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Esperanza Montero Molinero hacía años que no se hablaba con su hermana. Su último contacto lo habían tenido a través de sus respectivos abogados y fue para solucionar un litigio relacionado con la herencia. Como la única versión que se podía conseguir en aquel momento era la suya, en principio toda la culpa del distanciamiento entre las hermanas era de la muerta. Soledad Montero Molinero había sido, según palabras textuales de su hermana pequeña, «una cerda egoísta y manipuladora que hubiese matado a su madre si con ello hubiera sacado algún provecho».
Aquella opinión tan radical no se sustentaba solo en el comportamiento rastrero de Soledad Montero Molinero al impugnar el testamento de la madre, sino en toda una vida de desencuentros. Nunca habían tenido buena relación; Soledad era una mala persona, mentirosa, hipócrita y falsa hasta la médula, siempre intentando sacar provecho de todo y de todos. Vaya, que a ella no le extrañaba que tuviese enemigos y que alguien desease matarla. En definitiva; no le había llorado ni una sola lágrima.
Soledad ya era Dana Green cuando murió la madre. Su situación económica era por entonces muy desahogada, y además, apenas habían tenido contacto durante los últimos años. Como el único patrimonio con que contaba la madre era la casa donde había vivido hasta su muerte y que había compartido con su hija menor y su nieta, se la dejó en herencia a ambas, desheredando a su hija mayor. La casa se hallaba en Ourense, en una aldea recóndita llamada Ponte da Cerdeira, y había sido heredada a su vez de la abuela materna, ya muerta.
La vida había maltratado a Generosa Molinero Rial, la madre, dejándola sola y al cabo de la calle con cuarenta y cinco años y dos hijas. Su historia era triste, digna de un folletín lacrimógeno. Su marido, el padre de Soledad y Esperanza, desapareció un buen día sin dejar ni una miserable nota de despedida. Por si fuera poco, unos días después llegó una notificación del banco anunciando que el piso estaba hipotecado. Como ella no podía hacer frente a la hipoteca, se lo embargaron. Por lo visto, al muy desgraciado no le importó dejar a su mujer y a sus dos hijas en la calle. La madre hizo las maletas y se fue a vivir a la casa de Ponte da Cerdeira, que llevaba muchos años cerrada. Solo la acompañaba su hija pequeña, ya que Soledad, que ya tenía dieciocho años, dijo que no iba con ellas, que no volvería a Ponte da Cerdeira ni muerta, y que ya se buscaría la vida en Barcelona, como así hizo.
Esperanza tampoco tuvo mucha suerte en la vida. Con veinte años se enamoró de un camionero, que resultó estar casado y que en cuanto supo que ella estaba embarazada desapareció sin dejar rastro. Esperanza pidió ayuda a su hermana, que ya se había forjado en Barcelona un nombre como escritora. Soledad, o Dana Green, nada quiso saber de ella, y dejó incluso de contestarle al teléfono. Años después, la madre, ya muy enferma, le legó a ella la casa de la aldea para que tuviera, al menos, un techo donde cobijarse.
Al conocer el contenido del testamento, Soledad Montero Molinero lo impugnó y reclamó la legítima, la parte proporcional de los bienes que le pertenecían por ley aunque su madre la hubiese desheredado. Los abogados llegaron a un acuerdo y Esperanza tuvo que asumir una hipoteca de ochenta mil euros, que era el dinero que le reclamaba su hermana por renunciar a la parte de la casa que le correspondía por ley. Esperanza sabía que su hermana Soledad no quería la casa, ya que odiaba Ponte da Cerdeira. ¿Por qué lo odiaba? Esperanza no sabía por qué, pero sí desde cuándo. Su hermana mayor pasó allí unos meses cuando tenía catorce años, al parecer para curarse de una extraña enfermedad. Ella no sabía de qué enfermedad se trataba, pero cuando volvió a Barcelona varios meses después, estaba aún más desmejorada y sufría unos dolores horribles. Esperanza no tenía ni idea de qué le había pasado a su hermana, ni le importaba. Seguramente era la misma maldad la que la estaba envenenando. Porque Soledad era mala, mala, mala.
¿Y a quién le había legado sus bienes aquella mala pécora? Sorpresa: Soledad Montero Molinero no había hecho testamento, así que ella era, como pariente más cercana, su heredera universal.
Durante unos segundos, el rostro de Esperanza Montero Molinero se iluminó con una sonrisa. A punto estuvo de perdonar a su hermana mayor. A punto.
Lamentablemente, existía la posibilidad de que Soledad tuviese descendencia, ya que se sospechaba que durante aquellos meses que pasó en Ponte da Cerdeira, llevó a término un embarazo y trajo a un hijo al mundo. En ese caso, él sería su heredero.
¿Un hijo? ¡Esa idea era estúpida, disparatada! Esperanza Montero Molinero no había escuchado en su vida una tontería semejante. ¿Su hermana Soledad tenía un maldito hijo secreto que iba a heredar todos sus bienes?
¡Imposible!
Gerard escuchó con atención la declaración de Esperanza Montero que Serra había grabado. Aunque no resolvía ninguno de los interrogantes que rodeaban el asesinato, sí que perfilaba un poco más la personalidad de la muerta. Era evidente que Ponte da Cerdeira era el pueblo donde Soledad Montero se había escondido para ocultar su embarazo, así que ya tenían un punto de partida para buscar a ese niño. Si no había muerto, alguien lo habría llevado a un hospital, allí lo curaron de sus horribles heridas. Seguramente, después lo enviarían a algún orfanato de la zona. Si había quedado tan espantosamente mutilado, no sería difícil seguirle la pista.
—Olvidé decirle por teléfono que nos han enviado el histórico de llamadas del móvil de Dana Green —repuso Pau Serra.
—¿Y qué?
—Nada de nada —contestó el cabo—. Dana Green no hizo ni recibió ninguna llamada el día en que murió. Y de los días anteriores, tampoco hay llamadas significativas. Ella solo habló con Ramón Aparicio, cosa totalmente normal.
—Me lo imaginé —dijo Gerard mientras buscaba aparcamiento en los alrededores de la casa de Alejandro Paz—. Por cierto… ¿qué es lo que has descubierto del argentino?
—Nada nuevo —repuso el cabo meneando la cabeza—. He relacionado dos datos, pero ahora pienso que es una tontería.
—Deja que lo decida yo.
—Alejandro Paz también tiene treinta y cinco años.
Gerard asintió.
—Es verdad, ahora recuerdo que me lo dijiste.
—Pero no puede ser el hijo de Soledad Montero, sargento. Para empezar, es argentino.
—No sabemos si nació en Argentina, Serra. No tenemos su partida de nacimiento.
—Además, Alejandro Paz no está mutilado —prosiguió el cabo.
—Eso es cierto…
Durante unos minutos, los dos hombres se abandonaron a sus propios pensamientos. Cada uno de ellos intentaba encontrar el cabo de la madeja, sin conseguirlo. Al final fue Gerard quien rompió el silencio.
—Se nos escapa algún detalle —aseguró—. Estoy convencido de que, cuando lo descubramos, todo este embrollo tendrá sentido.
Pau Serra asintió.
—Lo que yo no puedo entender es cómo un tipo con la cara destrozada puede ir y venir sin que nadie lo vea —dijo.
—Es evidente que tiene un cómplice. Y ese cómplice tiene que ser alguno de la editorial.
—Lucrecia Vázquez o Alejandro Paz.
—Es posible.
—Pero ¿por qué? ¿Qué razón podrían tener estos dos para querer cargarse a la escritora y al editor? ¡A ambos los perjudica!
—Sobre todo a Lucrecia. Ella es la más perjudicada —repuso Gerard—. Además, tengo que decirte que, aunque no he conseguido que me confiese el porqué, estoy seguro de que ella sospecha de Alejandro Paz.
—Yo no me fiaría mucho de ella, sargento.
—No, ni yo tampoco. Sé que puede intentar manipularme. Pero el hecho de que intente dirigir mi mirada hacia Alejandro Paz quiere decir que pueden existir razones objetivas para que sospechemos de él.
—¿La coincidencia de edades puede ser una razón? —preguntó Pau Serra.
—Podría ser. Alejandro Paz tiene la misma edad que el hijo de Soledad Montero. Tal vez fueron compañeros de escuela. Amigos. Amantes. Yo qué sé.
—La única razón que tenemos para asegurar que el hijo de Soledad Montero tiene treinta y cinco años es porque lo dice en el manuscrito.
—Serra, no te olvides de la foto del guateque.
El cabo meneó la cabeza con gesto tozudo.
—Pues yo sigo pensando que es una casualidad.
Gerard detuvo el coche en doble fila e inició la maniobra de aparcamiento. Había tenido suerte al descubrir una plaza libre a pocos metros de la vivienda del argentino. Paró el motor y salió al exterior.
—Yo no pienso que sea una casualidad —concluyó—. Cuando se trata de coincidencias y sospechosos, el azar no existe.