DIEZ
El retrato finalmente salió de aquella fea bolsa negra la mañana del primer martes después del funeral. Ese día se había retrasado dos horas la entrada a clase, pero siguió nevando copiosamente, así que terminaron suspendiendo las clases toda la jornada. Me gustan los días de nevada. Sobre todo cuando se acumulan montones de nieve en el suelo y puedes salir y caminar dos o tres pies por encima de la hierba e imaginarte que estás en un cielo de nubes.
Cuando éramos pequeñas, antes de que Greta se volviera mala, las dos desaparecíamos juntas en el patio de atrás con nuestra gruesa ropa de nieve. Nos tumbábamos de espaldas e intentábamos no parpadear cuando los copos de nieve nos daban en la cara. Greta decía que una vez un copo había aterrizado justo en su ojo y que durante un segundo pudo apreciar sus delicados detalles, hasta el último cristalito, como si estuviera grabado directamente en su ojo. Dijo que era el copo de nieve más hermoso que cabía imaginar, más bonito incluso que los ángeles. Luego salió corriendo hacia casa. Se abrazó a la falda de mamá, y lloró y lloró porque yo nunca podría ver ese copo de nieve y ella nunca sería capaz de enseñarme esa cosa tan perfecta. Es una historia que a veces cuenta mi madre para mostrar cómo habían sido las cosas entre Greta y yo. A veces me lo creo. A veces no.
—Tenemos que enmarcarlo —dijo mi madre. Mi padre había conseguido llegar a la oficina, pero mi madre se quedó con nosotras en casa aquel día. Se paseaba por la cocina, abrazando contra su pecho la pintura envuelta en la bolsa. La cocina olía a huevos revueltos y a café, y la nieve caía tan espesa que ni siquiera podíamos ver el coche aparcado delante de casa.
—No hace falta —dijo Greta—. ¿Quién dice que tengamos que hacerlo?
—Es lo que se hace con los cuadros —respondió mi madre—. Sacadlo, una de las dos. Vamos a verlo.
No había nada que temer. Eso fue lo que pensé. Mi madre me tendió la bolsa y luego retrocedió un paso. Greta se acercó cuando yo la dejé sobre la mesa y tiré de ella.
Ahí estábamos, Greta y yo, mirándonos desde la mesa de la cocina. Mi pelo aparecía como siempre —dos finas coletas, una a cada lado, unidas por detrás— y Greta tenía las gafas puestas, porque Finn dijo que debíamos presentar nuestro aspecto habitual. Que el retrato debía ser auténtico. Por cómo me había pintado, parecía que yo conocía algún secreto pero nunca iba a contárselo a nadie. Tendría que haber pintado así a Greta, porque es más su estilo, pero a ella la hizo como si acabase de contar un secreto y ahora estuviera allí sentada, esperando una reacción. Contemplando ese retrato se puede ver que Finn era un pintor fantástico. No soy capaz de comprender cómo lo hacía para sacar los pensamientos de la cabeza de alguien y plasmarlos en el lienzo. ¿Cómo se pueden convertir unas ideas invisibles en pinceladas de rojo, amarillo y blanco?
No podíamos apartar los ojos del retrato. Mi madre nos pasó las manos por la cintura y se acomodó entre nosotras. Yo me imbuí de cada pincelada, cada sombra de color, cada ángulo y línea de la pintura. Y percibía que mi madre y Greta hacían lo mismo. Podía sentir su deseo de sumergirse en el lienzo. Mi madre nos abrazó con más fuerza cada vez hasta que noté su mano cerrada en un sólido puño alrededor de mi blusa. Ladeó la cabeza y se secó la mejilla con la manga de su jersey.
—¿Estás bien? —pregunté.
Ella asintió rápidamente, con los ojos fijos en el cuadro.
—Es una pérdida tan grande… Mirad esto. Mirad lo que era capaz de hacer. Tenía todas las oportunidades del mundo…
Pensé que iba a echarse a llorar, pero en cambio rompió el momento con una palmada rápida y fuerte. Luego, con un tono exageradamente animoso, dijo:
—¡Bien! ¿Marcos? ¿Ideas?
Ladeé la cabeza.
—¿No os parece que está… no sé… diferente?
—No sé —dijo Greta frotándose la barbilla, fingiendo que se lo pensaba—, sigues pareciendo una mema.
—Ahora no, Greta —dijo mamá con un largo y lento suspiro.
Pero el cuadro parecía distinto. La anterior vez que lo había visto fue la última ocasión que estuve en casa de Finn. La pintura todavía estaba húmeda, y Finn parecía más pequeño que nunca. Estaba perdiendo la vista y decía que nunca sería capaz de terminarlo bien. Posó una mano en mi hombro y me dijo: «Lo siento, June. Siento que no sea tan bueno». Dijo que seguiríamos trabajando en ello.
«Seguiríamos.» Eso fue lo que dijo, como si yo tuviera algo que ver en ello.
—¿Ya habéis terminado de verlo? —preguntó mi madre, levantando el cuadro.
—Un momento. —Busqué en el lienzo qué había cambiado. Observé mis ojos, y luego los de Greta. No. No había nada distinto allí. Entonces reparé en los botones: mi camiseta tenía cinco botones. ¿Cómo no los había visto antes? Ni siquiera parecían algo pintado por Finn, sino dibujado por un niño. Eran puntos negros con una manchita blanca para simular el reflejo de la luz. ¿Por qué iba a poner Finn botones en una camiseta? Toqué el botón de arriba con la yema de un dedo. La pintura era más gruesa que en otras partes, y, no sé muy bien por qué, aquello me entristeció.
Miré a mi madre y a Greta y decidí no comentar nada sobre los botones.
—Está bien —dije—. Ya estoy. Puedes guardarlo.
El viernes, después de clase, fuimos a la tienda de marcos del centro. El rechoncho señor Trusky nos dijo que comprendía lo importante que era que todas estuviéramos contentas con la elección, y nos dejó quedarnos media hora después de colgar el cartel de CERRADO en la puerta. Una y otra vez, mi madre hacía que el señor Trusky enmarcara el retrato, y una y otra vez una de nosotras decidía que no quedaba del todo bien. Al final de aquella jornada, el cuadro seguía sin marco. Regresó en el maletero del coche, de nuevo envuelto en la misma bolsa de plástico negro.
—Volveremos a intentarlo mañana —dijo mi madre en el aparcamiento—. El señor Trusky dice que tiene más.
—¿Y por qué no vienes tú sola? —preguntó Greta.
—Ni hablar. Esto es algo que Finn hizo para vosotras. Es responsabilidad vuestra.
—Bueno, entonces, yo digo que nos quedemos el liso de madera negra.
El liso de madera negra no me gustaba nada. Nos hacía parecer sarcásticas.
Cada marco que ponía Trusky alrededor del lienzo parecía cambiarlo por completo. El que le gustaba a mi madre se llamaba Valencia y era de madera oscura con pequeños grabados en los bordes similares a granos de café. A mí me parecía que le daba un toque aburrido al conjunto del cuadro.
—A mí me gusta el dorado. El de estilo antiguo.
—Vaya, vaya —dijo Greta.
Se llamaba Oro de Toscana, y me parecía que quedaba elegante. Como si con ese marco el cuadro pudiera ir derecho a un museo.
—A Finn le hubiera gustado —dije.
—¿Cómo sabes lo que le hubiera gustado a Finn? —preguntó Greta con tono afilado—. ¿Ya has conseguido llegar saltando a la comba hasta la tierra de los muertos?
A veces me sorprendía cómo se acordaba Greta de las cosas. Cuando tenía nueve años, se me ocurrió una idea para viajar en el tiempo. Pensé que si saltaba a la comba hacia atrás muy rápido, quizá podría retroceder en el tiempo. Si conseguía agitar el aire que me rodeaba con la fuerza necesaria, podría formar una burbujita que fuera hacia atrás. Ya no creía en eso. No creía que nadie tuviera ese tipo de poderes.
Mi madre parecía angustiada, así que di un codazo a Greta.
—Mañana. Igual mañana vemos las cosas más claras —dijo mi madre.
Y al parecer así fue: elegimos el primero que nos enseñó el señor Trusky. Quizá lo hicimos tan rápido porque Greta había encontrado una buena excusa para no acompañarnos, y solo fuimos mi madre y yo. O quizá se debió a que nos encontrábamos agotadas, o porque realmente era el mejor marco. Marrón claro con bordes biselados, casi parecía desaparecer alrededor del lienzo, sin interferir con la pintura.
—Déjenmelo un par de días. Lo tendré listo para, veamos…, el martes por la mañana. —Trusky realizó unas anotaciones en su agenda.
—¿Dejarlo? —dije.
Mi madre puso una mano en mi hombro.
—No puede hacerlo ahora, cariño. Lleva su tiempo.
—Pero no me gusta dejarlo aquí. Lejos de nosotras.
—Venga, vamos, no seas grosera. El señor Trusky hace lo que puede. —Mi madre sonrió al señor Trusky, que seguía escribiendo en su agenda.
—Te diré una cosa —dijo—. Por tratarse de ti, lo haré mañana por la tarde y os lo llevaré a casa cuando esté acabado, ¿de acuerdo?
Asentí. Aun así estaría fuera una noche, pero parecía que era el mejor trato que podría conseguir.
—Dile gracias al señor Trusky, June. Esto es muy amable por su parte.
Le di las gracias y nos marchamos. El señor Trusky cumplió su promesa y nos llevó el cuadro a casa al día siguiente. Lo colocó sobre la encimera de la cocina para que pudiéramos admirarlo.
—Bueno, es una hermosa obra de arte —dijo mi padre, con las manos en la cintura.
—Y el marco es perfecto. Apreciamos mucho su trabajo —dijo mi madre.
—Marca la diferencia, ya sabe —repuso el señor Trusky.
Mis padres asintieron a la vez, aunque no creo que estuvieran escuchando.
—¿Y tú, June? ¿Estás contenta? —preguntó el señor Trusky.
Era el tipo de pregunta a la que tenías que decir que sí. Pero en realidad no lo estaba. Todo lo que podía ver era a Greta y a mí encajadas en aquel marco. No importaba lo que sucediera, las dos siempre estaríamos atrapadas dentro de cuatro trozos de madera.