cabeza y luego se quedó contemplando el retrato. Cuando finalmente se volvió hacia mí, su cara estaba seria.

—Mira, June, hay un hombre viviendo allí, ¿vale? Era el…, el amigo especial de Finn. ¿Entiendes? —Mi madre puso una ligera mueca de disgusto, aunque intentó contenerla—. No quería tocar este tema…

¿«Amigo especial»? Me aguanté la risa. «Amigo especial» me recordaba a las excursiones de la guardería. Me hacía pensar en cuando le daba la mano a Donna Folger y miraba a ambos lados antes de cruzar la calle.

—¿Qué se supone que significa eso? —dije.

—Creo que sabes lo que significa. ¿Podemos dejarlo ya?

Todavía me estaba riendo un poco, pero cuando comencé a asimilar la información, se me borró la sonrisa. Finn nunca me contó que alguien iba a instalarse en su piso cuando él muriera. ¿Por qué no me contaría algo tan gordo como eso?

Palpé de nuevo la nota. «La única persona que echa tanto de menos a Finn como yo.» Eso ponía. Toby. Yo sabía el nombre de aquel amigo especial, y que me había llamado desde casa de Finn, pero supuse que se buscaría otro sitio para vivir.

Le habría preguntado a mi madre allí mismo por qué nadie me había hablado de ese amigo especial, del tal Toby, pero no quería ponerme en ridículo. Que pareciera que aquello era algo importante para mí. Los últimos años he considerado a Finn mi mejor amigo. El mejor. Quizá estaba equivocada.

Asentí sin mirarla a los ojos. De repente, la idea de contarle que el «amigo especial» había venido hasta nuestra mismísima puerta, que el «amigo especial» sabía que yo era la única que echaba tanto de menos a Finn como él, que el «amigo especial» me había pedido que nos viéramos, me pareció imposible.

—Sí, está bien. Ya lo dejo —dije, y aunque me contuve con cada músculo de mi cuerpo, lo único que quería era echarme a llorar. No solo porque Finn nunca me hubiera hablado de este tipo, sino porque ya no podía preguntárselo. Hasta ese momento no había comprendido del todo el significado de que ya no estuviera.