TREINTA Y OCHO
Marzo estaba mayeando, como dice el refrán. Los árboles seguían desnudos, pero aparte de eso y de los escasos restos de nieve en los rincones de los grandes aparcamientos, el invierno parecía acabado.
Los carteles de South Pacific comenzaron a aparecer por toda la ciudad. Los ponían con bastante antelación para que, si se vendían bastantes entradas, hubiera tiempo de programar un par de noches extra. Beans ganó el concurso de diseño del cartel. Hizo la S de South y la P de Pacific como dos palmeras, y el póster en su conjunto tenía forma de cabaña tiki. Era muy bueno, y pensé que debería decírselo la próxima vez que la viese.
El ambiente primaveral se iba adueñando de todo, excepto de nuestros padres, que entraban en la fase ojerosa de la campaña de la declaración de la renta. El mechón gris de mi madre aumentaba de tamaño, y hacía días que no veía a mi padre bien afeitado. Greta y yo estábamos al borde de la intoxicación de tanto comer guisos, algo que, como solíamos decir, ocurre cuando tu sangre se convierte en salsa de carne.
Al salir de clase, me dirigí al banco, en el centro.
El pan de oro —el de verdad— es muy caro, pero la pintura dorada a veces puede lograr el mismo efecto y cuesta lo mismo que cualquier otro color. Compré un botecito de pintura color oro y un pequeño pincel en Kmart. Los guardé en el bolsillo lateral de mi mochila, junto a la llave de la caja fuerte.
Esta vez, el señor Zimmer no comentó nada sobre el sida. Actuó con normalidad y me llevó directamente al sótano.
—Cerramos dentro de media hora —dijo, mirando su reloj—. Te avisaré con un golpecito en la puerta para que tengas tiempo de recoger tus cosas, ¿vale?
—Está bien.
Tumbé el cuadro en la mesa y pasé el dedo por cada botón negro. Uno a uno. Ya no me parecían tan feos. Ahora que conocía su historia, casi resultaban bonitos. Relucientes perlas negras. Luego repasé con el dedo la calavera en la mano de Greta.
Incorporé el lienzo apoyándolo en la pared y le sonreí. A Finn le gustaría —no: le encantaría— lo que me disponía a hacer. Saqué de la mochila el bote de pintura y el pincel y los dejé sobre la mesa. Me costó un poco quitar la tapa, pero salió al cabo de unos segundos. Un suave olorcillo a vapores de pintura inundó la sala y aspiré hondo, porque ese aroma me recordaba mucho a Finn. Luego mojé el pincel en el bote y lo escurrí contra el borde. Me detuve con la mano en alto sobre el lienzo, de repente temerosa de aquello. Pero conocía a Finn. Yo no era como los que habían intentado completar el Réquiem por Mozart. Yo sabía lo que Finn diría.
Así que empecé, primero muy suave, bajando el pincel por un mechón de mi cabello en el retrato. Luego hice lo mismo en uno de Greta. Retrocedí un paso y observé como hacen los artistas. Ladeando la cabeza, como siempre hacía Finn cuando intentaba capturar algo. No quería pasarme. Sabía lo fácil que resultaría dejarme llevar. Volví a mojar el pincel, y en aquella pequeña sala bajo tierra intenté imaginar la mano de Finn guiando la mía, rozándola apenas, su suave palma contra el reverso de mi mano. Dejé que el pincel descendiera lentamente a lo largo de mi pelo pintado, ese pelo que había creado Finn. Su obra. ¿Con cuánto detalle habría tenido que mirarme para recrearme? ¿Qué había visto? ¿Se habría fijado en que yo siempre me ponía brillo de labios Bonne Bell, ese con sabor a chicle, cuando iba a verle? ¿Me habría pillado mirando sus pies descalzos mientras trabajaba en el lienzo? ¿Habría sido capaz de leer mi corazón? Ojalá que no. Me gustaría pensar que tuve la suficiente habilidad para mantenerlo oculto.
Pinté unos mechones más de mi pelo, y luego otros más del de Greta. Retrocedí un paso de nuevo. Lo que estaba buscando era algo como las alas de los ángeles en uno de los manuscritos iluminados que exhibían en la planta baja de los Cloisters. Algo por el estilo, pero no exactamente lo mismo, porque nosotras no teníamos alas, solo un pelo liso y soso, aunque luminoso. Quería un brillo de oro en ese cuadro. Quería que el lienzo proclamase cómo era Finn y cuánto lo quise. Del mismo modo que lo hacían los botones de Toby, si conocías la historia.
Tapé el bote de pintura, envolví el pincel en un papel y guardé ambas cosas en mi mochila. Ahora estábamos todos en ese retrato. Los tres. Greta, Toby y yo.
Y el lobo. Al volver a guardar el cuadro en su caja de metal lo divisé. Ahí seguía, oculto entre las sombras del espacio negativo.