CINCUENTA Y TRES
Me encontraba al lado de Toby en el andén, esperando el monorraíl. Estábamos en Asia Salvaje, en el Zoológico del Bronx, a punto de montar en el Bengalí Express, que —junto a los Cloisters— es la mejor forma de abandonar Nueva York sin salir de la ciudad.
El zoo del Bronx no es un zoológico deprimente. Es enorme y está lleno de árboles y praderas abiertas, así que te olvidas de que te encuentras en una ciudad. Lo tienen dividido por continentes —África, Asia y América del Norte— y cada sección posee un toque del lugar que se supone que es. La parte de África es polvorienta, sin apenas árboles, y los puestos de helados tienen forma de chozas. Asia es más exuberante; hay bambúes, estatuas de dioses indios y arcos de estilo chino.
Le había pedido a Toby que pasase a recogerme por mi casa a las diez de la mañana. Era un día de clase, pero mi plan consistía en levantarme temprano y decirle a mi madre que había pillado el mismo virus intestinal que tuvieron papá y Greta. Ella posó su suave mano en mi frente durante un segundo antes de convenir en que estaba caliente. Me arrastré hasta la cama y esperé a que todos se hubieran marchado. Luego me vestí y me senté junto a la ventana del salón, a esperar.
Como de costumbre, a Toby ni siquiera se le pasó por la cabeza lo extraño que resultaba para mí que viniera a recogerme un día de entre semana a las diez. Se presentó en la puerta de atrás con un grueso abrigo de lana gris, al parecer feliz de verme.
—Es primavera —dije, mirando el abrigo.
A Toby pareció incomodarle mi comentario, y miró hacia el jardín.
—Había estado aquí antes, ¿sabes? —dijo.
—¿De verdad?
—La tetera. El cartero era yo. Entrega urgente.
Rememoré aquel día, y me pareció que había transcurrido mucho tiempo. Me resultaba increíble que solo hubiera sido dos meses atrás.
—Ah, vale —dije—. Ya sabía que eras tú.
Toby parecía estar a kilómetros de distancia, pero se recobró.
—Eso pensaba —comentó con una sonrisa.
Le dije que me tocaba a mí llevarlo a un sitio. Al principio, pensé en los Cloisters, pero aún no estaba preparada para desprenderme de eso. Así que elegí el zoo. Toby dijo que podía conducir yo si quería. Me ofreció las llaves.
—Bueno, no sé conducir del todo. No tengo carné ni nada.
—Yo te enseñaré. —Encendió un cigarrillo, pero solo consiguió dar una calada antes de empezar a toser. Se le cayeron las llaves de la mano y las recogí. Antes de poder devolvérselas, Toby ya se había colado en el asiento del pasajero. Esto no era lo que tenía pensado, pero no quería parecer asustada, así que abrí la portezuela del conductor y me senté. Luego vi la mano del pitufo, esa manita que Finn había pegado en la palanca de cambios, y encontré un modo de librarme de aquello.
—Es de cambio manual. No podré… —Dejé las llaves en el salpicadero.
Toby seguía tosiendo, pero asintió. Recogió las llaves y se pasó al asiento del conductor.
Dejamos el coche en el aparcamiento del río Bronx, lo que significa que entramos por la sección de América del Norte. Era la parte más convincente. Los altos árboles y las verdes praderas con ciervos, bisontes y lobos estaban muy bien. Como una especie de versión resumida de toda la fauna americana. Como si cada cosa que nos habíamos cargado hubiera sido devuelta al mundo.
—Vale —dije—. Esto es como en Playland. Quiero enseñarte algo. No solo los animales. Vamos. —Lo miré. Toby parecía mayor, más viejo que la última vez que lo había visto, y noté que se esforzaba por no caminar despacio—. Vamos —repetí, fingiendo no darme cuenta.
Entonces, en un arrebato de energía, estiró los brazos y corrió hacia mí, entre risas. Parecía una especie de animal loco, con aquel enorme abrigo gris. Yo también reí y eché a correr por delante. Recorrimos a toda prisa América del Norte, dejando atrás las praderas de ciervos y lobos, el Mundo de los Pájaros y el Mundo de la Oscuridad hasta que, pasado un rato, los bosques y prados dieron paso a los arbustos más exóticos de la sección de Asia.
—Aquí —dije, señalando un tramo de escaleras flanqueadas por relucientes banderas indias rojas y amarillas.
Toby se apoyó en la barandilla. No podía parar de toser y estaba encorvado como un anciano. Sentí una punzada de pánico, porque no sabía qué hacer. No tenía ni idea de cómo ayudar a alguien enfermo de verdad. Le di unas palmaditas patéticas en la espalda. Él intentaba seguir sonriendo entre toses, fingiendo encontrarse bien. Cuando por fin recobró el aliento, le pregunté si quería beber algo.
—No —dijo—. Sigamos. Estoy bien.
Bajamos las escaleras. Al fondo, pasamos por un redil donde podías dar paseos en camello. Los animales iban todos engalanados por debajo de las sillas con exuberantes tapices de colores canela, páprika y mostaza. Un par de ellos cargaba con críos, pero el resto estaban allí parados, con aspecto aburrido.
Señalé una taquilla que había más adelante.
—Por aquí —dije—. Prométeme que te gustará.
Toby tardó unos instantes en contestar, y me temí la misma respuesta que yo le había dado aquel día en Playland: decir que no podía prometerme algo así. Pero no.
—Te lo prometo —dijo—. Aunque no me guste, te prometo que me gustará.
Saqué los billetes del monorraíl y esperamos bajo el techo de paja del andén. En el otro extremo, un grupo de colegiales de excursión esperaban junto a la barandilla de madera. Cuando el tren se acercó, esperamos a que los pequeños se subieran todos apiñados antes de elegir un vagón tranquilo en la otra punta.
Los asientos del monorraíl estaban dispuestos en dos filas que, en lugar de mirar adelante y atrás, daban a los lados del tren, abierto. El viaje dura unos veinte minutos, pero la voz de megafonía te va dando explicaciones, como si estuvieras recorriendo toda Asia, y si no miras muy lejos, si te concentras en los árboles y el agua junto al tren, te lo puedes creer. Puedes creer que esos ciervos almizcleros negros están realmente en las colinas del sur de China, y que los elefantes vagan por las planicies de la India.
El tren arrancó. Al instante estábamos cruzando el turbio río Bronx, y una voz femenina sonó por los altavoces anunciando que estábamos en la India, por encima del Ganges. Toby soltó una risita y le di un codazo.
—No mires demasiado lejos —le advertí—. Lo estropea.
Greta siempre miraba a lo lejos. Siempre era la que señalaba los sitios donde se podía ver el auténtico Bronx asomando entre los árboles.
Cuando cruzáramos el río Bronx a la vuelta, la megafonía diría que era el Yangtsé y que estábamos en China. Ahora, nos hablaba de antílopes, tigres y tres clases de ciervos.
—Eh —dijo Toby.
—¿Qué?
—Ven aquí. —Dio unas palmaditas al asiento libre a su lado.
Me acerqué. Me pasó el brazo por los hombros y me arrimó a él, hasta que mi cara quedó pegada a su gran abrigo.
—Aspira hondo.
Al principio no sabía qué se proponía, pero respiré largo y profundo cerca de su ropa y ahí, como por arte de magia, estaba Finn. El mismo olor de Finn. No solo a lavanda y naranja, sino a otras cosas. El leve aroma cítrico de la loción del afeitado. Y a café, pintura y otras cosas cuyos nombres desconocía pero que formaban parte de Finn. No quería moverme. Me acurruqué contra Toby, con la cabeza pegada a su abrigo. Él me abrazaba y apretaba más y más, y por el ligero temblor de sus hombros supe que lloraba. Cerré los ojos y fue como si estuviera volando sobre el Ganges, aferrada a Finn. Sus brazos me estrechaban con más fuerza que nunca. Pensé en las distintas clases de amor que había en el mundo. Se me ocurrieron al menos diez sin esforzarme: el amor de los padres por sus hijos, el amor por un cachorrito, por el helado de chocolate, por tu casa, tu libro favorito o tu hermana. O tu tío. Están esas clases de amor, y luego está el otro. El de estar colado por alguien: el amor entre marido y mujer, novia y novio, el modo en que amas a un actor en una película.
Pero ¿qué sucede si acabas presa del tipo de amor equivocado? ¿Y si por error terminas colgada de alguien, y resulta que enamorarse de esa persona es algo tan inaceptable que no puedes contárselo a nadie? Debes ocultarlo muy hondo dentro de ti, hasta casi convertir tu corazón en un agujero negro. Es el tipo de amor que metes más y más adentro, pero da igual cuánto empujes, cuánto desees ahogarlo, porque nunca lo logras. Al contrario, parece inflarse, volverse gigantesco con el paso del tiempo, rellenando cada espacio libre que queda en ti, hasta convertirse en ti misma. Tú eres ello. Hasta que todo lo que ves o piensas te lleva a esa persona. La persona a la que se supone que no debes querer de ese modo. ¿Y si esa persona es tu tío, y tienes que cargar a diario con ese sentimiento repugnante, creyendo que nadie lo sabe y que, mientras nadie lo sepa, todo saldrá bien?
De nuevo olí hondo el abrigo cuando el monorraíl tomaba una suave curva, saliendo de la India hacia Nepal, e imaginé que era todo verdad. Que estaba abrazando con fuerza a Finn, que habían sacado el dolor de mi estómago y lo habían convertido en algo real, que podía abrir los ojos y ver a Finn sonriéndome.
Toby apoyó la mejilla en mi cabeza y un hilo de lágrimas se deslizó por mi frente y mi cara, chorreando por mis ojos, dando la impresión de que era yo quien lloraba. Bajaron por mi mejilla y mis labios. No sabía si podías pillar el sida a través de las lágrimas, pero no me preocupó. Ya no me daban miedo esas cosas.
Permanecimos así el resto del trayecto, y me pregunté si los sueños de Toby serían como los míos. Me pregunté si él también me habría transformado en su verdadero amor.
El monorraíl regresó a la estación, pero ninguno de los dos nos movimos. Volví la cabeza para mirar el vagón, secándome la mejilla con la gruesa tela del abrigo de Toby. Una madre con cuatro niños me observaba. La miré a los ojos y vi lo que debíamos de parecer Toby y yo. Vi lo desagradables que debíamos de resultar, pero no me importaba. Tiré de la manga de Toby y nos levantamos, todavía abrazados. Nadie conocía nuestra historia, pensé. Nadie sabía lo triste que era nuestra historia.
Salimos de Asia y volvimos a América del Norte. Dejamos atrás la zona de lobos. Nunca veías ningún lobo por allí. Se escondían, probablemente intentando fingir que no estaban en una jaula. Seguramente sabiendo que cuando estaban tras unos barrotes no parecían más que simples perros viejos. Nos detuvimos un rato, apoyados en la valla, mirando aquella versión reducida de las Grandes Llanuras. Enfrente del campo de los lobos había un tótem falso, del tamaño de una persona. La pintura azul y roja se descascarillaba en las cabezas de águila, oso y lobo. Me detuve.
—¿Qué pasa? —dijo Toby.
—Dame el abrigo.
—¿Para qué?
—Por favor, dámelo.
Él torció el gesto con una expresión suplicante, pero me puse de brazos en jarra, y, pasado un momento, comenzó a desabotonarse lentamente el abrigo. Cuando estaba abierto del todo, agachó la cabeza. Se lo quité de un tirón, me acerqué al tótem y lo envolví con el abrigo; abroché los botones para que la cabeza del águila asomara por el cuello. Retrocedí, ladeando la cabeza y entornando los ojos.
—Perfecto —dije con una ancha sonrisa, pero Toby seguía en el mismo sitio.
Se había quedado en la piel y los huesos. Llevaba la misma camiseta de huesos de dinosaurio que aquella primera vez en el piso, y tenía los brazos cubiertos de marcas oscuras como costras. Allí, al cálido sol de abril, parecía un animal despellejado. Seguía con la cabeza gacha sin decir palabra.
—Ellos cuidarán de él por nosotros, ¿verdad? —dije, señalando el campo de lobos.
Toby se frotó los brazos con sus grandes manos, como temiendo que las piezas de su ser se desmontaran.
—He pensado que igual deberíamos intentar, no sé, pasar página —dije.
Toby alzó la mirada. Antes, me había parecido más mayor, pero ahora, sin la chaqueta, parecía más joven. Reducido a la mínima expresión. Ladeó la cabeza y me miró con gesto atónito.
—Pero ¿qué hay en la página siguiente?
No lo sabía, y en ese momento me sentí muy estúpida por haberlo dicho. Sentí que estaba traicionando a Finn. Ahí estaba Toby, el fiel, el que jamás se apartaría ni un centímetro del fantasma de Finn. Y ahí estaba yo, la del amor trasnochado. Pasar página. Menudo cliché. ¡Qué vergüenza! Sentí que me ardía el rostro. Contemplé el abrigo en el tótem, que hacía un minuto me había parecido algo tan inteligente y ahora parecía el capricho de un niño. Una niña estúpida que no tenía ni idea de lo que era el amor de verdad.
Agaché la cabeza y, en silencio, desabroché el abrigo. Se lo devolví a Toby sin mirarlo a los ojos.
Él volvió a ponérselo y, de golpe, comprendí la verdad una vez más. ¡Pues claro que Greta tenía razón! No existía el «nosotros». Toby estaba haciendo lo que Finn le había pedido. Ni más ni menos.
Ya en el coche, estiró el brazo por encima de mis rodillas y abrió la guantera. Sacó mi pasaporte y lo dejó en el salpicadero.
—No te olvides de esto —dijo sin mirarme.
El librillo azul oscuro se reflejaba en el parabrisas y parecía que había dos pasaportes. Dos recordatorios de mi estúpido plan. Repasé las páginas del mío. Toby había arrancado la nota que pegué a mi foto, y mi cara de niña de once años me miraba con una leve sonrisa. «Estúpida, estúpida, estúpida.» Arrojé el pasaporte al suelo, junto a mi mochila. Luego lo aparté con la punta de la bota.
Me giré hacia Toby.
—Sé que conociste a Finn en la cárcel.
Pareció confundido, como si no me hubiera oído bien. Pero esa historia de la cárcel no me molestaba para nada. Greta pensaba que era su carta ganadora, pero me sentía igual que Nellie en South Pacific. A Nellie no le importaba que Emile fuera un asesino, podía perdonárselo como si nada. Era lo otro, los crímenes que él ni siquiera sabía que había cometido, lo que ella no podía olvidar.
Toby unió las manos y dio unos golpecitos sobre el volante.
—Lo sabes, ¿verdad?
Asentí.
—¿Y aún sigues aquí?
Asentí de nuevo.
—Y quieres saber lo que hice, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
—No hay nada de lo que asustarse.
—¡Como si me dieras miedo! —me burlé.
Me miró y luego contempló la fila de coches aparcados. Cuando se volvió hacia mí, su cara estaba seria.
—Si no te lo cuento, te imaginarás cualquier cosa, y no quiero eso. —Parecía preocupado, o quizá atrapado. Se agarró la cabeza entre las manos—. ¡Uf! Es tremendamente estúpido. Todo eso sucedió en otra vida.
No dije nada.
—De acuerdo. Ahí va, pues. Yo estudiaba Música en la Royal Academy. Tenía una beca, pues mis padres no me daban ni un penique; hubieran preferido que yo no existiera. Así que de vez en cuando tocaba en las estaciones de metro y… y entonces, una noche… —Exhaló lentamente—. Lo que intento contarte es esto. Hubo una noche, un sábado, que yo estaba allí abajo, y era tarde. Había una pandilla de tíos borrachos. Yo no tenía dónde ir, estaba ahí tocando la guitarra. Hasta me acuerdo de lo que estaba tocando, porque era esa fuga de Bach, ¿sabes? —Asentí, aunque no conocía ninguna fuga de Bach—. Yo estaba concentrado en la música. A veces me pasaba. Podía olvidar dónde estaba y desvanecerme en la música, añadiendo cosas y jugando con ella, y eso espantaba el frío. Pero entonces, de pronto, recibí un fuerte golpe en las costillas. Salí despedido hacia atrás, intentando sujetar la guitarra porque era de mi abuelo, el padre de mi madre española, y era lo único que tenía. Mi cuerpo se podría curar, pero a la guitarra no podría reemplazarla. Eran cuatro grandullones borrachos. Uno se quitó la chaqueta y otro me pegó en la cabeza, y entonces oí que venía un tren. Recibí un golpe y luego otro mientras el traqueteo del tren iba en aumento y los chirridos silenciaban la pelea. Así lo recuerdo, como si el tren me estuviera llamando. Uno de ellos intentó arrebatarme la guitarra y entonces oí de nuevo el fragor del tren, y toda mi fuerza se concentró en eso, y lo empujé, June. Empujé a aquel hombre hacia la vía. Ni siquiera sabía que me habían roto el tobillo. No sentía nada. Avancé hasta el borde, revolviéndome y gritando, y él cayó a las vías unos segundos antes de que el convoy entrara en la estación.
—¿Murió…?
Toby meneó la cabeza.
—Perdió las dos piernas. —Miró al suelo, lejos de mí—. Eso es todo. Por eso fui a la cárcel. Eres libre de decidir si quieres dejar de verme.
—Pero no fue culpa tuya. Ellos empezaron.
Se encogió de hombros.
—Estuvo mal.
—Pero… te robaron todos esos años. Te…
Toby guardó silencio, hasta que dijo:
—Pero me dieron a Finn.
Lo dijo como si por eso hubiera merecido la pena. Como si fuera algo que volvería a hacer si se le presentara la misma situación. Como si estuviera dispuesto a arrancar las piernas de un hombre y perder años de su libertad si no quedaba otro remedio. Pensé en que era algo terrible, malo y hermoso, todo a la vez.
Creí que la historia había terminado, pero Toby empezó de nuevo. Tuve la sensación de que ya no hablaba conmigo, como si su único objetivo fuera soltar al mundo su historia con Finn. Me contó que tenía veintitrés cuando conoció a Finn. Mi tío tenía treinta y estaba en Londres haciendo un máster en arte, y una parte de los estudios consistía en labores de voluntariado para la comunidad. Finn eligió el proyecto de arte en las prisiones, que consistía en impartir clases a los reclusos.
—Así que era su primer día de clase. Estaba yo y una sala llena de criminales de verdad. Y Finn ahí delante. Se nota que intenta no parecer vacilante. Repasa el aula con la mirada y yo no puedo dejar de mirarlo, su cara, el modo en que se muerde nervioso la comisura del labio, su espalda perfecta y estrecha. Y pienso: Mírame. Soy el único aquí que importa. Y los presentes empiezan a incomodarse. Y entonces un cabrón macarra y fibroso… Perdona, June, un tipo le grita a Finn: «El arte es para maricas», y todo el mundo se queda en silencio, esperando a ver la reacción del profesor. Veo una sonrisa asomar en el rostro de Finn, ya sabes qué sonrisa, y agacha la cabeza, intentando ocultarla, pero luego decide que no. Decide arriesgarse. Mira al tipo a los ojos y le dice: «Vaya, entonces estás en el sitio adecuado», y eso le granjea el respeto de todos, excepto el de ese tipo. Todos ríen y baten palmas. Yo no, por supuesto. Yo permanezco en silencio, y entonces él se fija en mí. Lo miro, intentando decirle todo con mis ojos a ese hombre, a ese desconocido. Finn ladea ligeramente la cabeza y le sostengo la mirada. Durante unos segundos el tiempo se paraliza, nosotros dos somos los únicos en esa aula, y aprovecho mi oportunidad. Tenía que hacerlo. «Ayúdame», musito moviendo los labios, sabiendo que él probablemente apartará la vista, cohibido. Pero no lo hace y sigue mirándome… Así empezó todo, June. A partir de ahí nos carteamos, y nunca me perdí una de sus clases. Finn me rozaba al pasar, deslizaba su mano casualmente por mi espalda. O dejaba caer un lápiz y me tocaba el tobillo con un dedo al agacharse a recogerlo. —Cerró los ojos y sonrió, evocando ese momento—. Había algo eléctrico en aquello, peligroso. Esos pequeños roces lo eran todo. Yo vivía por ellos. Puedes construir todo un mundo alrededor de un ligero roce. ¿Lo sabías? ¿Te lo puedes creer?
Sus ojos empezaron a humedecerse. Yo quería decirle que claro que lo sabía. Lo sé todo sobre las cosas pequeñas. Proporción. Lo sé todo sobre un amor demasiado grande para quedarse en un cubito, que se derrama por todas partes del modo más embarazoso. No quería seguir oyendo la historia, pero no podía evitar escuchar. El dolor que provocaba casi sentaba bien.
—Me salvó, ¿sabes? Se quedó en Inglaterra más de lo que le permitía su visado. Me esperó. Ya empezaba a ser conocido. Ya estaba vendiendo su arte por una auténtica fortuna. Podría haber ido a cualquier parte, pero esperó. Por mí. El día que salí…
—No quiero oírlo.
Toby parecía avergonzado. Levantó las manos en gesto de disculpa.
—Lo entiendo —dijo.
—¿Qué entiendes?
—Lo que sientes por Finn. Perdón. No he sido sensible. Soy un imbé…
—¿Qué siento yo por Finn?
—June…
—No; dime lo que piensas. Piensas que siento algo porque no quiero oír cómo te lanzaste en brazos de mi tío después de estar encerrado en la cárcel.
—June, no pasa nada. Sabemos cómo te sentías. —Me miró intensamente, ladeando un poco la cabeza para asegurarse de que yo lo entendía.
Y, de pronto, como si me hubiera caído un ladrillo en la cabeza, lo entendí. Finn lo sabía. Finn lo sabía, y Toby también. Los dos lo sabían. Claro que Finn lo sabía. Conocía mi corazón.
Perdí por completo el oído. Mi cabeza estaba llena de ruidos de todas las criaturas zumbadoras del planeta. Quería convertirme en cera y fundirme, borrar cada célula errónea de mi cuerpo. Me sentí tan mal por estar viva que habría hecho cualquier cosa por que se acabara. Si no estuviéramos en el Bronx, habría saltado del coche y vuelto corriendo a casa.
Sin embargo, tenía que quedarme allí sentada junto a Toby tres cuartos de hora más. Cuarenta y cinco minutos mirando por la ventanilla, apartando mi cuerpo todo lo posible. Cuarenta y cinco minutos que parecían años. Cuarenta y cinco minutos de silencio, a excepción de un único momento, en la salida norte de Yonkers, en que él estiró el brazo, posó una mano en mi espalda y dijo:
—¿Crees que no sé lo que es el amor equivocado, June? ¿Crees que no comprendo el amor embarazoso?
Aparcó a una manzana de mi casa y me soltó su típico rollo de «Si necesitas algo…». Salí del coche sin más, y cuando me volví, vi mi pasaporte tirado en la alfombrilla del suelo, manchado de barro de mis botas. Lo miré: un librillo hecho con toda mi estupidez. Y deseé perderlo para siempre.
Toby se bajó del coche y se acercó a mí. Me esforcé por actuar como si nada hubiera pasado, como si no fuera importante. Lo miré con una sonrisa forzada. Quedamos en vernos el jueves siguiente. Dijo que creía que todavía estaría bien para conducir. Le dije que dejara el coche en el aparcamiento del Grand Union, en la parte de atrás, donde está la cuesta y lo tapan los árboles, junto a los contenedores de la beneficencia. No eran más que palabras vacías que salían de mi boca, no significaban nada. Le dije que estaría allí a las tres y media. Toby asintió y en eso quedamos. Así fue exactamente como lo dejamos.