CUARENTA Y OCHO
Había dos cosas en la caja que le di a Toby. Una era la tapa de la tetera rusa de Finn. Me pareció que podría ser como una de esas medallitas con forma de medio corazón que a veces comparte la gente. A los doce años, Greta compartía una con Katie Tucker en la que ponía «Amigas del alma». Cada una llevaba una mitad dentada del corazón en una cadenita de oro falso, hasta aquel día en que Katie mintió a Greta sobre una fiesta de pijamas que organizaba en su casa y dejaron de ser amigas del alma. Greta tenía la segunda mitad, en la que se leía «gas» y por debajo «lma», como si fuera el nombre de una empresa de gas.
No sabía si Toby captaría lo que yo pretendía con esa tapa. Quería hacerle entender que lo consideraba uno de los mejores. Que yo pensaba eso, con Finn o sin Finn.
La segunda cosa que contenía era mi pasaporte, con una notita que ponía «Podríamos ir a Inglaterra», pegada encima de la foto en que salgo con cara de alelada.
Intenté buscar un modo de viajar sin que nos pillaran, sin que nadie se enterara, pero comprendí que era imposible. Así que mi plan consistía en lo mejor que se me ocurrió: dejar una nota a mi familia y llamar cuando ya estuviese allí. Todos sabrían que estaba bien, que iba a volver. Por supuesto, cuando todo terminase me encontraría metida en el lío más gordo de mi vida, pero esas cosas ya no me preocupaban.
Probablemente, solo estaríamos unos días, pero para mí sería como en Una habitación con vistas o en Lady Jane. Cuidaría de Toby y sería muy romántico. No romántico en plan empalagoso, sino del otro. Daría lo mejor de mí. Soy normalita en lengua y matemáticas, pero no iba a ser normalita en cuidar de Toby. Esta vez iba a hacerlo perfecto.