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Lucrecia se levantó a las seis de la mañana, después de dar vueltas y más vueltas en la cama sin conseguir dormir. A las siete ya estaba al volante de su Audi A3, un caprichito que se había concedido gracias a Sam Fisher.

Cruzó Barcelona por la Ronda de Dalt —colapsada como siempre— y tomó la autopista del Mediterráneo dirección Girona.

Salió en Sant Celoni y se dirigió a Santa Creu, en la falda norte del Montseny. Aquella noche había llovido, así que aspiró con ansia el aire frío que se colaba por la ventanilla del coche. Era un día de noviembre gélido y desapacible.

A ella le gustaba.

Durante la ascensión pudo ver durante unos instantes el pico del Turó de l’Home, oculto tras una niebla espesa que se movía rauda y que la obligaba a conducir con las ventanillas bajadas, aunque la temperatura no llegaba a los cinco grados. La calefacción, al máximo, convertía el vapor en gotas de agua que resbalaban por los cristales trazando regueros sinuosos. Lucrecia disfrutó de la conducción a pesar del tiempo, y admiró el hermoso bosque mediterráneo que se iba tornando más espeso y abundante conforme ascendía.

Tras Campins se detuvo en un restaurante a pie de carretera y desayunó opíparamente. Una llesca de pa amb tomàquet i bull negre y un café, al que la mestressa le recomendó añadir unas gotas de ratafía que un sobrino suyo le había bajado de Esterri d’Àneu y que ressuscitava un mort. Al salir, Lucrecia se sentó en el asiento del coche y se dejó llevar por una batería de tics, que había controlado mientras estuvo en el restaurante. Siempre lo hacía, para evitar a los otros un espectáculo que resultaba muy violento, sobre todo por las palabras malsonantes. Parpadeó, se contorsionó a gusto y lanzó una andanada de juramentos que hubiesen hecho sonrojar a un obrero de la construcción. Reconfortada, arrancó el motor y miró a través del espejo retrovisor, que le devolvió una mirada azul y satisfecha.

Unos minutos más tarde, giró a su izquierda, para tomar un camino que le conduciría a Santa Creu del Montseny. A ambos lados de la carretera comarcal se extendían enormes prados salpicados de masías. Era un hermoso lugar, ideal para los que deseaban huir de las tensiones de la ciudad, disfrutar de la naturaleza y buscar inspiración en sus rincones.

Lástima que no pudiese disfrutar de aquel entorno idílico. Al fin y al cabo, ella era la escritora. No obstante, no debía lamentarse. Ramón Aparicio le había prometido que, una vez que hubiese escrito la novela de Soledad, le dejaría publicar lo que quisiese. Y aquello, en el difícil mundo editorial en el que imperaban las brutales reglas de un mercado en crisis y doblegado a la búsqueda del best seller de supermercado, ya era mucho.

¿De qué trataría la sinopsis de Dana Green? Ramón no había querido desvelárselo. Se había limitado a asegurarle que era una trama espeluznante, según sus propias palabras.

Lucrecia meneó la cabeza con entusiasmo.

Maldito editor, cómo sabía mover los hilos. Nadie mejor que él para crear un superventas. Porque una trama espeluznante, cuanto más espeluznante mejor, era, sin lugar a dudas, garantía de éxito.

Un kilómetro antes de llegar al pueblo, Lucrecia tomó un desvío que la conduciría a una urbanización. Poco después, llegó a la casa de Ramón Aparicio. Enseguida vio el coche de Dana Green, un desvencijado Mercedes Benz. Aparcó y sonrió complacida; su Audi era nuevecito.

Sam Fisher gozaba de buena salud, mucho más buena que las trasnochadas hermandades de Dana Green.

Aún no había descendido del coche cuando creyó ver una sombra que se escurría huidiza por las escaleras que conducían al primer piso.

¿Qué era?

Todos los pensamientos agradables se esfumaron de repente.

La sonrisa de satisfacción se le heló en el rostro y Lucrecia sintió una sensación desagradable que le presionó el pecho.

Peligro.

Era una angustia conocida desde la niñez y que la había alertado en las muchas situaciones terribles que había tenido que afrontar.

Lucrecia poseía un sexto sentido que la protegía y la alertaba. En aquel preciso instante, aquel mecanismo instintivo se puso en marcha. Bajó del coche y caminó lentamente hasta la verja de entrada, que estaba abierta. Desde allí pudo ver que la puerta de acceso a la casa estaba entornada, y las persianas completamente bajadas. La sombra que había visto se detuvo frente a ella y la miró. Era una enorme rata gris, grande como un conejo, que movía nerviosa los bigotes manchados de rojo. Lucrecia miró la rata con una mezcla de repugnancia y extrañeza.

No le asustaban las ratas. Había convivido con ellas, casi compartido alimento. Le habían mordido varias veces, pero nunca habían sido sus principales enemigas. Las ratas formaban parte del paisaje de miseria y degradación en que habían consistido los primeros años de su vida. No le asustaban las ratas, pero aquella era especialmente repulsiva, demasiado grande para ser normal, como una criatura transgénica, un asqueroso vampiro sin alas. Además, tenía el hocico ensangrentado.

«Es una rata de ciudad —pensó Lucrecia—. Una de esas que habitan las alcantarillas y se alimentan de porquería. Es una rata de ciudad y estamos en la montaña. ¿Qué hace aquí?».

Lucrecia apartó la mirada e intentó tranquilizarse, sin conseguirlo. El corazón le martilleaba con furia y le latían las sienes. Comenzó a ascender las escaleras con lentitud, comprobando que estaban manchadas de sangre. Pequeñas huellas pardas las recorrían de arriba abajo. Conforme se acercaba a la entrada oía un rumor sordo de trasiego de patas, de lucha encarnizada. Al llegar hasta el rellano aspiró el olor dulzón y penetrante de la sangre. Intentó ver a través de la puerta entornada, pero la oscuridad era absoluta.

—¿Soledad? —preguntó con voz temblorosa.

Le respondió un repiqueteo nervioso de pequeñas patas.

Lucrecia palpó la pared intentando encontrar el interruptor de la luz. Lo accionó. Veinte o veinticinco ratas, todas grises, todas enormes, todas ensangrentadas, se detuvieron y alzaron sobre sus patas traseras. La observaron durante un segundo, quizá dos. Los bigotes nerviosos, los ojillos sobresaltados. Estaban apiñadas sobre un bulto informe, teñido de rojo, una enorme montaña de carne. Al cabo de ese tiempo, volvieron ansiosas a su festín.

Lucrecia dio un paso atrás y estiró la mano para apoyarse en la barandilla, pero estaba demasiado lejos.

Cayó rodando por las escaleras, inconsciente.