TREINTA Y UNO
Estábamos a 17 de marzo, cuarenta y un días después de la muerte de Finn. En clase de Ciencias Naturales, el señor Zerbiak nos hablaba sobre los agujeros negros. Los agujeros negros no son un tema de Ciencias Naturales, pero el señor Zerbiak es así. Adam Bell hizo una pregunta sobre un fragmento de meteorito que había encontrado en el patio de su casa, y al momento el profesor dijo que iba a «apartarse un poco del tema de la clase, pero…», y, por supuesto, de repente todos le prestamos atención. Si los profesores fingieran que todo lo que explican «se aparta un poco del tema», tendríamos las aulas llenas de alumnos sobresalientes. Es lo que haré yo si alguna vez soy profesora, algo que consideraba seriamente si la cetrería no funcionaba. Se veía cierto brillo en los ojos de Zerbiak cuando se desvió del tema, como si su sueño siempre hubiera sido ser astrónomo en lugar de profesor de Ciencias en un instituto. Gesticulando sin parar, habló y habló sobre la gravedad y las velocidades de escape.
Los alumnos nos turnábamos para levantar la mano, intentando evitar que el señor Zerbiak regresase al tema de la asignatura, que era un rollo. Alcé la mano y pregunté si era cierto que los agujeros negros podrían ser pasajes secretos hacia otras épocas. Una vez leí que podría haber agujeros en el espacio que serían como máquinas del tiempo. El profesor dijo que no lo creía. «Eso nos llevaría al terreno de la ciencia ficción, señorita Elbus», añadió, antes de decidir que ya nos habíamos ido demasiado por la tangente y que tenía que volver a los contenidos del curso. Toda la clase protestó con un gruñido y Jenny Halpern me fulminó con la mirada, pero no me importó, porque durante un par de días no tendría que ver a Jenny Halpern ni a ninguna de las demás. El día siguiente era día de claustro. No teníamos clase.
Había llamado a Toby unos días antes para decirle que me pasaría a hacerle una visita. Por teléfono, dio la impresión de que no se podía creer que de verdad lo hubiera llamado. No te emociones mucho, colega, pensé, porque para mí aquello no era más que una misión. Una misión para apoderarme de cualquier cosa de Finn que él tuviera.
Greta iba a ir en tren al centro comercial Galleria en White Plains con Julie y Megan. Le dije a mi madre que igual iba a la biblioteca o igual no, lo cual en cierto sentido no me pareció mentir del todo. Me preguntó si iba a quedar con Beans, y contesté que tal vez, lo cual era una mentira total, pero hizo sonreír a mi madre. Todo eso significaba que disponía del día entero sin tener que preocuparme de que me echaran de menos.
Subí en el siguiente tren al de Greta, y durante todo el trayecto me pareció que la gente podía ver que yo no debería estar allí. Llevaba las botas medievales, y antes de salir me había colado en el cuarto de Greta para robarle un chorrito de su perfume Jean Naté. Era como ponerme un disfraz, esconderme bajo su aroma. Fui a la ciudad en aquel tren sintiéndome una persona diferente, alguien que olía a limón y polvos de talco, en lugar de a mí misma.
Toby me dijo que tomara un taxi en Grand Central Station. Pasé todo el trayecto mirando por la ventanilla, pues estaba lloviendo, que es como más me gusta la ciudad. Parece que le hayan sacado brillo, todas las calles resplandecen y cualquier luz se refleja en el asfalto. Es como si lo hubieran untado todo en almíbar, como si la ciudad fuera una enorme manzana caramelizada.
Toby dijo que me esperaría en la calle para pagar el taxi. El edificio de Finn no es de esos con portero, tienes que tocar un timbre para entrar. Cuando el coche se detuvo vi a Toby en el pequeño vestíbulo. Salió y sonrió. Llevaba puesto uno de los cárdigan de Finn. A mi tío le quedaba grande y holgado, pero a Toby demasiado corto y se lo bajó para que lo cubriera más. Le quedaba fatal, daba vergüenza ajena. Debí de torcer el gesto, porque cuando Toby corrió bajo la lluvia para abrirme la puerta, lo primero que dijo fue:
—¿Todo bien?
Contesté que sí e intenté no mirar el jersey beis de Finn, pero no pude evitarlo. Toby se dio cuenta y pareció no saber qué decir.
—Bueno, ya ves… —dijo, encorvándose un poco y agachando la cabeza. Luego pagó al taxista y le indicó con la mano que podía irse sin darle la vuelta.
—Tú primero —dijo. Había dejado abierta la puerta sujetándola con un grueso listín telefónico de Manhattan, que recogió cuando entramos.
Pasó su largo brazo por encima de mi hombro para apretar el botón del ascensor. La puerta era de acero reluciente, y vi que Toby me miraba en el reflejo.
—Gracias —dijo—. Bueno…, ya sabes, gracias por venir.
—No es gran cosa —respondí, aunque en el esquema de mi vida era algo muy gordo ir a la ciudad sin que nadie en mi familia lo supiera.
El ascensor era lento y viejo, y siempre parecía que le costaba un montón llegar al duodécimo piso.
—Está abierto —dijo Toby cuando llegamos a la puerta. Posé una mano en el pomo, pero me detuve y me giré hacia Toby.
—¿Han cambiado las cosas ahí dentro? —No quería parecer asustada, pero eso parecía.
Toby no contestó; solo alargó el brazo y abrió la puerta, y ahí estaba. La casa de Finn. Igual que siempre. La alfombra turca. El elefante de papel maché encima de su viejo baúl tallado. Aquellas fotos en blanco y negro de las manos de mi abuelo que sacó Finn, en un primer plano tan cercano que parecían un paisaje de otro planeta. Había una foto enmarcada de cada mano, la izquierda y la derecha, a cada lado del gran ventanal que daba a la Calle 83. Lo único distinto que había en el piso era que ya no olía a lavanda y naranja. Ahora olía principalmente a humo de tabaco sin ventilar.
Toby recogió un puñado de papeles, libros y ropas del sofá y los apiló en una silla del comedor.
—¡Hala! Así está mejor —dijo—. Ven. Siéntate.
Parecía nervioso; sonreía demasiado y se preocupaba por pequeñeces, como alisar un cojín arrugado o enderezar un cuadro torcido en la pared. Se había quitado el cárdigan cuando entramos y debajo llevaba una desgastada camiseta negra del Museo de Historia Natural con huesos de dinosaurio estampados, de esos que brillan en la oscuridad. Al final, se sentó en el sillón frente a mí.
—Dime, ¿qué te pareció la foto?
—Está bien.
—Maravilloso. —Sonaba sorprendido—. Pensé que tenía algo, no sé, de extraño. Pero me alegra que te haya gustado.
—Bueno…, es un poco rara.
—Oh.
—Pero en el buen sentido. Como el arte.
A Toby se le había borrado la sonrisa, pero ahora volvía a relucir.
—Claro. Como el arte. Igual que el arte. —Me miró como si yo fuera la persona más inteligente que hubiera conocido—. Como ya te dije, puedes cortarme si quieres. Hay un hueco entre nosotros dos. No me importa.
—No pasa nada. No haría algo así.
—Bueno, es tu foto, así que si cambias de opinión…
—En serio, no.
Después de eso, nos quedamos sin saber qué decir. Pasados unos minutos, se levantó.
—¿Un té?
Mientras Toby estaba en la cocina, tuve ocasión de echar una ojeada al piso sin que nadie me viera. La vieja silla de terciopelo azul de mi tío seguía allí. El asiento estaba muy desgastado, pero el respaldo se encontraba como nuevo porque Finn siempre se sentaba inclinado hacia delante, encorvado sobre el caballete que tenía enfrente.
Sobre una mesa, en un rincón, había una lámpara que hizo Finn metiendo una bombilla en una pecera y cubriéndola de vidrios verdes recogidos en la playa. Había cristalitos pulidos de todas las tonalidades imaginables de verde, y cuando encendías la luz parecía algo proveniente del futuro. A su lado estaba el ajedrez que hizo Finn en la facultad de Bellas Artes. Decía que lo guardaba para recordar que nunca jamás debía ser un idiota presuntuoso. Todas las casillas del tablero eran negras, así que resultaba difícil saber si estabas en el lugar correcto. Las piezas eran pequeños cráneos de ratón a los que había dado una capa de barniz. Cada uno llevaba una marca para saber qué era. Los alfiles tenían una crucecita encima, y los caballos, diminutas cabecitas de caballo. Pero, aparte de eso, eran todas iguales. Prácticamente idénticas salvo que las miraras muy de cerca; entonces empezabas a ver las diferencias, como que a una le faltaba un diente o cosas así. Yo no entendía qué tenía aquello de presuntuoso. Era un poco desagradable, pero me gustaba.
Tenía uno de aquellos cráneos en la mano cuando volvió Toby con el té.
—¿Te apetece una partida? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—Si quieres. —No sabía muy bien cómo se jugaba al ajedrez, pero no me atreví a reconocerlo delante de él. Acerqué el tablero y lo coloqué en la mesita de café.
Toby había hecho el té en una tetera blanca que goteaba al servirlo y no era ni de lejos tan buena como la tetera rusa. Se notaba que los dos lo sabíamos, pero ninguno dijo nada.
—¿Azúcar? —preguntó Toby, sosteniendo una cucharilla sobre una bolsa de azúcar medio llena. Finn siempre preparaba un platito de azucarillos con unas pinzas con forma de garras de animalito. Toby no debía de saberlo, porque simplemente sacó la bolsa arrugada del azúcar.
—Dos —dije.
—Excelente. Me gustan las mujeres osadas con el azúcar.
Aparté la cara y sonreí, principalmente porque me había llamado mujer. Toby revolvió dos cucharadas en mi taza y luego unas cuatro en la suya.
Sacó un paquete de cigarrillos de su bolsillo y tomó uno. Luego me miró como si no tuviera muy claro qué hacer.
—¿Tú…? —Inclinó el paquete hacia mí y alzó las cejas.
Era la primera vez que alguien me ofrecía un cigarrillo. ¿Acaso Toby no sabía mi edad? Tomé uno del paquete y le di las gracias, como si fuera algo que hiciera a menudo. Como lo haría Greta, sin dejar que se notara nada. Él encendió los dos con un mechero naranja fluorescente.
—¡Ahhh! Esto está mejor —dijo, inspirando hondo, y de repente pareció relajarse un poco.
Yo di una pequeñísima calada y tosí, luego dejé el cigarrillo en el cenicero. Esperé a que Toby se riera de mí, pero no lo hizo.
—¿Tú o yo? —preguntó, señalando con la cabeza el tablero.
—Empieza tú si quieres. A mí me da igual.
Alineó todas las piezas y luego movió una.
Observé lo que hizo y realicé un movimiento casi similar en mi lado.
—¿Dónde están todas tus cosas? —pregunté, repasando con la vista el piso.
Titubeó, cruzando sus piernas desgarbadas. Miró fijamente el tablero y luego movió un peón.
—Bueno —dijo—, ya sabes, algunas de estas cosas son mías.
Volví a ojear el piso. Solo podía ver cosas de Finn, las mismas que llevaban allí desde siempre. Moví un peón sin mirar apenas el tablero.
—¿Qué quieres decir?
Él no me miró a los ojos. Tenía un dedo sobre un caballo, pero lo retiró y dio un sorbo a su té. Luego, aspiró una larga calada antes de posar el cigarrillo en el cenicero. Seguía sin mirarme, y de repente comencé a comprender lo que quería decir. Eché otro vistazo a la casa, esta vez con más detenimiento.
—Bueno… —dijo a la vez que movía el caballo a la mitad del tablero.
—Entonces, ¿qué cosas son tuyas? —pregunté, señalando con la mano hacia la estancia.
—Llevo casi nueve años viviendo aquí, June. Es difícil decir exactamente qué es mío y qué no.
Nueve años. ¿Nueve? Por entonces yo tenía cinco. Tenía que estar mintiendo.
—Bueno, quiero saberlo. Quiero ver qué es tuyo.
Toby me miró como si estuviera empezando a darle pena. Observó la sala y señaló la gran estantería de madera cerca de la puerta.
—Ese tarro con las púas de guitarra, por ejemplo. Son mías.
Las púas en conserva de Finn. Esas púas —«plectros», me dijo Finn que las llamara si quería aparentar que sabía de lo que hablaba—. Me había pasado horas y horas jugando con ellas de pequeña. Volcándolas sobre la alfombra, como si fueran caramelos de colores. Horas y horas clasificándolas, haciendo torrecitas, formando con ellas largas líneas como carreteras extendiéndose por el salón de Finn. Había jugado con Greta a ver quién encontraba la más bonita entre todos los diseños de remolinos jaspeados que había en aquel tarro. ¿Cómo podían no ser de Finn?
—¿Estás seguro?
—June, Finn no tocaba la guitarra. Eso lo sabes, ¿no? Se le daban de pena los instrumentos musicales.
No lo sabía. Claro que no lo sabía, porque no sabía nada.
—Por supuesto que lo sé. No tienes que contarme nada de Finn. Era mi tío.
Moví mi rey y lo planté en mitad del tablero. Toby movió un alfil en diagonal tres casillas.
—No era mi intención…
—Bueno, entonces ¿por qué Finn nunca me habló de ti? —Intenté con todas mis fuerzas apartar la rabia de mi voz.
Él se encogió de hombros y bajó la vista.
—No lo sé. Supongo que no soy algo de lo que presumir. Mírame. Soy un desastre, soy…
—Eso no es excusa. Yo tampoco soy nada de lo que presumir, pero tú sabías de mi existencia, ¿verdad?
—June, mira, yo he llegado incluso a tener celos de ti, ¿sabes?
Eso me fastidió, porque no soy una persona celosa. Para nada. ¿Por qué debería tener celos? ¿De qué debería tenerlos? Miré a Toby, sentado al borde del sillón, encorvado, con las piernas cruzadas, intentando encajar su largo cuerpo en el asiento. Toby, con su estúpido acento inglés, pero no del auténtico. No el inglés de Una habitación con vistas, ni el inglés de Lady Jane, sino una cosa cerrada y fangosa que yo no conocía. Lo contemplé, ahí sentado, guardando sus cartas bajo la manga. Barajas y barajas de cartas con sorpresas que podría sacar siempre que quisiera. Historias de él y Finn que yo nunca había oído. No era como yo. Mi baraja era muy fina, y estaba desgastada de tanto barajarla en mi cabeza. Mis anécdotas de Finn eran sosas y aburridas. Nimias y estúpidas.
—Yo no tengo celos —dije.
—Está bien. Lo siento. Claro que no. —Rascó con un dedo el brazo del sofá y me miró—. Pero yo sí. Tenía celos de ti. Todos esos domingos…
Solo lo decía para hacerme sentir mejor. Se notaba.
—¿Y ya no tienes celos?
—No. La verdad es que no.
—¿Porque Finn ha muerto?
Jugueteó con el dobladillo de su camisa. Era otra cosa en la que me había fijado: siempre estaba jugueteando con algo. ¿Por qué Finn, que podría haber elegido a quien le diera la gana de novio, o como decían, «amigo especial», escogió a Toby?
—Sí, probablemente —dijo. Miró al suelo, y luego a mí.
La lluvia repiqueteaba contra la ventana y los dos permanecimos allí sentados en silencio un buen rato, bebiendo nuestras tazas de té frío. Toby encendió otro cigarrillo.
Bajé la vista al tablero de ajedrez, porque no quería que Toby me viera los ojos. Luego me levanté y dije que tenía que ir al baño. Recorrí el pasillo y me fijé en que la puerta del dormitorio de Finn estaba abierta —la puerta que siempre estuvo cerrada—. Todas y cada una de las veces que estuve allí me la encontré cerrada. Llegué a la puerta del baño y la cerré, pero sin entrar. Entonces regresé de puntillas por el pasillo y me detuve ante el dormitorio de Finn. La habitación estaba oscura, la luz del día nuboso entraba a través de una fina cortina blanca. Me quedé un rato mirando desde el umbral. Luego hice lo que no debía. Entré.
Había una gran guitarra roja en una esquina. Unos calzoncillos y dos albornoces sobre una silla. Uno de ellos era el amarillo de Finn, el otro era azul. La cama estaba deshecha e intenté adivinar en qué lado dormía mi tío. Me pareció evidente. En la mesita de un lado había dos paquetes de cigarrillos vacíos, media botella de ginebra y el envoltorio de una chocolatina York Peppermint Pattie. En la otra, un despertador de época y un marco con tres fotos. Me acerqué. En la de arriba aparecían Finn y Toby, en blanco y negro, y al parecer había sido sacada en Londres, porque salía uno de esos grandes taxis negros al fondo. Los dos se veían jóvenes y muy felices. Toby era más alto que Finn, y descansaba la mejilla sobre la cabeza de mi tío. Tapé su cara con el pulgar para que solo se viera a Finn. Solo él con mi pulgar de sombrero. En la foto de en medio, Greta y yo cuando éramos mucho más pequeñas, en el piso de Finn y cada una pintando en un caballete. La tercera era la más antigua: Finn y mi madre. Una foto de vacaciones en alguna playa de por ahí.
Escuché un instante para asegurarme de que Toby no venía a buscarme, y me subí a la cama. Me deslicé en el lado de Finn y me envolví entre las sábanas. Ahí es donde ellos hacían el amor. Esa debió de ser la escena del crimen. Ese podría ser el lugar exacto donde Toby le pegó el sida. Deslicé la mano entre las sábanas y apreté la cara contra la almohada de Finn. Privado. Esto era lo que significaba privado.
—¿A quién le toca? —pregunté a Toby cuando regresé al salón, intentando que mi voz sonara firme.
—Verás, June, lo cierto es que no sé jugar al ajedrez. Debería habértelo dicho antes.
Contemplé aquellos cráneos de ratón diseminados sobre la pulida superficie negra del tablero que los dos movíamos como maestros consagrados.
—Yo tampoco.
—Bueno, entonces no importa. Mueve donde quieras.
Me lo tomé con calma, estudiando mis piezas. Posé el dedo índice sobre un caballo y lentamente lo deslicé hasta colocarlo delante del rey de Toby.
—Adelante —dijo él—. Haz lo que debas.
Toby se levantó del sillón y se alejó de espaldas a mí. Con un golpe de dedo, arrojé su rey por el borde del tablero. Y antes de que Toby se diera la vuelta y viese lo que había hecho, lo recogí rápidamente y volví a ponerlo en su sitio.
Toby me preguntó si tenía hambre y, sin darme tiempo a contestar, ya estaba poniéndose el abrigo y yendo hacia la puerta. Se detuvo ante el escritorio de Finn, abrió el tercer cajón, sacó un puñado de billetes y se los metió en el bolsillo de la chaqueta.
—Ah, antes de que me olvide. —Se dio media vuelta y fue por el pasillo hasta el dormitorio. Cuando apareció de nuevo llevaba un paquetito azul—. Para ti —dijo. Me lo tendió y lo examiné—. De parte de Finn. Era una de sus cosas. Me dijo que te lo diera si alguna vez venías al piso.
Supuse que sería un libro. Estaba envuelto en una especie de papel de regalo chino muy sedoso, con mariposas azules. Pensé que si lo miraba demasiado, me echaría a llorar ahí mismo, delante de Toby, y eso no me apetecía nada. Así que me limité a decir «gracias» y lo metí en mi mochila. Luego nos fuimos.
En cuanto estuvimos en la calle, el viento y la humedad me calaron hasta los huesos, provocando que me castañetearan los dientes. Toby abrió un gran paraguas negro sobre los dos y nos encaminamos hacia el sur por Columbus Avenue, avanzando manzanas y manzanas. Por fin, Toby se detuvo y señaló un restaurante chino llamado Imperial Dragon. Era uno de esos sitios con farolillos rojos lacados y enormes peceras donde nadan peces león entre pagodas con un lecho de piedrecitas de colores. Toby pidió tres menús, aunque solo éramos dos. Y rollitos de primavera. Y sopa Wonton y dos tazones extras de fideos crujientes con salsa de pato. Nos lo comimos todo como dos náufragos, sin decir ni pío.
Acabábamos de terminar y yo estaba echando azúcar en mi tacita de té chino.
—Toma —dijo Toby—. Para ti.
De debajo de la mesa sacó una servilleta dorada doblada en forma de mariposa.
Me quedé mirándola.
Ese era el truco de Finn. Toby estaba apropiándose del truco de Finn delante de mis narices.
—No, gracias —dije, y se la acerqué sobre la mesa.
—¿No te gustan las mariposas? —Tenía la mariposa dorada entre las manos y la miraba como si fuera un pajarillo herido.
—No tengo nada contra las mariposas.
—¿Contra las servilletas, entonces? ¿Uno de esos raros casos de servilletofobia de que hablan?
Puse los ojos en blanco.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? ¿Quién te enseñó a hacer la mariposa?
Esperé que respondiera «Finn», para entonces decirle: «Ya me parecía a mí», pero Toby posó la mariposa con cuidado junto a su taza de té y dijo:
—De un libro de origami. De cuando era niño. Es una de esas cosas que sé hacer con las manos. Siempre las tengo enredando en algo. Trucos de cartas, circos de pulgas, guitarra, origami… Cuando… Si llegas a conocerme mejor, te enseñaré algunos trucos.
Al instante me imaginé a Toby enseñando a Finn a hacer mariposas con un papel. Sus manos guiando las de mi tío. Los dos riéndose cuando Finn se equivocaba. Los dos, pensé, y una oleada de tristeza inundó mi corazón.
—Vaya —dije sin mirarlo a los ojos—. Supongo que eso no es lo mío.
—Está bien —dijo, y con un movimiento levantó la servilleta y la sacudió en el aire. Contemplé cómo todos los nudos y pliegues del trapo dorado se soltaban y la pequeña mariposa desaparecía, dejando a Toby con una vieja servilleta normal y corriente en la mano.
Pero la tristeza permaneció conmigo. No solo estaba triste por no haber formado parte del mundo de Toby y Finn, sino también porque había cosas de mi tío que resultaban no ser suyas en absoluto. Ahora, mi recuerdo de Finn haciendo la mariposa en el restaurante parecía un error. ¿Y si todo lo que yo admiraba en Finn provenía en realidad de Toby? Igual por eso sentía como si lo conociera de hacía años. Igual había sido Toby el que brillaba a través de Finn todo el tiempo.
—Siento todo esto. Todo —dijo después—. Te prometo que si vuelves otra vez no estará tan mal. Lo peor ha pasado, ¿verdad?
No lo creí. En lo que a mí concernía, lo peor nunca podría pasar. Pero igual que en la estación, Toby prometía que tenía más cosas para darme. Cosas que Finn había querido que fueran para mí.
—Yo te recogeré, ¿vale? Iré a buscarte. Tú no tienes que hacer nada.
Me encogí de hombros.
—Si es lo que quieres.
—Es lo que quiero.
—Bueno, como tú veas, pero tiene que ser un jueves. Es el único día que puedo.
—Los jueves, entonces.
—Un jueves, no los jueves.
Toby sonrió y levantó las manos como quien se rinde.
—De acuerdo. Un jueves. Empezaremos por ahí.
Abrió el paraguas y nos detuvimos delante del Imperial Dragon mientras él paraba un taxi. Cuando se acercó uno, Toby posó la mano en mi hombro y me apartó para que el coche no me salpicase.
—Cuidado —dijo.
Aquello fue bonito, aquel detallito. Pero en lugar de darle las gracias, aparté su mano de mi hombro y le dije:
—Sé cómo esperar un taxi.
—Vale, vale —dijo, e inclinó la cabeza y me obligó a mirarlo—. Ya sabes que si necesitas algo, cualquier cosa…
Luego abrió la puerta del taxi y subí. Mientras el coche esperaba para arrancar, Toby dio un toquecito en mi ventanilla. La bajé.
—Lo que sea —dijo—. Lo digo en serio.
Con las ruedas chirriando sobre la calle empapada, el taxi arrancó, dejando a Toby con la palabra en la boca. No importaba, de todos modos. No podía imaginar qué iba a necesitar yo que Toby hiciera por mí. No me lo imaginaba en absoluto.