DOCE
26 de febrero de 1987
Querida June:
Me llamo Toby. Fui un amigo muy íntimo de tu tío Finn, y me preguntaba si sería posible que quedáramos algún día. Creo que sabes quién soy ya que hablamos una vez por teléfono. Te pido mis sinceras disculpas si te molesté en esa ocasión. También sé que me viste en el funeral. Yo era el hombre al que nadie quería ver.
Por favor, no lo tomes a mal ni te asustes por esto, pero te sugeriría que no les hables a tus padres de esta carta, ni siquiera a tu hermana, pues creo que ya sabes cómo reaccionarían. Pienso que eres quizá la única persona que echa tanto de menos a Finn como yo, y considero que un encuentro sería beneficioso para ambos.
Esto es lo que propongo: estaré en tu estación de tren a las 15.30 del viernes 6 de marzo. Si te presentas, podemos tomar el tren e ir a algún sitio para hablar con calma. ¿Te parece bien?
No sé qué te habrán contado de mí, pero probablemente no sea cierto.
Esperando verte pronto,
Toby
Eso ponía en la carta. Tuve que leerla sentada en un bordillo bajo una farola en el aparcamiento del instituto, porque el bosque estaba demasiado oscuro cuando llegué. Algunos chavales del grupo de teatro rondaban por allí esperando a sus madres. Me quedé en la esquina más alejada del aparcamiento con la capucha puesta, con la esperanza de que nadie me reconociera.
Cuando terminé de leer, volví a guardar la carta en el bolsillo y me interné en el oscuro bosque. Estaba húmedo y helado, pero no me importaba. Caminé y caminé, hasta el arroyo. A lo largo de ambas orillas había láminas de hielo finas como papel, con hojas marrones atrapadas. Pero en el centro, el agua todavía corría, rápida y serpenteante, como temiendo que la atraparan. Salté a la otra orilla y anduve un poco más antes de sentarme sobre una gran piedra húmeda. Debía de haber ido más lejos de lo que pensaba, porque oí los mismos aullidos tristes de la última vez. O quizá no era que hubiese llegado tan lejos; igual los lobos, o lo que fueran, se estaban acercando. Desplegué la nota para releerla. Me senté allí, forzando la vista para distinguir las palabras, pero no pude. Aunque ya no tenían hojas, los árboles tapaban la poca luz que quedaba.
Pero no importó. No necesitaba luz. Las palabras de aquella carta estaban ya impresas a fuego en mi mente: «Eres quizá la única persona que echa tanto de menos a Finn como yo». ¿Qué se suponía que significaba eso? ¿Qué significaba que un hombre al que le parecía buena idea hacerse pasar por cartero y presentarse en la casa de la sobrina de su novio, considerase que echaba de menos a Finn, mi tío Finn, tanto como yo? El hombre que había matado a Finn, nada menos. Podría haberme puesto a aullar con aquellos lobos, haber dejado que un cálido aullido convirtiera mi aliento en un eco fantasma en aquel gélido bosque invernal. Pero no lo hice. Permanecí allí sentada, en silencio.
Me pasó por la cabeza romper la nota en pedacitos. Y tirar los pedacitos al frío arroyo de aguas rápidas y contemplar cómo se alejaban flotando. Pero no lo hice. Doblé el papel hasta formar un grueso cuadradito, lo metí en el bolsillo y me encaminé hacia casa.