SIETE
Uno de los mejores momentos para ir al bosque es después de una nevada, porque desaparecen todas las latas de cerveza y refrescos vacías y los envoltorios de golosinas, y no cuesta tanto sentirse en otra época. Además, hay algo hermoso en caminar por nieve que nadie ha pisado antes. Te hace creer que eres especial, aunque sepas que no lo eres.
Llevaba las manoplas naranjas que me cosió Greta cuando estuvo en el club de punto en quinto. Eran enormes y chapuceras, y los pulgares estaban en medio en lugar de a los lados. No me tomé la molestia de ponerme el vestido Gunne Sax, pero me cambié el calzado y me puse mis botas medievales. Como no hacía tanto frío, caminé más de lo habitual, cruzando el arroyuelo que corría al pie de la colina y subiendo la cuesta hasta el otro lado. Intenté no pensar en Finn y en todos los secretos que podría haberme ocultado. Intenté concentrarme en la historia que me estaba montando, en la que yo era la única persona capaz de cazar para mi pueblo y tenía que caminar por la nieve en busca de ciervos. Se suponía que las chicas no cazaban, así que tuve que recogerme el pelo y fingir que era un varón. De eso iba la historia ese día.
Había una capa de nieve congelada bajo la fresca, y a cada paso que daba colina arriba me resbalaba un poco. Cuando finalmente llegué a la cima, me senté agotada. Todo estaba tranquilo y dejé que mis ojos se cerraran. Por un instante, vi el rostro de Finn y sonreí, apretando con más fuerza los párpados, queriendo retenerlo. Pero la imagen desapareció. Me permití recostarme, de modo que acabé tumbada sobre la nieve, contemplando las formas retorcidas que componían las ramas desnudas de los árboles contra el cielo gris. Una vez que la nieve se amoldó a mi cuerpo, todo quedó en silencio. Aunque intenté mantener mi mente en la Edad Media, Finn seguía colándose en mi cabeza. Ojalá lo hubiesen enterrado en lugar de incinerarlo, porque entonces podría quitarme los guantes y apretar las palmas contra el suelo y saber que estaba allí, en algún sitio, que entre todas esas moléculas de tierra congelada todavía existía un vínculo. De pronto recordé al tipo que estaba a la puerta de la funeraria, y sentí que me sonrojaba ante mi propia estupidez. ¡Pues claro que alguien tan maravilloso como Finn tendría novio! ¿Por qué no iba a tenerlo? Ese debió de ser el hombre que llamó aquel día. El inglés que sabía mi nombre. El tipo que llamaba desde casa de Finn, que en realidad vivía en el piso de Finn. Con mi tío Finn. Una lágrima caliente bajó por mi mejilla.
Entonces, en el silencio, me llegó un aullido largo y triste. Por un segundo, me pareció que el sonido había brotado de mi interior. Como si el mundo hubiera recogido todo lo que yo estaba sintiendo para convertirlo en sonido.
Cuando me incorporé, hubo otros dos aullidos diferentes. Perros, quizá, o coyotes o lobos. No eran aullidos regulares. Poseían algo de voz rasgada y sonaban escalonados. Uno empezaba y luego, a los pocos instantes, se le unía el segundo. Y luego más. Tres o cuatro. Escuché atentamente e intenté calcular a qué distancia estaban, pero era como si el sonido estuviera en todas partes. Cerca y lejos, envuelto entre los árboles y las nubes. Los aullidos crecieron, y una imagen de un enorme lobo gris atacando, con toneladas de pelo apelmazado, se perfiló en mi mente. Por un solitario y estúpido momento me pareció de verdad que estaba en un bosque de la Edad Media, cuando los lobos solían llevarse a los niños o comerse a una persona entera.
—¡No tengo miedo! —grité a las colinas.
Luego eché a correr, trastabillando y tropezando. Calculé mal el salto y metí una bota en el arroyo, luego trepé gateando por el otro lado, agarrándome a finos arbolitos para mantener el equilibrio. Unos minutos más tarde salí del bosque al aparcamiento del instituto. Casi todos los coches se habían ido. Me quedé allí un minuto, encogida, recobrando el aliento.
—¡Jolín! —dije, mirando mi mano derecha. Di una patada a un montón de nieve sucia que habían apilado al borde del aparcamiento. Había perdido una de las manoplas que me hizo Greta.