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—¡Sargento!

Gerard apenas se había sentado al volante del coche. Había dejado el móvil en la guantera para no tener que estar continuamente atendiendo a las insistentes llamadas de Pau Serra, que, por lo visto, no podía vivir sin él.

—¿Qué te pasa?

—¡Le he llamado diez veces!

—¿Te has vuelto loco?

—Perdone, sargento, pero es que no le localizaba y tengo tantas noticias que contarle…

—Venga, di —le apremió Gerard lanzando un suspiro.

—La hermana de Soledad Montero ha estado en el Hospital General.

—¿Has podido hablar con ella?

—Sí, sargento. Le he tomado declaración en el mismo hospital.

—Estupendo. ¿Sigues allí?

—Sí, sargento. Yo contaba con que viniese a buscarme y por el camino le hacía un resumen de su declaración.

—Aún no he ido a ver a Alejandro Paz.

—¡Mejor, así le acompaño!

—No es necesario.

—Tengo más información, jefe. Y es muy jugosa.

—¿Respecto a qué?

—Los de delitos informáticos han rastreado la dirección IP de Ángel, ya sabe, el que le envió las amenazas a Soledad Montero.

—¿Y?

—Se trata de un local de ocio, un pub, un cibercafé o algo parecido.

Gerard se encogió de hombros.

—Pues a la mierda. Por ahí no hay nada que hacer.

—No se crea, jefe, porque aunque no es la dirección de un particular, tenemos un radio de acción bastante limitado.

—¿Un radio de acción bastante limitado? —repitió Gerard sarcásticamente—. ¿Me estás hablando de dos o tres mil cibernautas?

—El local está ubicado en un pueblecito de Lugo que se llama Ouleiro. Y solo tiene novecientos habitantes censados.

—El usuario podría venir de fuera.

—Ouleiro está situado en lo alto de una montaña, y la única manera de acceder es a través de una carretera comarcal que parte de Lugo y que da vueltas y más vueltas a lo largo de sesenta kilómetros. Está alejado de todas las rutas turísticas, así que no recibe muchas visitas. Por si fuera poco, en Ouleiro siempre hace un frío de muerte.

—Vaya, que no podemos decir que Ouleiro sea Benidorm.

—No, no lo es —corroboró Serra con una carcajada.

—Incluso que el encargado del bareto debe conocer a los cuatro desgraciados que se dejan caer por su local.

—Como si fueran de su familia.

La mirada de Gerard se tornó brillante.

—Joder, Serra, te dejo solo una tarde y si me descuido, resuelves el caso.

El cabo dejó escapar una carcajada de satisfacción.

—Pues eso no es todo, sargento —le dijo—. Repasando los informes, he descubierto un dato en la biografía de Alejandro Paz que le interesará.