OCHO
—¿Quieres ir a una fiesta?
Greta no me lo preguntó con una sonrisa. Ni siquiera me estaba mirando. Se encontraba inclinada sobre su tocador y yo pasaba frente a la puerta de su cuarto de camino a la planta baja para desayunar.
Seguramente había oído mal, así que me detuve y esperé a que dijera otra cosa. Debía de parecer una estúpida, parada en el pasillo con la boca abierta.
Greta se giró y me miró de arriba abajo.
—Fies-ta —dijo, separando cada sílaba y exagerando el movimiento de los labios—. Que-si-quie-res-ir.
Entré en su cuarto, que conservaba los mismos muebles blancos de cuando mi hermana tenía siete años y las mismas paredes de color rosa con una fina franja de papel de Holly Hobby en la parte superior. Tal como estaba decorada la habitación, alguien que no supiera nada de Greta pensaría que allí vivía una agradable muchachita. Me senté en el borde de la cama.
—¿Qué clase de fiesta?
—De las buenas.
—Sí, claro.
Greta sabe que para mí no hay fiestas buenas. Me encuentro cómoda con una o dos personas, pero a partir de ese número me convierto en un ratopín rasurado. Eso se siente al ser tímida. Es como si mi piel fuera demasiado fina, la luz demasiado brillante. Como si el mejor lugar donde pudiese estar fuera un túnel bajo la tierra fresca y oscura. Si alguien me hace una pregunta, me quedo mirándolo con expresión vacía y mi cerebro se atasca en su esfuerzo por encontrar una respuesta interesante. Y al final, lo único que puedo hacer es asentir con la cabeza o encogerme de hombros, porque el brillo de esos ojos mirándome expectantes me supera. Y entonces se acaba todo y ya hay una persona más en el mundo que piensa que soy un completo y total desperdicio de espacio.
Lo peor son las estúpidas esperanzas. Con cada nueva fiesta, con cada nuevo grupo de gente, empiezo a pensar que quizá esta sea mi oportunidad. Que esta vez voy a ser normal. Que voy a pasar página. Que voy a empezar de cero. Pero entonces llego a la fiesta, y me digo: «Sí, claro. Otra vez lo mismo».
Así que me quedo al margen, cruzo los dedos y ruego que a nadie se le ocurra mirarme a los ojos. Y lo bueno es que, por lo general, nadie me mira.
—No creo —dije.
—Oh, venga, June. Te prometo que no estará mal. —Alcé las cejas. Sonaba demasiado sincera. No era el estilo de Greta, para nada—. En serio. Te lo juro por lo que más quieras. —Se llevó las manos al pecho. Intenté no sonreír, pero mi cara me traicionaba.
—Bueno, ¿dónde es? —cedí.
—No lo sé todavía, pero la organiza Jillian Lampton. Conoces a Jillian Lampton, ¿verdad?
La conocía. Era una de las encargadas de iluminación en South Pacific. Llevaba el pelo teñido de negro en una melenita con las puntas hacia fuera. Siempre he pensado que se parecía un poco al aspecto que me gustaría tener algún día. Jillian estaba en tercero, un curso por debajo de Greta, aunque probablemente sería mayor que mi hermana.
Esto es algo que mucha gente no sabe. Greta está en el último curso del instituto, pero solo tiene dieciséis años. Ninguna de sus amigas conoce su verdadera edad. Ni una sola. Nos mudamos de Queens a nuestra ciudad cuando yo tenía cinco años y Greta siete. Se suponía que ella iba a entrar en segundo, pero la metieron en tercero. Lo recomendó su última profesora. Decía que no necesitaba esforzarse demasiado en ese nivel y les comentó a mis padres que se defendería bastante bien si avanzaba un curso. Mi padre no estaba muy convencido, pero mi madre pensó que era una idea fantástica. «Las oportunidades no vuelven nadando a ti si las dejas pasar.» Ese era su gran lema; principalmente, para Greta. Como si las oportunidades fueran pececitos escurridizos. A mi hermana le daba igual. Así que lo hicieron. Aunque ya era una de las niñas más pequeñas de su clase, se saltó un curso. Ahora tiene como poco un año menos que sus compañeros de clase, y es casi dos años menor que la mayoría. Pero se lo calla. En sus cumpleaños, mi madre pone una vela de más en la tarta, solo para aparentar. Teníamos la tradición de que cada año Greta decidía cuál era la «vela falsa» y, si podía, la dejaba sin apagar. Le daba miedo que si la soplaba, no se cumplieran sus deseos. El tema de la edad está en su expediente escolar, pero aparte de eso parece un asunto olvidado. Sin embargo, a veces yo lo noto. Nunca le diría nada a Greta, pero a veces veo que es más niña que sus amigas.
—No sé, Greta. No creo que a mamá…
—No te preocupes por mamá. Yo me encargaré de ella. Ya llevamos un mes y medio de temporada de declaración de la renta. A mamá no le importará. —Puso los brazos en jarras y ladeó la cabeza—. Bueno, ¿qué? ¿Te vienes o no?
—Esto… ¿Por qué quieres que vaya?
Algo se iluminó en su gesto. No supe si era un destello de amor, de remordimiento o de malicia. Y entonces dijo:
—¿Y por qué no iba a querer que vinieses?
Porque me odias, pensé, pero no lo dije.
Hace ya tres años que Keri Westerveldt dejó de venir a cuidarnos durante la época de la declaración de la renta. Greta se quedó a cargo. Mis padres confiaban en ella. «Las dos sois chicas listas», dijo mi madre. Aquel primer año sin Keri Westerveldt, Greta controlaba todo lo que yo hacía. Me ayudaba con los deberes y se sentaba a mi lado en el autobús de vuelta a casa. Preparaba sándwiches de queso americano y mayonesa para merendar y nos sentábamos a comerlos en su cuarto, fingiendo ser de esos huérfanos que solo se tienen el uno al otro. A veces la casa estaba tan tranquila, tan en silencio y vacía, que resultaba fácil creer que era verdad. Si en aquel entonces mi hermana me hubiese preguntado si quería ir a una fiesta, no lo habría dudado ni un segundo. Aunque detesto las fiestas, habría dicho que sí. No habría desconfiado de ella para nada.
Resulta difícil precisar exactamente cuándo dejamos de ser amigas íntimas, cuándo dejamos incluso de parecer hermanas. Greta empezó el instituto y yo seguía en el colegio. Greta hizo nuevas amigas y yo me hice amiga de Finn. Greta se volvió más guapa y yo… más rara. No sé. Nada de eso tendría que importar, pero supongo que importó. Supongo que era como el agua: suave e inofensiva mientras transcurría el tiempo, hasta que de repente te encontrabas con el Gran Cañón entre las manos.
—Venga, por favor, June.
—No sé, quizá —murmuré. Quería creer que lo hacía con buenas intenciones. La miré a los ojos, forzando la vista para encontrar el lugar del que provenía todo aquello. Pero no conseguí ver nada. Entonces, se me ocurrió que quizá, no sé muy bien cómo, era Finn. Quizá cuando estás muerto puedes colarte dentro de las personas y hacer que sean más simpáticas que antes. No creo de verdad en esas cosas, pero de todos modos le sonreí. Por si acaso. Por si se daba el improbable caso de que Finn estuviera mirando a través de los ojos de Greta.
—Entonces, ¿vendrás?
Eché un vistazo a su cuarto. En todos los rincones se amontonaban pilas de ropa arrugada. Pintalabios y lápices de ojos que habían caído de la mesa inestable de Greta y terminado sobre una copia del guión de South Pacific. Había una lata aplastada de 7Up sobre un cubo de Rubik a medio hacer. En una esquina de su espejo había encajado unas fotos de fotomatón de ella y sus amigas, y vi mis pies asomando. Una foto vieja de mí, de nosotras, mis sandalias blancas sucias y el dobladillo de mi vestido de lunares amarillo asomando por debajo de todo.
Quizá fue el hecho de que Greta todavía conservara esa foto, o quizá fue lo sorprendentemente bien que me sentaba que Greta me preguntase si quería hacer algo con ella, o quizá fue que sabía que ese era el último año que iba a pasar de verdad con mi hermana. Ya habían aceptado su solicitud de matrícula en Dartmouth. Parecía imposible, pero en seis meses se marcharía y ya no estaría. Pudo ser cualquiera de esas cosas, o que la fiesta simplemente parecía algo muy lejano. Sabía que tendría tiempo suficiente para rajarme más adelante. ¿Por qué estropear el momento? Quizá por ese motivo acabé asintiendo.
—Vale —dije, medio sonriendo—. Supongo que iré.
Greta dio una palmadita y un saltito. Luego estiró el brazo y me levantó las trenzas por encima de la cabeza.
—Voy a arreglarte —dijo—. Todavía me queda algo de aclarador para el pelo Sun-In, y Megan me contó que, aunque no sea verano, funciona si te pones muy cerca de una bombilla. Y podemos maquillarte. —Se detuvo un instante y dejó que el pelo me volviera a caer sobre los hombros. Alcanzó sus gafas de encima del tocador y se las puso. Luego me miró fijamente—. Volvemos a estar juntas, ¿verdad? ¿Como antes? Te ayudaré a olvidar lo de tío Finn. Ahora que Finn ya no está, tú y yo… —Sonreía casi con frivolidad.
Me alejé de ella y la miré.
—No quiero olvidar a Finn.
Eso fue lo que dije. Me salió directamente del corazón, y aunque es más cierto que cualquier otra cosa, he pasado mucho tiempo deseando no haberlo dicho. Deseando haber dicho a Greta que sí, que volvíamos a estar juntas, que éramos amigas íntimas de nuevo, que todo podría volver a ser como antes.
Mi hermana intentó darse la vuelta con rapidez, pero aun así vi que el gesto de desengaño se apoderaba de su rostro. Jugueteó con algo en su escritorio, dándome la espalda. Cuando se volvió hacia mí de nuevo, el gesto ya no estaba, lo había remplazado por su habitual expresión de rechazo condescendiente.
—Por Dios, June, ¿siempre tienes que ser tan mema?
—Yo…
—Vete. Puedes irte.
Me acerqué a la puerta, pero me di la vuelta.
—Greta.
Soltó un suspiro molesto.
—Qué.
—No era mi intención…
Me hizo un gesto con la mano, despidiéndome.
—No quiero escucharlo. Solo vete. Sal.