35
Lucrecia se revolvió nerviosa en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Estiró el brazo y alcanzó el móvil. Miró la pantallita.
Las tres y media de la madrugada.
A menos de un metro de distancia, Gerard dormía plácidamente, a juzgar por el monótono ronquido que emitía al respirar. Sin embargo, no era aquel ruido el que la mantenía insomne, ni tampoco la presencia del hombre a su lado. Había aceptado de buen grado la propuesta del policía de compartir habitación; ya no era una cría y con él a su lado se sentía mucho más protegida.
Tenía miedo.
Y ahora, en la oscuridad, los fantasmas volvían a reaparecer. Sentía una sensación angustiosa de incertidumbre, de ser manejada por una poderosa mano negra que la conducía implacable a un destino fatal.
A una muerte atroz.
Recordó las palabras de Gerard: «Si buscáis al hijo de Soledad Montero, encontraréis al asesino».
Hasta la muerte de Alejandro, todas las piezas encajaban en el puzle. Sabía quién había asesinado a Soledad Montero y por qué. Sabía quién había asesinado a Ramón Aparicio y por qué.
Pero ahora estaba desconcertada.
Soledad Montero merecía morir.
Ramón Aparicio merecía morir.
¿Alejandro merecía morir?