SESENTA Y DOS
Podría confeccionar una lista de las razones por las que había llamado a Toby aquel sábado por la noche. Razones convincentes, fáciles de creer: estaba preocupada por Greta; me pareció la mejor opción; estaba asustada. Hay más. Podría aportar más en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, por debajo de todas subyace la razón que me asusta. La que todavía me atormenta por las noches. La que aún ronda por ahí disfrazada de lobo, mostrando unos colmillos afilados y relucientes.
Esa razón en la que no quiero creer es que lo hice a propósito. Que llamé por todos aquellos domingos que me pasé esperando a que sonara el teléfono. Todos aquellos domingos en que imagino que Finn se lo estuvo pasando en grande con Toby. Llamé por lo molesto que hubo de resultarle a Finn tenerme dándole la lata todo el rato. Llamé porque a veces imaginaba oír sus risas, riéndose de mí, de lo tonta que era, de lo gracioso que resultaba que yo no supiera nada sobre ellos dos, de lo cómico que era que yo sintiera algo por mi tío. Tumbada en mi cama, podía oír la hermosa risa de Finn en mis oídos. «Je, je, je», reía, como si se hubiera tragado el sol. Llamé porque quería oírla más, pero al mismo tiempo no la anhelaba para nada. No soy celosa. Eso solía decir. Eso solía creer.
Pero igual sí lo soy. Igual eso es precisamente lo que soy. Igual lo que quería era que Toby oyera los lobos que habitaban en el oscuro bosque de mi corazón. E igual ese era su significado: deja escapar a los lobos. Quizá Finn lo entendía todo, como de costumbre. No sirve de nada que los ahuyentes, porque de todos modos te van a encontrar. Siempre lo hacen.
Empecé a pensar que tal vez mi madre y yo no éramos tan distintas en realidad. No en nuestros corazones. Y quizá Toby fue quien se llevó la peor parte. Digo quizá, pero en el fondo sé que es la verdad. Cuando lo llamé, sabía que iba a ir. Sabía que era peligroso, y sabía que él haría cualquier cosa por cumplir la promesa que le había hecho a Finn.
Antes creía en todas esas buenas razones por las que realicé aquella llamada esa noche de sábado estúpida y tormentosa, pero cada día que pasaba, cada día sin Toby, dejaba de creer. Empezaba a saber la verdad.
Aquella noche no dormí. Cada hora bajaba con sigilo la escalera y llamaba a Toby. Todas las veces, el teléfono sonó y sonó. En la oscura noche de mi cocina, podía imaginarlo sonando en el desordenado piso de Finn. La vibración del timbre sobre los platos sucios, entre los libros, por encima de la alfombra turca. Buscando y buscando un oído adecuado que lo escuchase.