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Si Gerard hubiese sabido el numerito que le esperaba a su entrada en comisaría, tal vez se lo hubiese pensado dos veces. Sus compañeros le hicieron pasillo como si hubiera ganado el Balón de Oro, y hasta el despacho de Vilalta tuvo que soportar palmaditas en el hombro, guiños cómplices, bravos, hurras y un «tío bueno, queremos un hijo tuyo» de un par de agentes barbudos y con pinta de seguratas. Gerard Castillo abrió la puerta del despacho del inspector jefe en olor de multitudes, y lanzó una mirada asesina a su superior, que rompió a reír nada más verlo.

—¡Vilalta! —le increpó—. ¿Me tenías preparada esta entradita?

El inspector jefe miró a Pau Serra, que se levantó de un salto e hizo un saludo marcial. Gerard se acercó y le pegó un capón que obligó al cabo a inclinarse hacia delante. A riesgo de recibir un segundo correctivo, Serra exclamó en tono castrense:

—¡A sus órdenes, sargento!

Gerard le pegó un leve empujón.

—Menos cachondeo, Serra, que te llevo al Anatómico Forense a pasar la mañana.

Pau Serra juntó las manos en señal de súplica. Por lo visto, estaba juguetón.

—Venga, dejaos de mariconadas, que hay mucho trabajo —les espetó Vilalta, impaciente—. Tenemos información muy jugosa que nos envía nuestra infiltrada en las líneas enemigas.

—¿Teresa Valls? —preguntó Gerard.

—Sí, pero no te ilusiones con la inspectora, Castillo. No está disponible.

Gerard lo miró desdeñoso, pero Vilalta se limitó a levantarse y mostrar un DVD.

—Basta de perder el tiempo —les ordenó—. Vamos a la sala de audiovisuales. Jordi Prats me ha dicho que vale la pena.

Gerard arrugó el ceño.

—¿Qué es?

—La grabación de la cámara de seguridad de la Editorial Universo.

Los tres hombres salieron del despacho y se dirigieron a una sala que estaba en la planta baja. Nada más entrar, Vilalta colocó el DVD en un aparato reproductor que proyectó la imagen en una pantalla de alta definición. En el ángulo inferior derecho se podía leer el día y la hora:

23.11.2011

04.10

La imagen de la cámara abarcaba todo el vestíbulo de la Editorial Universo, desde la puerta hasta el ascensor. A los pocos segundos del comienzo de la proyección pudieron ver a Ramón Aparicio que cruzaba el vestíbulo con rapidez.

Cinco minutos después, alguien llamó al interfono. Aunque pudo escucharse débilmente el sonido del portero automático al abrir, el desconocido empujó la puerta unos centímetros, sin acceder al vestíbulo. Cuando entró, finalmente, llevaba la cabeza oculta bajo un pasamontañas. Al pasar frente a la cámara de seguridad, la miró durante unos instantes con fijeza, mostrando un solo ojo al descubierto, mientras el otro lo llevaba tapado con un parche. También llevaba guantes. Y cojeaba de forma ostensible.

—Es irreconocible… —murmuró Vilalta—. ¿Cómo es posible que Ramón Aparicio dejase entrar a un tipo con esta pinta? Tienen circuito cerrado de televisión en la entrada, así que pudo verlo.

—Se ha puesto el pasamontañas después de que Ramón Aparicio le abriese la puerta.

—¿Y por qué va tan tapado? —preguntó Pau Serra.

—Para que no lo reconozcamos, eso está claro —apuntó Vilalta.

—Ya —insistió Serra—. Pero ¿por qué se tapa un ojo?

—Quiere aparentar que es quien no es —contestó Gerard, enigmático.

—¡Hostia puta! —gritó Pau Serra—. ¡Si está más claro que el agua!

—¿Qué cojones está más claro que el agua? —exclamó Vilalta furioso—. ¿Por qué no entiendo nada?

—El asesino lleva guantes para no dejar huellas —explicó Gerard—. Además, quiere que pensemos que es un tipo tuerto al que le falta también un buen trozo de cara. Y por si no fuese suficiente, camina peor que el Cojo Manteca.

—¿Y por qué? —Vilalta lo miró con estupor—. ¿Quieres explicarte?

—Es una historia un poco complicada…

—¡Empieza a cantar ahora mismo o te envío a patrullar al Sahara! —graznó el inspector—. ¿De qué coño estás hablando?

Gerard meneó la cabeza apesadumbrado.

—Lo siento, Vilalta, sé que tienes razón, pero no tengo tiempo para dedicarme a escribir informes. Los acontecimientos se suceden con tal rapidez que no hay tiempo que perder.

—¡Habla antes de que me cabree!

Gerard comenzó a explicar todo lo que había descubierto.

—Apareció una sinopsis del próximo manuscrito de Dana Green que…

—¿Sinopsis? ¿Manuscrito? ¡Joder, Castillo! ¡No entiendo nada!

Gerard lanzó un suspiro. Ya hablaba como los puñeteros escritores.

—Soledad Montero dejó escrito el argumento de su próxima novela.

—¿Y qué?

—Era una novela negra, y en ella aparecían varios cadáveres de personas que habían sido devoradas por ratas —comenzó Gerard—. No creo que sea una casualidad.

El inspector lanzó un silbido. Era evidente que a él tampoco se lo parecía, así que animó a Gerard a proseguir con su relato. Pau Serra levantó una carpeta, pidiendo la palabra.

—Lo tengo aquí, sargento, por si quiere ser más preciso…

Gerard sonrió divertido.

—Serra, yo creo que llegarás a inspector antes que yo —le dijo, mientras alargaba la mano y recogía el documento—. ¿Quieres que lo lea, Vilalta?

—¡No! —exclamó el inspector, asqueado—. ¿No puedes hacerme un puto resumen?

—De acuerdo, jefe, no te sulfures… —Gerard le lanzó una ojeada rápida al dosier y obedeció.

Tras su exposición, el inspector jefe tardó unos segundos en hablar.

—¿Cómo acaba esta bonita historia? —preguntó, sobrecogido—. ¿Lo atrapa la poli?

—No tiene final —respondió Gerard. Y aclaró—: Mejor dicho, no está escrito.

Durante unos instantes todos permanecieron en silencio. Fue Vilalta quien lo rompió.

—¿Qué pretendes decirme, Castillo? ¿Que el tipo del pasamontañas es el monstruo de las ratas?

—No. Pero quiere hacerse pasar por él.

—¿Y cómo conseguiste ese texto? Supongo que no te lo enviaría el propio asesino por correo.

Gerard tardó unos segundos en contestar. Sabía que la respuesta provocaría en Vilalta otra réplica burlona.

—Me lo trajo Lucrecia Vázquez a comisaría.

—Vaya, qué casualidad.

Gerard asintió con vigor.

—Sí, Vilalta —confesó—. Yo también pensé que esa historia se la podía haber inventado ella.

—¿Y entonces? —Vilalta se encogió de hombros—. ¿Por qué le das credibilidad? No tenemos ninguna prueba de que ese hombre exista, aparte del escrito que te hizo llegar una de las principales sospechosas. Y, francamente, Lucrecia Vázquez no tiene pinta de estar muy cuerda.

—Ese hombre existe —sentenció Gerard—, y además, estoy seguro de que es hijo de Soledad Montero.

—Soledad Montero no tenía hijos.

—Sí, tuvo uno.

—¿Cómo puedes asegurarlo?

—Por la autopsia. El doctor Aguilar me explicó que en el cuerpo de Soledad Montero habían quedado señales de un parto muy complicado, que se complicó posteriormente aún más y que acabó provocándole esterilidad. Esto nos lleva a deducir que dio a luz sin ayuda y sufrió una grave infección. A pesar de ello no recibió atención médica, lo cual indica que ocultó su embarazo y posterior parto para no tener que confesar que se había deshecho de su niño al nacer —concluyó Gerard.

—¿No murió? —preguntó el inspector.

—No.

—Acepto que Soledad Montero tuvo un hijo —insistió Vilalta—. Pero ¿cómo puedes asegurar que está vivo?

—No solo puedo asegurar que vive, sino que estuvo en el escenario del crimen. Teresa Valls nos dio los resultados de ADN de unas pestañas halladas allí, y había un número muy elevado de coincidencias genéticas con Soledad Montero. Tantas como para suponer un parentesco en primer grado.

—¡Un hijo!

—Exacto. Un hijo que se medica con dosis altísimas de antidepresivos, posiblemente porque no soporta su aspecto deforme.

Vilalta se encogió de hombros.

—Aun aceptando que tu teoría sea plausible, dime: ¿por qué mató a Ramón Aparicio?

—Por la misma razón. Por venganza.

—¿Qué tenía contra el editor?

—Era su padre.

Vilalta lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué me estás diciendo?

—Al hacer el registro en la casa de Soledad Montero, encontramos varias pruebas que demuestran que tuvo relaciones sexuales con Ramón Aparicio y que se quedó embarazada. —Gerard miró a Serra—. Y también que él la amenazó para que abortase, cosa que no hizo.

Pau Serra sonrió beatífico y asintió con vigor, ratificando las palabras del sargento, aunque él no tenía en la cabeza las fotos y el anónimo, sino las lúbricas grabaciones caseras.

Vilalta meneó la cabeza.

—Francamente, Castillo. Tengo la sensación de que me estás explicando una película de indios.

—Ya, pero es la pura realidad.

—Entonces… —Vilalta tomó aire—. ¿Me estás diciendo que el tipo ese del pasamontañas es el hijo de Soledad Montero y Ramón Aparicio?

Gerard vaciló unos instantes.

—Soledad Montero y Ramón Aparicio tuvieron un hijo, y ella lo abandonó al nacer. A partir de aquí todo son especulaciones, lo reconozco —concedió—. ¿Quién se esconde detrás del pasamontañas? Puede ser ese hijo, pero también puede ser cualquiera que haya conocido la historia y quiera aprovecharse de ella para sus propios fines. Alguien deseoso de verlos muertos, y que ayudó al hijo a cumplir su venganza, utilizándolo en su propio provecho. Lo cierto es que debajo de ese pasamontañas podría esconderse cualquiera, hombre o mujer. Solo puedo asegurar lo que veo: que es una persona de complexión atlética y de una altura aproximada de un metro setenta o metro setenta y cinco. Ni siquiera puedo fiarme de la cojera, podría ser fingida.

—Es cierto, la altura y la complexión. No tenemos nada más.

—Como ves, no excluyo a Lucrecia Vázquez de la lista de sospechosos. Ella es alta y muy delgada. Además, estoy seguro de que el asesino era una persona a la que conocían Soledad Montero y Ramón Aparicio.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Soledad Montero le abrió la puerta a altas horas de la noche, y Ramón Aparicio se citó a las cuatro de la madrugada con esa misma persona. Nadie haría ninguna de esas dos cosas con un desconocido.

—Pero Ramón Aparicio ya tenía una entrevista con Lucrecia a las nueve de la mañana —repuso Pau Serra con suavidad—. Además, ella tenía una relación fluida con el editor. ¿Qué necesidad tenía de quedar a las cuatro de la madrugada para hablar con él?

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Gerard mirándolo con interés.

—Si Ramón Aparicio se citó a aquellas horas fue porque no quería que lo viesen con aquella persona.

Gerard meneó la cabeza, inquieto.

—Si no quería que lo viesen, ¿por qué se citaron en la editorial? Ramón Aparicio sabía que tenían una cámara de seguridad en el vestíbulo.

Pau Serra abrió la boca para contestar, pero su respuesta quedó en el aire. Era cierto, no tenía ningún sentido.

Durante unos instantes, los tres hombres intentaron encontrar una explicación plausible, sin conseguirlo. Fue el cabo quien rompió el silencio.

—Ya sé que no viene a cuento, pero tengo una información adicional.

Gerard lo miró, expectante.

—Hice lo que me mandó y fui al Registro de la Propiedad Intelectual —explicó—. Me costó un poco que me enseñasen el último escrito que había registrado Soledad Montero, pero al final me lo dejaron. Era un resumen de unas treinta páginas que trataba de un asesino en serie que mata a sus víctimas con un destornillador. La historia es asquerosa, pero no salen ratas por ningún lado.

—Alto. —Vilalta levantó las manos—. A ver si lo entiendo, chicos. ¿De dónde ha salido la historia de las ratas? ¿No me habíais dicho que era la próxima novela de Soledad Montero?

Gerard y Pau Serra se miraron a los ojos.

—No sabemos quién escribió esa historia, pero no fue Soledad Montero. Fue alguien que nos quería poner sobre la pista de lo que iba a suceder —dijo Serra.

—Alguien que tenía acceso al despacho de Ramón Aparicio, y que dejó el documento sobre la mesa, haciendo creer al editor que había sido ella misma quien lo había dejado allí —continuó Gerard.

—Lo cual nos devuelve de nuevo a Lucrecia Vázquez.

—Nos devuelve a cualquiera que trabaje en la editorial. E incluso al propio Ramón Aparicio —replicó Gerard.

—¡El asesino! —exclamó Pau Serra, señalando la pantalla.

En aquel momento, en la imagen apareció de nuevo el individuo del pasamontañas. Salió cojeando del ascensor y cruzó el vestíbulo. Al pasar frente a la cámara, la miró de nuevo con fijeza, como si pretendiese que su imagen quedase perfectamente grabada.

04.55.

—Ya ha matado a Ramón Aparicio —murmuró Serra.

—Podría ser cualquiera —insistió Vilalta—. Es irreconocible.

De repente, una idea fugaz cruzó la mente de Gerard.

—Mierda —gruñó—. ¿Cómo he podido ser tan tonto?

—¿Qué pasa, sargento? —preguntó Serra preocupado.

—¡Me he olvidado del cantamañanas argentino!

—¿Quién es ese? —preguntó Vilalta.

—Un imbécil de la editorial —respondió Gerard más para sí mismo que para el inspector—. Además, es también muy delgado y mide un metro setenta o poco más. ¿Cómo hemos podido olvidarnos de él?

—No sé, sargento —repuso Serra—. Aquella mañana lo entrevistaban en un programa de televisión, y cuando la presentadora le dijo que Ramón Aparicio había aparecido muerto, casi le dio un infarto.

—Quiero ver esa grabación. ¿De qué canal es?

—Tele 5.

—Búscamela, Serra. Y quiero que te pongas en contacto con las autoridades argentinas y me busques toda la información que puedas del tipo este.

—¿Por qué sospecha de él, jefe?

—Alejandro Paz también quería escribir la próxima novela de Soledad. Ahora recuerdo que Lucrecia me dijo que el editor los reunió a ambos en el despacho y les mostró la sinopsis.

—¿Y? —preguntó Vilalta, que casi no seguía el hilo de la conversación.

—Pudo ser él quien la dejó sobre la mesa del editor. Es más, podrían ser los dos cómplices, y utilizaron a la pobre Lucrecia de cabeza de turco.

Vilalta lanzó un bufido.

—Joder, Castillo. Cada vez hay más cómplices pero ningún asesino. ¿Os estáis volviendo locos?

Gerard negó con la cabeza.

—Lo sé —aceptó—. Es un galimatías sin solución. Pero estoy convencido de que vamos por buen camino.

—Yo no le veo ningún sentido —insistió Vilalta—. Es todo demasiado… novelesco.

Gerard dejó escapar una risa amarga.

—Nos movemos entre escritores, inspector.

—Sí, pero este es el mundo real, no una novela negra.

—Las circunstancias de estos asesinatos apuntan a alguien desequilibrado pero muy inteligente, que además de llevar a cabo los crímenes se está divirtiendo con nosotros. Estoy convencido de que todas y cada una de las pistas que tenemos las ha dejado ahí a propósito. Las pestañas con el ADN, el resumen del manuscrito y esta grabación que acabamos de ver… ¿Adónde pretende conducirnos? Es como si quisiera convertirnos en testigos de su venganza. Primero la escritora, y ahora el editor. ¿Han acabado los asesinatos? Si se trataba de la venganza de un hijo dispuesto a matar a su madre y a su padre, podemos suponer que sí. Pero mucho me temo…

Vilalta lo miró durante unos segundos antes de responder.

—… Que le ha cogido el gusto a matar.

En aquel momento, alguien llamó a la puerta. Aunque era la curvilínea Mònica Martí con sus maneras insinuantes, todos la miraron con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres, Mònica? —le preguntó el inspector.

—Perdón, inspector, pero es que ha llegado un fax de la Central. Es del laboratorio de Científica —contestó ella, melosa—. Y creo que les interesa…

—¿De qué se trata?

—Son los resultados de la autopsia de Ramón Aparicio.

Gerard estiró el brazo y le cogió el informe. Lo leyó con rapidez, confirmando lo que ya imaginaba.

—Mioflex —informó—. Paralizante muscular.

Los tres hombres se miraron y asintieron con gravedad. Gerard se levantó de su asiento, impaciente.

—Vilalta, ya haré el informe cuando vuelva. Voy a bajar a Barcelona, a hacerle una visita de cortesía a Alejandro Paz.

—Castillo, no te pases —le ordenó Vilalta—. No tenemos ni una sola prueba en su contra.

—Tienes razón —concluyó Gerard—. Y eso es lo que me escama.