8

Al llegar al Hospital General, Gerard y Pau decidieron ir a visitar primero a la testigo, Lucrecia Vázquez. En recepción les dieron el número de planta y habitación. Al llegar allí, abrieron la puerta y se encontraron con un cuarto vacío. La testigo había volado. Salieron al pasillo dispuestos a preguntar por ella, cuando Gerard vio a una joven acodada en el mostrador de la planta, esperando. Una enfermera salió de un cuartillo y le extendió un informe. Gerard la observó durante unos instantes y descubrió que la muchacha se estremecía sin motivo aparente, sacudiendo la cabeza y los hombros de manera ostensible.

Ella es así.

Gerard le hizo un gesto a Pau Serra para que no lo siguiera y se acercó con suavidad a la muchacha.

—¿Lucrecia Vázquez? —le preguntó.

Ella le lanzó una mirada especulativa y asintió con brusquedad.

—Sí… sí… sí… ¡Sí!

Gerard la observó, azorado. Lucrecia Vázquez no era una mujer guapa. Quizá, los más compasivos podrían decir que poseía una belleza picasiana, que era casi peor que ser fea. Además, era alta, más de un metro setenta, flaca y con unas piernas desproporcionadamente largas. Pero eso no era lo peor, lo peor eran los terribles tics que la obligaban a contorsionarse como una marioneta desmadejada.

—Sam… Fisher —murmuró ella mientras agitaba la cabeza con vigor.

—¿Perdón?

—Que… es usted policía, digo.

Gerard lo había oído perfectamente. Aquella muchacha que parecía que en cualquier momento fuera a romperse el cuello le había llamado Sam Fisher. Tragó saliva e intentó reconducir la situación.

—Soy el sargento Castillo, de la Unidad de Investigación Criminal de los Mossos d’Esquadra —recitó, y señaló a Pau Serra, que los miraba estupefacto a unos cinco metros de distancia—. Él es mi subalterno, el cabo Serra.

Lucrecia miró a Pau Serra, y al ver su expresión de estupor, lanzó un gruñido desdeñoso.

—¿Qué quieren?

—Hablar contigo.

Lucrecia se encogió de hombros.

—Bueno.

Gerard se dirigió a la enfermera jefe, que los observaba curiosa.

—Vamos a ocupar unos minutos la habitación, enfermera, si no le molesta.

Antes de que ella tuviese tiempo de abrir la boca, Gerard ya le había enseñado la placa. La enfermera asintió con vigor y les invitó a que ocupasen la misma habitación que Lucrecia acababa de abandonar. Gerard esperó a que la joven estuviese dentro del cuarto y se acercó al cabo Serra con el rostro crispado.

—Deja de mirarla de esa manera, imbécil, que no es ningún monstruo.

Pau Serra hizo un gesto de disculpa.

—Joder, sargento —murmuró—. Si es que parece la niña del exorcista. Me da que en cualquier momento va a empezar a echar espumarajos verdes por la boca.

—Pues entonces es mejor que te quedes aquí —gruñó Gerard—. No sea que te desmayes del susto.

Y se dirigió a la habitación con paso rápido. Por desgracia, en el mismo momento en que iba a entrar en el cuarto, divisó a Teresa Valls acercándose por el pasillo. Lo que le faltaba. Ella lo vio también y esbozó una sonrisa maliciosa.

—Sargento, qué sorpresa…

Gerard se detuvo frente a la puerta de la habitación y le hizo un gesto de disculpa a Lucrecia Vázquez, que se había sentado en una butaca con los brazos cruzados, seguramente para limitar sus espasmódicos movimientos.

—Buenos días —le dijo a Teresa Valls.

—¿Qué le trae por aquí, sargento Castillo?

—Vengo a hablar con una testigo. —Gerard hizo un gesto impaciente señalando el interior del cuarto—. Si no le importa, no quiero hacerla esperar…

Teresa Valls hizo caso omiso de la brusca despedida de Gerard y asomó la cabeza por la puerta.

—¿Es la testigo de Santa Creu, la que se llevaron en la ambulancia?

—Sí.

—Ah… —Teresa Valls examinó a Lucrecia Vázquez con la misma frialdad con que observaría una huella dactilar—. Ahora entiendo lo que habían dicho de ella… ¿Lo ve? Tiene el síndrome de Gilles de la Tourette en grado incapacitante —anunció.

Lucrecia parpadeó furiosa. Aquel examen era humillante, y aunque lo había sufrido incontables veces a lo largo de su vida, no se había resignado a aceptarlo.

—¡Incapacitante, no! A mí no me incapacita, señora, así que si no puede resistirlo, ¡aire!

Tras aquellas palabras, Lucrecia se pasó unos segundos agitando las manos. La inspectora sonrió.

—Menudo carácter —repuso, malévola, dirigiéndose a Gerard como si Lucrecia no existiera—. Así que no la incapacita, dice. ¿Y de qué trabajará esta pobre muchacha, si se puede saber? ¿De estatua en las Ramblas? —Teresa Valls se rio de su propia ocurrencia—. ¡No lo creo!

Lucrecia lanzó un potente bufido y se levantó de un salto. La inspectora dio un paso atrás al ver que la joven se le acercaba desafiante. Sacó un pañuelo de papel y lo extendió, como si fuera a sonarse.

—¡Puta, puta, puta! —graznó Lucrecia fuera de sí. Se detuvo a menos de un palmo de Teresa Valls y le escupió a la cara—. ¡Puta, puta, más que puta!

De repente, Lucrecia se detuvo. Sonrió con candidez y miró a Teresa Valls, que había soportado el chaparrón con estoicismo. Al fin y al cabo, lo había provocado ella.

—Perdón —musitó Lucrecia con voz melosa—. Ha sido un tic. ¿Sabe?

—Un tic, ya.

—Sí, señora. —Lucrecia asintió con vigor—. Le llaman coprolalia. El palabro proviene del griego y tiene algo que ver con la tendencia patológica a proferir obscenidades. Traducido al cristiano se refiere a decir palabrotas de las gordas como, por ejemplo, puta. Puta, puta, puta… Prostituta.

Teresa Valls asintió con vigor.

—Ya sé lo que es la coprolalia.

—Es incontrolable, ¿sabe? —Lucrecia la miró con fiereza—. Una siente ganas de decir «puta» y no se puede aguantar. ¡Puta! ¡Puta! ¡Puta!

—Ya lo he entendido —dijo la inspectora.

—Por cierto, ¿quiere saber de qué trabajo?

—No, no, es igual —negó Teresa Valls mientras se dirigía a la salida—. Yo ya me iba…

Sin ni siquiera decir adiós, la inspectora abandonó el cuarto. En cuanto hubo recorrido unos pocos metros, su boca se extendió en una sonrisa maliciosa. Sacó una bolsita de plástico de un bolsillo e introdujo el pañuelo de papel.

Dentro de la habitación, Lucrecia estaba aún bajo los efectos de la rabia. Se encogió de hombros muchas veces y después se sentó con brusquedad en la butaca.

—¡Maldita, maldita, maldita! —exclamó, indignada—. ¡Se ha reído de mí!

Gerard tardó un instante en responder, y finalmente cedió. Lucrecia tenía razón, así que no quiso sermonearla. Cerró la puerta de la habitación, acercó una butaca y se sentó frente a ella.

—Estoy acostumbrada a que me traten como a un mono de feria —añadió Lucrecia—, pero que esté acostumbrada no quiere decir que lo sea.

Gerard sintió una oleada de simpatía por aquella joven. Era evidente que no era fácil estar en la piel de Lucrecia Vázquez.

—Yo te he tratado con respeto.

Lucrecia asintió.

—Sí.

—Y ahora te ruego que te tranquilices y que contestes lo mejor que puedas a mis preguntas.

—Lo haré… ¡Oh! —Lucrecia alzó la mirada sobresaltada y la fijó en alguien que acababa de abrir la puerta del cuarto—. ¡Alejandro!

Gerard observó molesto que ella se levantaba de su asiento y se fundía en un abrazo con un hombre de unos treinta y tantos años que acababa de entrar. El desconocido tenía un dulce acento argentino con el que consoló a la joven.

—Lucrecia, Lucrecia… cómo lo siento por vos… —musitó él besándole el cabello—. Cómo lamento que pasés por este mal trago, cómo siento en mi corazón un dolor infinito y…

Gerard esperó impaciente unos segundos de cortesía antes de levantarse de su butaca. Aquel argentino seguía envolviendo a Lucrecia Vázquez con su abrazo y su palabrería pegajosa, algo que le irritaba sobremanera. Nunca había entendido por qué aquel estilo dulzón encandilaba a las mujeres.

—Perdone que interrumpa —repuso con actitud autoritaria—, pero le rogaría que se identificase.

Lucrecia se liberó del abrazo del argentino con expresión de alivio y le hizo un gesto conciliador con la mano.

—Es mosso —le explicó—. Investiga la muerte de Dana.

—Ah… —Alejandro tardó unos segundos en reaccionar—. Bien… esteee… me llamo Alejandro Paz, soy escritor y he publicado con la Editorial Universo varios libros de crecimiento personal, orientación humanista y coaching integral.

Gerard asintió con vigor. Ya se lo imaginaba. Ramón Aparicio le había hablado de él, y el tiparraco que tenía delante encajaba a la perfección con el retrato robot de un soplapollas.

—Bien, señor Paz —concedió—. Si no le importa, le ruego que salga al pasillo y espere a que yo acabe de hablar con ella. Y no se aleje, por favor. Después hablaré con usted.

—¿Hablar? —repitió Alejandro como si no entendiese el significado de aquella palabra—. ¿Está interrogando a Lucrecia?

—No te alteres, Alejandro —le consoló ella con suavidad—. Es normal que lo haga.

—¡No, no lo es! —Alejandro Paz abrió los ojos como platos y meneó la cabeza—. ¡No hablés, no digás, no confesés!

Lucrecia lo miró atónita.

—Alejandro, ¿qué te pasa?

Él tomó una mano de Lucrecia entre las suyas y la estrujó con ansia. Siempre que el argentino se ponía nervioso sacaba su acento más genuino.

—No digás nada si no es en presencia de un abogado, Lucrecia —murmuró con voz trémula—. Yo te buscaré el mejor.

—Alejandro, ¿qué insinúas? ¡Yo no necesito un abogado!

—He hablado con Ramón, Lucrecia. Él me lo ha contado todo.

—¿Qué te ha contado?

—Soledad… Un crimen ritual.

—Alejandro, me estás poniendo nerviosa. —Lucrecia lanzó una mirada fugaz a Gerard, que la observaba con suma atención—. ¿Qué es lo que te ha dicho Ramón?

—¡Calla! —El argentino señaló a Gerard con un dedo tembloroso—. ¿No ves que todo lo que digás podrá utilizarlo contra vos?