DIECISIETE

Al día siguiente fui a la biblioteca después de clase, lo que no resultó ser una buena idea. Pensaba encontrar el artículo y fotocopiarlo. Después iría al bosque y lo leería quizá un par de veces, quizá cien veces, quizá más. Lo que no sabía era que la fotocopiadora del vestíbulo estaba rota e iba a tener que pedir a alguien del mostrador que me hiciera una copia. Si se lo hubiera llevado al bibliotecario del piso de arriba, que no me conocía, probablemente no hubiera pasado nada, pero fui lo bastante estúpida como para ir al piso de abajo, a la sección infantil. Todavía me gustaba la sección infantil, con sus colores brillantes y sus libros de cuentos de verdad. Pero fue una estupidez, porque la bibliotecaria infantil es la señora Lester, que me conoce desde que tengo cinco años, y en cuanto vio el artículo su rostro se iluminó.

—¡Ooooh, Junie! Este cuadro de vosotras es muy bonito.

Asentí en silencio.

—Las dos parecéis tan… mayores. Tan listas.

Asentí de nuevo.

—Y guapas. Bonitas como, bueno, como en una foto. —Soltó una risita—. Ahora tenemos aquí abajo la fotocopiadora grande. Puedo sacarte toda la página en un folio.

—Genial —dije. Debí de parecer ansiosa, porque la señora Lester se escabulló por detrás del mostrador a toda prisa. Cuando volvió a aparecer, traía dos copias del artículo.

—Oh, solo me hace falta una.

—Lo sé, cariño. Pero necesitamos otra para poner en el tablón.

—¿El tablón?

—El tablón de anuncios. Greta y tú sois famosas. Sois una obra de arte. Es bonito tener alguna celebridad local por aquí. Si vosotras sois…

—No. En serio, no. Esto…, a nosotras no nos hace gracia llamar la atención.

—Insisto, June. Te hemos descubierto. No hay que esconder tu luz, y esas cosas que dice la Biblia.

Sabía que el único modo de evitar que colgara el artículo sería contarle que el cuadro lo había pintado mi tío Finn, que acababa de morir de sida, y que aquello era un tema sensible para la familia. Lo más probable es que a la señora Lester le hubiese bastado con oír la palabra sida, pero no pude hacerlo. No podía fingir que me avergonzaba de Finn.

Doblé la fotocopia de modo que la foto quedara hacia dentro y volví a subir la escalera, hacia los tonos marrones y grises de la planta principal de la biblioteca. Me acerqué al tablón de anuncios para ver si habría algún modo de quitar el artículo después de que la señora Lester lo colgara. Cuando nadie mirase. Pero sería imposible. Los anuncios estaban protegidos detrás de una vitrina de cristal cerrada con llave.

Me llevé la fotocopia al bosque. La había doblado de tal forma que me cabía en el bolsillo del abrigo, y caminé hasta que oí a los lobos. No había mucho más sobre Finn, solo esto:

Este hombre viejo, el último cuadro que vendió Weiss y posiblemente su obra más conocida, es un autorretrato del artista vestido con una chaqueta holgada de punto encima de su torso desnudo. Sostiene un enorme corazón humano sobre una piscina de cocodrilos. En el pecho del artista hay una herida dentada ya cicatrizada en la que se lee: VACÍO. La sinceridad del gesto es lo que conmueve al espectador. No hay ironía, solo la sensación de que estás contemplando el instante preciso antes de que suelte esa cosa húmeda y latente que lleva en la mano, y la sensación de que has recibido realmente todo lo que este artista tiene para ofrecer. La pintura se vendió en 1979 por más de 200 000 dólares en una subasta. Según Sotheby’s, Deja escapar a los lobos podría superar los 700 000.

Supongo que la noticia de que el cuadro valía una fortuna debería haberme impactado, pero no lo hizo. Nunca lo íbamos a vender, así que aquello no importaba. Lo que sí me impactó fue que no había botones. En el periódico, mi camiseta aparecía lisa, una sencilla camiseta negra sin ningún botón.

Cuando volví a casa, el retrato ya no colgaba sobre la chimenea. Mis padres habían vuelto a meterlo en una bolsa negra y se lo habían llevado al Banco de Nueva York, para guardarlo en una de las cámaras acorazadas del sótano del banco. Pensé en nuestras caras, la mía y la de Greta, contemplando la oscuridad de aquella cámara. Y pensé que, por lo menos, no estaba sola allí. Incluso estar con Greta era mejor que estar sola en un lugar tan, tan oscuro.