6
Ramón Aparicio esperaba fuera del cordón policial, acompañado de los dos mossos que custodiaban la entrada a la finca. Observaba sobrecogido el ir y venir de la Policía Científica. Su refugio en Santa Creu, un reducto de paz y tranquilidad, allí donde podía alejarse de la ciudad y de su ritmo vertiginoso, se había convertido en la casa del horror. Nadie se extrañaría de encontrar un cadáver en cualquier callejón oscuro del extrarradio de Barcelona, pero allí, en Santa Creu, entre árboles y naturaleza, los coches patrulla con sus luces destellantes convertían el paisaje en un espectáculo tan surrealista como inquietante.
—Soy el sargento Castillo, de la Unidad de Investigación Criminal de los Mossos d’Esquadra —recitó Gerard—. ¿Y usted?
—Ramón… Aparicio González.
—¿Esta casa es suya?
—Sí.
—¿Puede explicarme la presencia de… hum… Dana Green en su casa? Por cierto, supongo que Dana Green es un seudónimo.
—Se llamaba Soledad Montero Molinero —aclaró Ramón con cara de pena—. Lo cierto es que su nombre, además de cacofónico, no resultaba el más adecuado para atraer a los lectores de superventas, así que lo cambiamos por otro más internacional…
Gerard asintió comprensivo. La respuesta era esclarecedora.
—Es usted su editor, por lo que intuyo.
—Sí.
—Perdone que insista. ¿Era normal que ella estuviese en su casa?
Algo en el tono de Gerard irritó a Ramón.
—¡No éramos amantes! ¡Estoy casado y tengo tres hijos!
—No se ponga nervioso, señor Aparicio. A mí me da lo mismo si eran amantes como si no lo eran, pero tengo que saberlo.
—Lo siento… es que estoy un poco nervioso.
—Yo le entiendo, pero comprenda que tengo que hacer mi trabajo.
—Sí, sí, pregunte…
—¿Tenía usted un trato personal con ella? ¿Eran amigos? Uno no le deja su casa a cualquiera.
—¿Amigos? —El editor se encogió de hombros—. No consideraría a Soledad mi amiga. Yo… me limitaba a atender sus necesidades, por así decirlo. Ella había venido muchas veces, decía que el Montseny la inspiraba.
—Tengo que entender que se sentía obligado a dejarle su casa.
Ramón hizo una mueca de resignación que Gerard aceptó con un gesto comprensivo.
—Sí, así es.
—Veo que no le tenía mucho aprecio.
—No, no se lo tenía —confesó el editor—. Ya sé que parece feo, ahora que ha muerto, pero Soledad era caprichosa y egocéntrica. Nos llevaba a todos de cabeza. Y a mí, al que más.
—Entiendo… —dijo Gerard—. ¿Desde cuándo estaba Soledad Montero alojada en su casa?
—Desde ayer por la noche. Tuvimos una reunión en la editorial que duró hasta las nueve, más o menos. Si le suma un par de horas, no creo que llegase a Santa Creu antes de las once.
—¿Quién más sabía que estaba aquí?
—Lucrecia Vázquez, por supuesto. Y a Alejandro también se lo dije…
—¿Quién es ese?
—Alejandro Paz, nuestra estrella de la autoayuda —respondió Ramón Aparicio con presteza—. ¿No ha leído ningún libro suyo?
Gerard negó con vigor, y preguntó a su vez.
—¿Por qué se lo explicó? ¿Él se lo preguntó?
Ramón Aparicio lo miró extrañado, pero acabó contestando.
—Después de la reunión con Dana estuve un rato charlando con él. Le expliqué que ella me había pedido las llaves de mi casa y despotriqué un poco… Alejandro y yo tenemos confianza.
Gerard asintió comprensivo.
—¿Alguien más sabía que ella venía?
—Sí, claro —respondió el editor—. El amiguito de turno que la acompañó.
—¿A quién se refiere? —preguntó Gerard—. Dígame nombres, por favor.
—No puedo decírselos, porque los desconozco. Es más, no creo ni que Dana los supiera. Eran tipos anónimos que iban y venían.
—¿De su casa de Santa Creu?
—Pues sí. —Ramón asintió con vigor—. Soledad utilizaba mi casa como nidito de amor.
—¿Y no le molestaba?
—¡Mucho!
—¿Y no podía decirle que no?
Ramón Aparicio hizo un gesto de desdén.
—Ya lo sé, parezco un pelagatos, pero es que Dana me tenía cogido por los huevos… Con perdón.
Gerard meneó la cabeza, inquieto. Amantes anónimos que iban y venían, sin nombre y sin rostro… El asunto se complicaba por momentos, y él ni siquiera podía asegurar que el cadáver fuese de Soledad Montero.
—Hay algo que debo decirle —puntualizó por prurito profesional—. Y es que aunque todos los indicios señalan que el cadáver es el de Soledad Montero, se tendrá que confirmar en la autopsia.
—¿Por qué? —preguntó Ramón Aparicio, que lo miró sobresaltado—. Lucrecia la ha reconocido. Me dijo que era ella.
—¿Lucrecia no le ha explicado en qué estado se halla el cadáver?
Ramón Aparicio lo miró sobresaltado.
—Perdón… ella solo me dijo que Soledad había aparecido muerta —balbució—. Estaba muy nerviosa y no quise agobiarla con preguntas. ¿Qué pasa?
—Bueno, digamos que el cadáver estaba… en mal estado.
—¿Qué me dice? —preguntó Ramón Aparicio—. ¿Es que no ha sido una muerte natural? ¿Un infarto o algo de eso? Es lo primero que pensé. Como usted mismo habrá visto, Soledad era obesa…
Gerard decidió ocultarle la verdad. Si la tal Lucrecia no había entrado en detalles, no iba a ser él quien lo hiciera.
—No puedo decirle gran cosa, señor Aparicio. Tendremos que esperar a los resultados de la autopsia. Yo, mientras tanto, me limito a recoger el máximo de información posible. Por eso necesito que me ayude. Por lo que me dice, supongo que Soledad Montero no estaba casada.
—No, que yo sepa.
—¿Separada? ¿Divorciada?
—Ni idea.
—¿Tenía hijos?
—No lo sé, pero no lo creo. Nunca habló de ninguno.
Gerard lo miró con fijeza, esperando una respuesta más extensa.
—Sí, ya sé que es extraño, pero Soledad era muy celosa de su intimidad —se disculpó Ramón Aparicio—. Durante los diez años en que fui su editor no me explicó nada de su vida privada. Lo poco que sé lo he descubierto de manera indirecta…
Gerard asintió divertido. Qué bonito eufemismo lo de la manera indirecta.
—¿A quién podemos avisar de su muerte? —le preguntó al editor—. ¿Padres? ¿Hermanos?
Ramón Aparicio se encogió de hombros.
—Ya le he dicho que no tengo ni idea.
—Perdone que insista, pero ¿está seguro de que ella vino acompañada?
—No puedo jurarlo, si es eso lo que me pide.
—¿Y no es posible que viniese a escribir? Veo que no contempla esa posibilidad. Y tratándose de una escritora…
Ramón negó lentamente.
—Me había dejado la sinopsis de su novela sobre la mesa, antes de irse. E iba a entrevistarse con Lucrecia para que le hiciera el trabajo sucio —respondió Ramón con desprecio—. Escribir, ¿qué? ¿Una receta de cocina?
—Veo que, literariamente hablando, tampoco le tenía un gran respeto.
—No nos equivoquemos, sargento. Esto es un negocio, y así lo entendió Dana. Ella quería publicar una novela al año, así que me exigió que le buscase colaboradores discretos y con calidad que le hiciesen el trabajo. Yo la ayudé, por supuesto. Su nombre reportaba muy buenos dividendos a la editorial. Ella escribía una sinopsis, y luego la registraba. Es más, creo que las ideas ni siquiera eran suyas. Me temo que provenían de los múltiples foros literarios que se pueden encontrar en internet. Sé que estaba registrada en muchos de ellos.
—Así que Dana Green se dedicaba a robar ideas.
—No sea cruel, sargento. No puedo asegurarlo a ciencia cierta.
—Pero lo sospecha.
—A ver, sargento, yo soy gato viejo. Un día, Dana estaba más mustia que una pasa, y al día siguiente ya tenía un resumen de treinta páginas que se había apresurado a registrar. Qué quiere que le diga… —reconoció Ramón—. En fin, no se puede ni imaginar la de tontos que vuelcan sus escritos en internet sin registrar, y algunos de ellos son buenos, no se crea que todo es porquería. De hecho, no es el primer caso de un escritor que publica su obra en internet y luego un editor con más tiempo y más olfato que yo se interesa por ella…
—Resumiendo: Dana Green robaba las ideas y luego utilizaba un negro para que le escribiera la novela —concluyó Gerard, implacable como una apisonadora—. Eso podría crearle más de un enemigo…
Ramón Aparicio lo miró malicioso.
—No lo diga así, sargento, que suena muy feo. Digamos que Dana se inspiraba en textos ajenos y luego buscaba la ayuda de colaboradores para desarrollar sus ideas. Trabajo en equipo. ¿Qué quiere? Hasta Alejandro Dumas lo hacía.
—Dana Green era una farsante.
—Entiéndalo, sargento. Yo no le tenía ningún afecto, pero me siento obligado a defenderla. Piense que entre las presentaciones, las entrevistas y los congresos, Dana Green tenía un programa más apretado que Lady Gaga, y cumplía a rajatabla con él. En ese sentido era toda una profesional.
—Yo pensé que los escritores se dedicaban a escribir.
—Eso era antes, cuando no existía el ordenador. Ahora cualquier imbécil se baja cuatro informaciones de Google y teclea trescientas páginas que vende a peso y que compiten en las estanterías de los supermercados al lado de Muérdeme, vampiro y de Fóllame, vizconde. Por poner un ejemplo.
—Veo que no es muy optimista.
Ramón Aparicio se encogió de hombros.
—No sé si me creerá, pero el mundo editorial cada día se parece más a la televisión. Antes se decía que eran mundos antagónicos, que la televisión era un medio de masas, de consumo pasivo y superficial y que la literatura era de consumo activo y con aspiración a trascendencia. Bla, bla, bla. Hoy en día, si la televisión está sometida al share, nosotros también lo estamos a la maldita lista Nielsen, así que tampoco podemos ofrecer calidad si queremos salir en la lista de los libros más vendidos. ¡Mírelo usted mismo! Salvo gloriosas excepciones, el pastel se lo reparten entre cuatro, y los cuatro hablan de lo mismo. Cuando iba de thrillers religiosos, todos se dedicaron a sacarle novias e hijos secretos a Jesucristo, o a los apóstoles, o a construir catedrales entre violación y violación, que mire que es morboso el personal. Ahora parece que triunfan los psicópatas, y se trata de inventar crímenes espeluznantes, cuanto más espeluznantes mejor. Que si desollado con un cortaúñas suizo, que si asfixiado con sus propias cuerdas vocales… ¡Qué asco! Es lamentable, pero hay que seguir estas estúpidas modas si se pretende sobrevivir. Y eso sin contar con que el pirateo en internet nos va a quitar el pan de la boca a más de uno…
Gerard asintió con vigor. No esperaba una explicación tan extensa, pero si tenía que investigar el crimen de una escritora, bueno era saber en qué jungla tendría que moverse. Además, estaba haciendo tiempo para que la irritable inspectora de la brigada científica acabase su trabajo. Quería entrar en la casa con el editor y sabía que Teresa Valls montaría en cólera si los veía pulular por sus dominios.
—Los negros que colaboraban con Dana Green —preguntó—, ¿eran todos de la editorial?
—Hasta ahora sí, aunque sé que últimamente Soledad se movía por su cuenta. Estaba descontenta de los colaboradores que yo le ofrecía; se quejaba de que eran demasiado literarios y de que en sus asesinatos no corría suficiente sangre.
—Qué simpática.
—No la juzgue, ella solo quería vender libros, y el despiece es lo que se lleva.
Gerard asintió con vigor. No iba a discutir con un entendido. Además, con la muerte de Soledad Montero la mitad de los miembros del gremio de los negros literarios iría a engrosar las listas del paro. Una tragedia en tiempos de crisis.
—Le pediré que me haga una lista de los negros que conozca.
—Sí, por supuesto. De hecho, la muchacha que me avisó, Lucrecia Vázquez… yo la propuse como su próxima ayudante.
Ramón Aparicio obviaba la palabra negro como si de un sacrilegio se tratase.
—¿Por eso venía a ver a Soledad Montero?
—Sí, ayer les concerté una entrevista aquí, en mi casa. Sería una primera toma de contacto y cambio de impresiones. Insistí bastante porque Lucrecia, a pesar de su juventud, tiene muchísima experiencia y un gran talento natural. Además, es muy versátil, se atreve con todo. Si usted supiera… —Ramón Aparicio dudó durante unos instantes—. No obstante, tengo el oscuro presentimiento de que Soledad iba a traicionarme.
—¿A qué se refiere?
—Sé que había recibido ofertas de otras editoriales, y que estas le habían ofrecido los servicios de sus colaboradores, eso sin contar que Soledad le había hecho una propuesta paralela a Alejandro Paz, nuestra estrella de la autoayuda, ya que él deseaba reconducir su carrera hacia…
Gerard lanzó un bufido. Empezaba a cansarse.
—Vamos a dejar esto por ahora, señor Aparicio, y dígame qué hizo ayer por la noche, después de la entrevista que tuvo con Soledad Montero.
El editor lo miró extrañado.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Respóndame, por favor.
—Hablé con Alejandro, ya se lo he dicho.
—¿Hasta qué hora?
—Hasta las diez.
—¿Está seguro?
—Sí, porque miré el reloj y pensé que era muy tarde para llamar a Lucrecia desde la editorial. —Ramón chasqueó la lengua—. Verá, mi mujer no entiende que no puedo trabajar de nueve a cinco. No soy un maldito funcionario. Yo tengo que estar siempre disponible, a cualquier hora…
Gerard asintió comprensivo. Los editores no eran los únicos que no gozaban de horarios de trabajo compatibles con la vida familiar.
—Así que se fue a casa y llamó a Lucrecia Vázquez.
—Sí.
—¿Qué hora era?
—Las once, más o menos. La pobre Lucrecia vive sola y puedo llamarla cuando quiera, que nunca se enfada. Además, iba a darle buenas noticias…
—¿Fue entonces cuando la citó con Soledad Montero aquí, en Santa Creu?
—Sí. —Ramón lo miró asqueado—. ¡Pero bueno, sargento! ¿Por qué me hace tantas preguntas?
—¿No se lo imagina?
—¿El qué?
—Me sorprende.
—¿Qué le sorprende?
—Que después de largarme ese discurso sobre psicópatas y crímenes espeluznantes, no se haya dado cuenta.
—¿De qué? —Ramón Aparicio lo miraba atónito—. ¿De qué tengo que darme cuenta?
—De que Soledad Montero ha sido asesinada —concluyó.