15

Era un típico edificio del Eixample de Barcelona construido a principios del siglo pasado: fachada clásica con amplios ventanales y techos muy altos. Estaba en la calle Ausiàs Marc, muy cerca de la Plaça Urquinaona. Gerard y Pau entraron en el oscuro vestíbulo y saludaron a un portero que surgió de entre las sombras.

—¿Adónde van, señores?

Gerard le enseñó la placa.

—Entiendo, al piso de la escritora —contestó el hombre—. ¿Quieren que les acompañe?

Los dos policías negaron al unísono y subieron por las escaleras hasta el segundo piso. Una chapa de bronce anunciaba el nombre de su única inquilina: Soledad Montero Molinero.

Gerard sacó la llave y la introdujo en la cerradura. La giró y abrió la puerta. De inmediato, le invadió un intenso tufo a rancio. Buscó a tientas el interruptor y lo accionó. Miró al cabo Serra e hizo un gesto con la cabeza. Adelante. Una vez dentro del recibidor, cerró la puerta tras de sí y ambos lanzaron un vistazo a su alrededor.

—Joder, qué tía más hortera —murmuró el cabo.

Siempre resulta inquietante registrar un domicilio, y más aún cuando se trata de la vivienda de un muerto, pero a cada uno lo suyo: el vestíbulo era espantoso, un ejemplo palmario de mal gusto. Un recibidor de supuesto estilo rococó presidía la estancia, tapizado en cuero blanco y estampados florales. Sobre él pendía un espejo de recargado marco dorado. En la repisa del recibidor se apilaban media docena de arlequines de porcelana y brillantes monos de seda. Además, el mueble estaba escoltado por dos enormes y pretenciosos jarrones de cuyo interior afloraban unas enormes plumas de pavo real transgénico. Dos sillas tapizadas en blanco y con motivos dorados completaban la decoración.

—No hemos venido aquí a hablar de interiorismo —repuso Gerard sarcástico, alargándole unos guantes de látex—. Venga, póntelos.

—Ya, pero ¿qué buscamos?

—Cualquier cosa que aporte información personal. Fotos, cartas, escritos… Soledad Montero abandonó esta casa y se fue a Santa Creu para no volver nunca más. Tenemos que seguir sus pasos y reconstruir sus últimas horas. A ver si tenemos suerte…

Mientras lo decía, Gerard abrió una puerta doble y encendió la luz del comedor. Si el estilo del recibidor le había parecido chabacano, aquella estancia no le iba a la zaga. Los muebles eran también de un recargado estilo dieciochesco, aunque eso no era lo peor. Innumerables souvenirs se amontonaban en las repisas: el acueducto de Segovia, la Dama de Elche, la catedral de Burgos…

Más allá se apilaba una colección de barquitos de madera con el nombre de la población escrita en el casco: Gandía, Torrelodones, Denia, Calella de Palafrugell…

Nada parecía escapar a la furia turística de Soledad Montero.

Gerard y Pau Serra observaron en silencio todos aquellos motivos decorativos, cruzándose una mirada de tanto en tanto.

—Hay algo que me extraña —dijo el sargento—. Algo que no veo por ningún lado.

Pau Serra lo miró durante unos segundos y su rostro se iluminó con una sonrisa.

—Ya lo sé, falta un botafumeiro.

Gerard dejó escapar una carcajada. A veces, el cabo resultaba divertido aunque no lo pretendiera.

—No es eso, Serra —le dijo—. ¿No ves que no hay ninguna foto?

El cabo miró a su alrededor.

—Tiene razón, jefe.

Gerard abrió la puerta de la cocina y una pestilencia a bar de extrarradio le golpeó en las fosas nasales. El olor a rancio estaba multiplicado por mil, seguramente gracias a una freidora rebosante de aceite con textura de chapapote que reposaba sobre el grasiento mármol de la cocina. Impulsados por el morbo, Gerard y Pau abrieron las puertas de las alacenas para descubrir un horror tras otro. Apiladas en desorden, había bolsas de magdalenas con piquitos de chocolate, rollitos de crema rellenos de crema y patatas fritas sabor barbacoa, mezcladas con latas de berberechos, fabada asturiana y aceitunas rellenas; una auténtica bacanal de colesterol y triglicéridos.

Después de confirmar que la cocina era un vertedero digno de cualquier programa de callejeros, prosiguieron el registro de la casa.

El dormitorio, aunque no tan maloliente, seguía en la línea kitsch del comedor. Felizmente, allí encontraron las primeras y únicas imágenes de Soledad Montero. La escritora había elaborado una especie de collage con todas las presentaciones de sus novelas. En total había ocho, y en todas ellas aparecía al lado de Ramón Aparicio, su perpetuo ángel guardián. Tras ellos podía verse una lámina que anunciaba el best seller del momento. Cada título era más ingenioso que el anterior, una especie de vuelta de tuerca: El séptimo evangelio merovingio, El misterio del sexto arcano, La hermandad de los iluminados, El secreto de los templarios ancestrales, El enigma del arcángel y del décimo código nibelungo…

Aparte de aquellas instantáneas, pequeñas y de mala calidad, no había más fotos. Ni amigos, ni familiares, ni amantes. Si aquella mujer tenía vida privada, no quiso exponerla a la cámara.

—No era muy amiga de salir en las fotos —murmuró Gerard.

—No me extraña —repuso Pau Serra—. Está sentada y ya se ve que era gorda como una vaca. Con ese cuerpo de…

Gerard lo miró con desdén.

—A veces eres gilipollas, Serra.

—Perdone, sargento —se disculpó el cabo, avergonzado—. Soy muy simple.

Tras una de las puertas apareció el cuarto de baño. No olía del todo mal, comparado con el resto de la casa. Sobresalía, además, un detalle de calidad: los rollos de papel higiénico de recambio colgaban de la pared dentro de una funda de ganchillo adornada con lazos de seda rosa. La risa del cabo retumbó en el pequeño cuarto, y al descorrer la cortina de la bañera, él mismo descubrió unos vellos púbicos sobre la porcelana blanca.

—Eh, pelitos de chocho —gorjeó, con lágrimas en los ojos.

—Qué perspicaz, Serra —repuso Gerard sonriente—. Venga, recógelos.

El cabo hizo una mueca de repugnancia.

—Y he visto que dentro de la taza del váter hay alguna cosilla más. Recógelo también. Nunca se sabe.

El cabo miró dentro del inodoro y le lanzó una mirada implorante, pero el sargento ya salía de la estancia. Enfurruñado, sacó una bolsita de plástico y se dispuso a obedecer.

Gerard entró en la última estancia de la casa, que era el despacho y lugar de trabajo de la escritora. Una gran librería presidía la habitación. Los lomos de color rosa y letras en dorado ya lo pusieron en aviso respecto al género de las obras que ocupaban casi la totalidad de las baldas: Ámame hasta el éxtasis, Un granuja entre mis brazos, Deseo lujurioso y carnal, Ansias de sentirte muy dentro de mí, Quiéreme hasta la muerte y más allá, Estrújame entre tus fuertes brazos, El seductor seducido…

Gerard sacó algún libro de la estantería y observó la cubierta. Sonrió. El género masculino estaba muy bien representado: qué espaldas, qué melenas, qué muslos. Ni una neurona de más.

Ni de menos.

Destacaba en la estantería una enciclopedia de Historia del Cine, en edición de lujo. Gerard arrugó el ceño, sorprendido. La colección desentonaba con los fornidos highlanders, los hercúleos vikingos, los musculosos vampiros y los fibrosos vizcondes, todos ellos socios de algún DiR y adictos al clembuterol.

Pero eso no era lo más sorprendente; si Soledad Montero era escritora de best sellers de hermandades, no se había molestado en leer ninguno. Ni siquiera El código Da Vinci.

¿Era posible?

Sobre la mesa del despacho había un monitor de ordenador bastante antiguo. Gerard descubrió el PC bajo la mesa y lo encendió. Al configurarse, apareció el logo de Windows XP. En aquel momento entró el cabo Serra en el cuarto.

—Jefe, si no tenemos la contraseña de acceso… —repuso.

—No tiene —preguntó Gerard sin volverse.

—Qué extraño.

—¿Extraño? —repitió el sargento—. Soledad Montero vivía sola. ¿Para qué querría contraseña? ¿Para protegerse de ella misma?

El cabo asintió humildemente y se acercó. En la página de inicio del ordenador solo había unos pocos iconos de acceso directo en el menú: Microsoft Word 2003, Internet Explorer y poco más.

—A esta mujer no le iba la informática —sentenció.

Gerard comprobó que el último programa que se había ejecutado en aquel ordenador era el navegador web, así que clicó sobre Interner Explorer. De inmediato se abrió la página de entrada de Google. Gerard tecleó Hotmail en el buscador y accedió a la página de inicio del correo electrónico de MSN.

soledadmontero1962​@hotmail.com

Había sido un tiro a ciegas muy afortunado.

—Y ahora, ¿qué? No puede ser que tengamos tanta suerte —murmuró Pau.

—¿Por qué no?

Al clicar sobre la dirección de correo, se abrió una ventana bajo el nombre: la contraseña. Gerard dejó escapar una exclamación de triunfo: la pestaña de recordar la contraseña estaba activada. Gerard la presionó y aparecieron cinco puntitos.

Iniciar sesión.

—Pero ¡qué coño! —señaló Pau admirado—. ¡Bandeja de entrada! ¡Estamos dentro!

Gerard asintió, y entró en una cuenta de correo de cuatro páginas, en total ciento cincuenta y cinco mensajes recibidos a lo largo de dos años, lo mismo que un cibernauta recibiría en dos días. Mensajes de la editorial, de una conocida tienda de muebles, empresas de telefonía móvil, de Windows Live…

En principio, completamente anodino. El último email recibido y abierto tenía más de diez días, y no tenía ningún mensaje en la bandeja de entrada.

—No es que tuviese mucho movimiento —repuso Pau Serra algo desilusionado.

—No, aunque eso no es lo que más me preocupa, sino lo fácil que ha sido acceder a su cuenta —apuntó Gerard—. No se molestó en buscar una contraseña difícil de descubrir.

—Eso nos ha facilitado el trabajo.

—Ya, lo que pasa es que tan fácil como lo hemos tenido nosotros, lo han tenido otros —murmuró Gerard pensativo—. Y eso ya no me gusta tanto.

—Sea lo que sea, seguro que aquí dentro hay mucha información que nos puede ser de utilidad —insistió el cabo.

Gerard meneó la cabeza. Todo parecía demasiado fácil, y aquello no le gustaba. Estaba convencido de que aparecerían los famosos mensajes amenazadores de que había hablado Ramón Aparicio y también correos con textos robados en foros de internet. Allí estaría todo, bien expuesto al público. Amenazas convincentes que conducirían a la policía a buscar a un amante despechado.

—Me alegro de que seas tan positivo —le dijo—. Así que te dejo este trabajo para ti. Abre las carpetas e imprime todos los correos que te parezcan interesantes. Lo demás lo grabas en un pendrive. Después haz lo mismo con los emails que se han enviado desde su cuenta, los mensajes no deseados, borradores y eliminados. Documentos de Office, todo. Cuando acabes, haces lo mismo con el Messenger, invitaciones, amigos, fotos…

—Pero… tardaré varias horas.

—Venga, Serra, que te he visto muy entusiasmado —le animó Gerard.

Resignado, Pau Serra se sentó frente al ordenador, y después de comprobar que la bandeja de papel de la impresora estaba llena, comenzó a realizar la tarea que Gerard le había encomendado. Él hizo un gesto de aprobación y se fue al dormitorio. Nada más entrar, miró a su alrededor y decidió comenzar por el armario. Abrió las puertas y arrugó la nariz. Un olor a sudor y a rancio le ofendió al instante. Hizo un gesto de repugnancia y, tras unos segundos de vacilación, sacó un cajón de la guía y, dejándolo sobre la cama, observó su contenido. Mientras revolvía la ropa interior de la víctima, ocupaba su mente con un repaso de los últimos acontecimientos. En algo tenía razón Pau Serra: estaba seguro de que encontrarían información en el ordenador. El problema consistiría en interpretarla correctamente, en no dejarse engañar por las apariencias… Por ejemplo, no tenía ninguna constancia de que Soledad Montero tuviese relaciones con jovencitos. Gerard levantó unas bragas y las miró al trasluz; una sospechosa mancha parduzca había resistido al lavado. ¿Qué jovencito soportaría tener relaciones sexuales con la portadora de esas bragas? Además, lo único que tenía para asegurarlo era la declaración de Ramón Aparicio, y él había reconocido que no le tenía ningún afecto. ¿Y si era la excusa del editor para justificar sus propias aventuras? No con Soledad Montero, por supuesto. Pero ¿y si la escritora sabía algo del editor que lo comprometía? Gerard recordó la cara de Lucrecia cuando le preguntó si creía que Soledad chantajeaba a Ramón Aparicio.

Metió las bragas en el cajón y abrió el siguiente. La inspección no resultó mucho más satisfactoria. Un barullo de calcetines y medias malolientes ocupaban su interior. Lo sacó y lo dejó sobre la cama. Repugnante. Cuando iba a devolverlo de nuevo a su sitio, vio un sobre en el fondo del cajón. Al abrirlo, descubrió en su interior varias fotos hechas con una Polaroid. Antes de que consiguiera examinarlas, lo sobresaltó Pau Serra entrando como un ciclón en el dormitorio.

—¡He encontrado las amenazas de muerte! —exclamó, mostrándole varios correos impresos.

Gerard dejó las fotografías sobre la cama y leyó el contenido de los emails. Habían sido enviados por un tal Ángel y estaban en la carpeta de correos eliminados.

Los textos eran muy escuetos, aunque enormemente elocuentes.

La hora de la justicia se acerca.

Por la vida que quisiste arrebatar, se te arrebatará la tuya.

El horror que causaste a otros, se te causará a ti.

—Vaya, qué poético —murmuró Gerard—. Este tío es, como mínimo, discípulo de Jorge Bucay.

Nada más decirlo, pensó en Alejandro Paz. Una conexión inmediata e inconsciente propia de un cerebro acostumbrado a sospechar de todos. ¿Por qué no? Aquel cretino seguro que tenía sus razones para odiar a Soledad Montero.

—¡Es el asesino! —exclamó Pau Serra, impermeable al sarcasmo—. ¡Lo hemos pillado!

—Sí, claro —dijo Gerard sin inmutarse—. Y seguro que cuando lo rastreen los técnicos se encontrarán con que el email ha sido enviado desde un ordenador con acceso público. Un cibercafé, por ejemplo.

—¿Por qué está tan seguro? —preguntó Pau Serra—. ¿Y si lo ha enviado desde su ordenador personal? Igual no sabe que…

—Óyeme, Serra —le interrumpió Gerard—. El que mató a Soledad Montero no es ningún pardillo, así que no te emociones. Creo que estamos ante un asesino muy cuidadoso. ¿Tú crees que enviar amenazas desde tu ordenador es muy inteligente? Todo el mundo sabe que se puede rastrear una dirección IP.

—Ya, pero ¿quién lo enviaría si no fuese el asesino?

—No lo sé, Serra. —Gerard negó con la cabeza—. Tú sigue con tu trabajo y no des nada por supuesto. Por cierto, ¿ya has revisado el Messenger?

—No lo utilizaba, y no tiene ningún amigo agregado, ni fotos, ni eventos, ni nada.

—Curioso en una mujer que, según nuestro amigo el editor, se pasaba el día pegada al ordenador, husmeando foros y chateando, ¿no? —repuso Gerard—. Por cierto, ¿está registrada en Facebook o Twitter?

—Nada de nada. No pertenece a ninguna red social.

Gerard lanzó un bufido.

—Bueno, sigue buscando amenazas, pero no te entusiasmes si encuentras alguna más. Ordena bien todo el material.

Pau Serra asintió con la cabeza, pero permaneció inmóvil.

—¿Qué pasa? —le preguntó Gerard, impaciente.

—Hay una cosa… —repuso el cabo—. He descubierto algunos correos con textos, todos eliminados. Los encontré en un archivo temporal. Por desgracia, los más antiguos no tengo manera de recuperarlos. De esos textos, ninguno es el de las ratas.

Gerard hizo un gesto, conminándolo a proseguir.

—Comencé a buscar desde los correos más antiguos, y me extrañó no encontrarlo —dijo—. Así que busqué en el Word, a ver si resulta que no se lo había enviado nadie y lo había escrito ella.

—¿Y qué?

—No aparece por ningún lado.

—¿Has buscado en la papelera de reciclaje?

—Tampoco está —respondió el cabo—. La única posibilidad es que lo hubiese eliminado también de la papelera. Sé que los técnicos pueden rescatar todo lo que estuvo en el disco duro con un programa de recuperación digital.

—Llámalos —le ordenó Gerard—. Y de paso, pídeles que rastreen la dirección IP del Ángel ese. A ver si vas a tener razón.

Pau Serra asintió con entusiasmo y lo miró con los ojillos brillantes de emoción. Ya no era un inútil que se mareaba al ver un cadáver. Era un detective sagaz y astuto. En aquel momento era Poirot, era Holmes, era el padre Brown.

—Quizá diga una tontería, sargento —dijo—. Pero a la vista de lo poco que la víctima utilizaba el ordenador, tendríamos que contemplar la posibilidad de que hubiera recibido el texto por correo ordinario.

Gerard sofocó un comentario sarcástico. Al fin y al cabo, él no era nadie para cortarle las alas a la mariposilla investigadora.

—No es mala idea, Serra.

—E incluso, que lo hubiese recibido en mano, lo cual nos complica aún más la tarea.

—Cierto —respondió Gerard, pensativo. Su subalterno no iba tan mal encaminado. De improviso, se golpeó las palmas de las manos, sobresaltando al cabo—. ¡Mierda!

—¿Qué pasa, jefe?

—Que soy un imbécil —respondió, rotundo—. ¿Quieres que te diga lo que pienso? Estoy casi seguro de que Dana Green nunca recibió ese texto, y de ser así, jamás hubiese aceptado firmar una novela con ese argumento. Es más, he descubierto la manera más sencilla de demostrarlo.

—¿Cuál?

—Soledad Montero era muy desconfiada, y tomaba sus precauciones antes de ofrecerle una sinopsis al negro literario de turno.

Serra lo miró de hito en hito. Aún no entendía. Gerard lo miró condescendiente.

—¿Sabes qué es el Registro de la Propiedad Intelectual?