CINCUENTA Y UNO

Me encontraba en la cocina del piso de Finn, apoyada en la encimera. La casa entera olía a chamuscado, porque Toby estaba haciendo tostadas y siempre se le quemaban aunque estuviera junto a la tostadora. Esto fue casi una semana después de lo del diario. Toby me había llamado para decirme que se sentía mal por cómo terminaron las cosas en mi última visita. Dijo que quería resarcirme. Fui a la estación en cuanto terminaron las clases y luego tomé el metro hasta su casa. Ya no me importaba montar en el metro sola, y salía mucho más barato que ir en taxi.

—Bueno, ¿qué te parece? —Estaba segura de que a Toby le encantaría el plan de Inglaterra. Tenía que gustarle, porque era perfecto.

—¿Qué me parece qué?

—Ya sabes… Lo del pasaporte. El viaje.

Ahí estaba yo, sonriendo como una imbécil. Al instante comprendí que Toby no parecía nada contento.

—Ah. Eso.

—Dijiste que podíamos hacer cualquier cosa que quisiéramos, así que pensé en Inglaterra. Podrías enseñarme aquello. Los castillos y… no sé, todo. Tu pueblo. Lo he buscado. Me gustaría conocer los páramos. Ya sabes, Cumbres borrascosas. Podemos ir en verano. Todavía estoy ultimando los detalles, pero igual consigo que mi madre me mande a un campamento de verano y entonces…

La tostadora saltó. Toby sacó la tostada, la examinó y luego la raspó hasta casi no dejar nada de ella. Después la arrojó a un plato.

—June, lo siento. Lo siento de veras, pero eso es imposible. —Abrió un cajón de la cocina, sacó mi pasaporte y me lo dio.

Fuimos al salón. Él sacó el paquete de tabaco de su bolsillo trasero y extrajo un cigarrillo sin siquiera ofrecerme.

Tiré mi pasaporte sobre la mesita del café, entre él y yo. Empezaba a sentir un ligero mareo. Había pasado mucho tiempo urdiendo ese plan, y luego rebuscado por toda la casa hasta dar con mi pasaporte, y me había costado un mundo encontrar la llave de aquella caja.

—Nada es imposible. Tú dijiste…

—¿Castillos, June? ¿Cumbres borrascosas? ¡Joder! Si soy de un suburbio de Leeds.

—Bueno, vale, no sé. Da igual. Lo que te apetezca enseñarme. Tu Inglaterra.

—Nos íbamos a hartar de reír.

—No me importa.

—June, no puedo sacarte del país, así, sin más. Finn nunca… Solo tienes… ¿Cuántos? ¿Catorce años? ¿Quince? —Toby pensaba que tenía quince años. Casi me da la risa, pero me contuve—. Además…

—Además ¿qué?

—Además, no me dejarían volver si me marcho, ¿vale? No puedo irme. —Bajó la vista, como decepcionado consigo mismo, y añadió—: Lo siento, June. Sé que te prometí que haríamos cualquier cosa, pero…

—¿Y? ¿Tan malo sería quedarse allí?

Toby sacudió la cabeza despacio, pensativo.

—Para mí sí lo sería. Sería horrible. Y en verano… Bueno, todavía queda mucho para eso.

Ya estábamos a mediados de abril. Solo quedaban un par de meses para el verano, me disponía a replicar, pero entonces lo miré. Tenía unas marcadas manchas grises alrededor de los ojos. Sus mejillas desaparecían cada vez que daba una calada al pitillo. De repente, comprendí lo que estaba intentando decirme.

—Pero Finn quería…

—No sabes lo que Finn quería —dijo, y por un instante fue como si Greta estuviera allí, hablando por boca de Toby.

Me eché la mochila a la espalda, dispuesta a marcharme. Entonces le dije:

—Sí lo sé. Él quería que cuidase de ti.

Toby apagó el cigarrillo y sonrió por primera vez. Primero un poco, y después más, hasta reírse. De mí. Se estaba riendo de mí. Luego se desplomó en la silla azul de Finn, porque si algo le hacía demasiada gracia ni siquiera podía tenerse en pie. Me sonrojé y me di la vuelta para irme. Antes de llegar a la puerta, abrí mi mochila y busqué la agenda ilustrada. La abrí y pasé las páginas hasta dar con la que quería.

—Ríete si quieres, pero Finn lo dejó por escrito. Aquí. Más claro que el agua. Puso «Cuida de Toby». ¿Te vale con esto, o necesitas más pruebas?

—June, no me estoy riendo de ti.

De pronto, tuve un arranque de maldad que brotó de mi corazón y llegó a mis labios:

—Finn me dijo que no tenías a nadie. Absolutamente a nadie.

Él no apartó la vista. Sus carcajadas se convirtieron en una sonrisa suave y cómplice.

—Eso es verdad —reconoció. Luego se levantó y se acercó a la repisa de la ventana. Metió la mano en un gran jarrón azul metálico y sacó un papelito doblado. Lo desdobló lentamente y me lo pasó.

Estaba arrugado y desgastado, como si lo hubieran leído cien veces.

Amor mío:

Ya te he dicho todo lo que tenía que decir, excepto esto, lo último.

Por favor, cuida de June por mí. Por favor, prométeme que harás todo lo posible por cuidar de mi niñita.

Con tanto amor que se me parte el corazón…

Finn

La leí dos veces, fijándome con atención en todas y cada una de las palabras, imaginando la mano temblorosa de Finn mientras daba forma a cada una de esas letras torcidas. Eché un vistazo al piso. Ahí estaban esas dos fotos que yo creía que eran las manos de mi abuelo, hasta que descubrí que se trataba de las manos del abuelo de Toby. Ahí estaba el viejo baúl tallado donde Finn guardaba las mantas. Ahí estaba la puerta del cuarto de Finn, que volvía a estar cerrada. Privado. Releí la nota, sintiéndome estúpida y confusa.

—Ven aquí —dijo Toby.

Moví la cabeza con vehemencia. Ahí estaba. Llevaba todo este tiempo buscando en Toby el brillo de Finn, y lo había tenido ahí todo el rato. Cada cosa que Toby había hecho por mí provenía de mi tío. Sentí un calor subiéndome desde los dedos de los pies hasta el cuero cabelludo. Repasé mis recuerdos desde aquel primer día en que lo vi en el funeral. Toby intentando llamar mi atención, intentando, con sus torpes maneras, hacer las cosas bien por Finn. Exactamente lo mismo que intentaba yo.

—No pasa nada. Todo va a salir bien.

Sabía que no sería así, era evidente. Pero él abrió los brazos y me lancé a ellos. Me metí de golpe en su abrazo, como si Toby fuera un armario enorme que pudiera llevarme a donde yo quisiera.

—Shhh —dijo—. Shhh. Ya está. —Nos mecimos y lloré en el pecho de Toby. En su corazón—. Shhh —repitió, hasta que tuve la sensación de que dejábamos de ser dos personas separadas—. ¿Ves? —dijo por fin—. ¿Ves cuánto te quería Finn?

Me abracé a Toby y sus costillas se me clavaron, como vías de tren que me llevaran muy, muy lejos. Me abracé a él como si tuviera el poder de retenerlo aquí. Lo abracé como suponía que lo hacía Finn. Con todo mi ser, con todo el amor que tenía.

Entonces, mi llanto se convirtió en risas. Me aparté un poco y lo miré.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Míranos. Debemos de ser los peores cuidadores del mundo.

Toby se rio también.

—No lo sé —dijo—. Yo pensaba que lo estaba haciendo bien.

Enarqué las cejas.

—La semana pasada nos emborrachamos con copas Volcán. No sé yo si eso era lo que tenía pensado Finn.

Toby esbozó una sonrisa avergonzada. Luego fingió un gesto de seriedad y carraspeó.

—Cuando te encamines a la edad adulta, June, es probable que te topes en tu camino con exóticas bebidas de naturaleza alcohólica. Me pareció que era mi deber familiarizarte con esas bebidas potencialmente dañinas.

Me reí y le di un puñetazo en el brazo.

—Además —dijo, cambiando su expresión de seriedad—, fue divertido, ¿no?

Asentí.

Y pensé que tal vez Toby lo había entendido todo. Quizá aquello era todo lo que pretendía Finn. Que nos riéramos juntos. Puede que mi tío solo tuviera en mente que sus dos seres más queridos cantasen, se riesen y saliesen por la ciudad a pasarlo bien, como si disfrutaran de los mejores momentos de sus vidas.

Conseguí conservar esa sensación cálida gran parte del trayecto de regreso a casa en tren, pero cuando llegamos a Hawthorne algo distinto empezó a formarse. Aquella nota significaba dos cosas. La primera, la buena, era que yo le importaba a Finn, que me quería tanto como para asegurarse de que Toby cuidaría de mí. Pero la segunda significaba que el único motivo por el que Toby había pasado tanto tiempo conmigo era por Finn, porque mi tío se lo había pedido. No tenía nada que ver conmigo. Greta tenía razón. Como de costumbre, mi hermana lo había entendido todo.