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Durante unos instantes todos permanecieron en silencio, unidos por un mismo pensamiento, por la certeza de la fragilidad humana, la poca consistencia de los principios básicos ante una situación límite.

—¿Por qué Alejandro Paz mató a los padres de Calixto? —preguntó Pau Serra, retomando la conversación—. No le habían hecho nada malo.

—Tal vez fue un acto piadoso —respondió Carballeira—. ¿Quién se ocuparía de dos ancianos ciegos?

—Francamente, yo creo que se deshizo de ellos porque le molestaban —apuntó Vilalta con desdén—. Después de matar a tres personas, no creo que Alejandro Paz albergase grandes sentimientos altruistas.

Todos estuvieron de acuerdo.

—¿Y al sargento? —preguntó Pau Serra—. ¿Por qué Alejandro Paz quiso matar al sargento Castillo?

—Para librarse de él, supongo —respondió Vilalta.

—Estoy de acuerdo —aseveró Carballeira—. Es más, estoy seguro de que Lucrecia Vázquez lo tenía informado de cada paso que estaban dando para atraparle.

—¿Estás diciendo que Lucrecia Vázquez era su cómplice?

—Estoy convencido. Ella era, con mucho, la más inteligente de los tres. Tal vez no participó en ningún asesinato, pero es muy posible que fuese la mente pensante. Y si no lo fue, si no participó en los crímenes, estoy seguro de que, como mínimo, sabía que Soledad Montero, Ramón Aparicio y Domingo Losantos iban a morir. Y no hizo nada para evitarlo.

—¿Cómo puedes afirmar eso? —preguntó Teresa Valls.

—Mantenía un estrecho vínculo con Alejandro Paz y Calixto Muiños.

—No se ha podido demostrar. Su relación con Alejandro Paz era profesional; ella nunca confesó haberlo reconocido. Y con Calixto no se sabe que se viesen ni que mantuviesen ningún tipo de correspondencia.

—Tampoco se ha podido demostrar esa relación entre Alejandro y Calixto, pero es evidente que ambos estuvieron presentes el día que Soledad Montero fue asesinada.

—Solo se encontraron restos biológicos de Calixto en el lugar del crimen.

—Es cierto, pero Soledad Montero no le habría permitido la entrada a Calixto. No lo conocía de nada, y su aspecto físico era monstruoso. Además, existen evidencias de que ella se había citado con Alejandro Paz, y era a él a quien vio por la mirilla antes de abrir la puerta. Y de la misma forma que no aparecieron evidencias biológicas de la presencia de Alejandro, tampoco las había de Lucrecia. Así que, ¿quién sabe? Ella no tiene coartada para esa noche.

—Descubrió el cadáver al día siguiente. Y se desmayó de la impresión.

—Cuando llegaron los servicios de emergencia estaba consciente. Pudo simular el desvanecimiento.

—Además, sufrió un ataque de ansiedad.

—No creo que le costase gran cosa fingirlo.

Pau Serra dejó escapar una risita mientras imitaba a Lucrecia Vázquez. No, no le costaría simular un ataque de cualquier tipo. De ansiedad. De epilepsia. De locura. Teresa Valls calló, derrotada, y Carballeira prosiguió.

—Tanto Alejandro Paz como Calixto beneficiaron todo lo que pudieron a Lucrecia Vázquez, eso está demostrado. El primero le abrió las puertas de la Editorial Universo, y el segundo le ofreció su manuscrito Ratas para que consiguiese triunfar en el mundo editorial; ella, que no pasaba de ser una escritora por encargo, una pobre desgraciada —repuso Carballeira—. Es evidente que entre los tres existía un vínculo que venía desde que estuvieron juntos en el Hospicio de Cristo Rey. Tal vez Lucrecia pudo indicar la forma de cometer los asesinatos y el modo de ejecución. ¿Por qué no? Sabía de la afición de Calixto por criar ratas. Pudo animarles. Pudo, incluso, trazar el plan.

—¿Es demostrable? —preguntó Vilalta, que había decidido tomar el relevo.

—Difícilmente. Hay que reconocer que Lucrecia Vázquez es muy lista. No ha dejado tras ella ni la menor prueba incriminatoria.

—Si no hay pruebas… Entonces, ¿cómo pueden acusarla?

—Reconozco que no hay pruebas —repuso Carballeira lanzando un bufido—. Sin embargo, estoy convencido de que Lucrecia Vázquez es cómplice de los asesinatos.

Teresa Valls meneó la cabeza, disconforme.

—Xosé Manuel, no cuadra —dijo—. Ella le salvó la vida a Gerard, ¿no?

—Sí.

—Una cómplice de tres asesinatos salvando vidas. Un poco extraño, ¿no?

—No tenía nada contra él.

Teresa Valls meneó la cabeza con vigor.

—Claro que tenía algo contra él.

—¿Qué? —exclamó Carballeira—. ¡Gerardo perdió su placa por defenderla y la protegió en todo momento! ¡Era su salvavidas!

—Gerard no perdió la placa por culpa de Lucrecia —murmuró Teresa, tozuda.

—¿Qué quieres decir?

—Xosé Manuel, tú mismo nos has explicado antes que Lucrecia presentaba un hematoma en la mejilla izquierda que, según ella, fue producido de manera accidental.

—¿Y?

—¡Todos sabemos qué pasó!

—¡Teresa! —exclamó Jaime Aguilar, incómodo.

—Dejadme hablar, por favor —repuso ella con suavidad—. Ya sé que Gerard está al borde de la muerte, pero también sabemos que tiene problemas para controlar sus arrebatos de cólera. Estaba suspendido de empleo y sueldo por saltarle los dientes a Manzano.

Los tres hombres callaron.

—Al ver el mensaje en el móvil, Gerard perdió los nervios y golpeó a Lucrecia.

—Teresa…

—¡Lo hizo! —insistió Teresa—. La golpeó y la esposó al desagüe del lavabo. Tuvo que ser una situación brutal, humillante. ¿Y qué hizo ella a continuación?

La inspectora paseó la mirada por los rostros de los tres hombres. Todos bajaron la vista.

—¡Desenroscó la cañería y robó un coche a punta de navaja! ¿Y para qué? ¿Para huir? ¡No! ¡Lo hizo para salvar la vida al mismo hombre que acababa de golpearla y humillarla! ¡Y lo hizo aunque sabía que perdía la única oportunidad que tenía de huir!

Carballeira tardó unos segundos en responder. Cuando habló, su voz temblaba:

—Teresa, no quiero que acuses a Gerardo de pegar a Lucrecia. Ella dijo que se había golpeado sin querer contra la pica del lavabo. ¿Por qué piensas que no fue así?

Ella negó con vigor.

—Xosé Manuel, escúchame. Sé que Gerard es un buen tipo, un policía íntegro y muy responsable, pero a veces no se controla. No lo estoy juzgando, que quede bien claro, porque en un momento dado, todos actuamos mal, todos cometemos errores. —Teresa Valls tomó aliento—. Sin embargo, tú juzgas a Lucrecia y no tienes pruebas.

—Tienes razón, no lo niego —aceptó Carballeira.

—Ni siquiera el SMS es una prueba —intervino Teresa—. Lo envió Alejandro para que Gerard sospechase de Lucrecia.

—¿Y si lo tramaron entre los dos? Lucrecia conocía a Gerardo, sabía que él iría directo a la trampa.

—¿Para qué quería conducirlo a una trampa? ¿Para salvarlo después? —exclamó Teresa—. ¡No tiene ningún sentido!

Carballeira asintió a regañadientes.

—Tienes razón, pero permíteme que te cuente algo —explicó—. La noche en que todo ocurrió…, ella estuvo aquí con Gerardo. Yo los invité a cenar a los dos. Al día siguiente, Lucrecia tenía que presentarse en comisaría para ver unas fotos muy desagradables y me compadecí de ella. En fin, es tan fea y tiene esos tics tan aparatosos…

—¡Eso no importa! —exclamó Teresa, indignada.

—Sí que importa. Yo creí que Lucrecia Vázquez era una pobre desgraciada. Sin embargo, al conocerla comprendí que esa imagen era falsa. En realidad, Lucrecia Vázquez es una mujer dura que controla sus emociones y no deja traslucir absolutamente nada de lo que piensa y siente. Me di cuenta de que estaba ante una mujer fría y calculadora. En cambio, Gerardo…

—¿Qué pasa con él?

—Estaba completamente loco por ella. Lucrecia lo tenía hechizado.

Todos se lo quedaron mirando atónitos.

—Podéis creerme. Fea o no, Gerardo no veía más allá de los ojos de Lucrecia Vázquez. Ella lo manejaba a su antojo, como una marioneta. Y estoy convencido de que lo condujo a la muerte… —Carballeira tragó saliva— después de hacer el amor con él.

Pau Serra dejó escapar una exclamación.

—¿Mi sargento se folló a la Niña Diabólica? —preguntó entre hipos, aunque la mirada asesina de Teresa Valls hizo que se tragase las ganas de reír.

—Al registrar la habitación del hotel donde se alojaban vimos las camas deshechas y señales evidentes de que había habido sexo —murmuró Carballeira, obviando el descubrimiento de las manchas de sangre en las sábanas a las que al preguntar a Lucrecia Vázquez ella respondió de manera brutal: «no hubo violencia, él me desvirgó».

—No tiene ningún sentido —murmuró Vilalta, pensativo—. Si quería matarlo, ¿por qué lo salvó?

Carballeira la miró durante unos instantes y finalmente se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Yo tampoco lo sé, aunque sigo creyendo que Lucrecia es inocente —susurró Teresa Valls—. Lo sigo creyendo a pesar de todo.

Carballeira apuró el vaso de orujo y lo miró al trasluz. Lucrecia había salvado a Gerard de una muerte segura. Era cierto. Por desgracia, él llevaba más de treinta años trabajando de policía. Demasiado tiempo para creer en la bondad humana.

—Nadie es inocente —sentenció—. Y Lucrecia Vázquez mucho menos.